Svetlana Alexiévich: “El ‘Homo Sovieticus’ no ha muerto, sino que está en el Kremlin y combate y dispara en Ucrania”
Tras escuchar a miles de testimonios a lo largo de su carrera, la premio Nobel reflexiona desde Berlín sobre Ucrania y Bielorrusia, los soldados y las víctimas, el exilio y la condición humana
Svetlana Alexiévich, la escritora bielorrusa en lengua rusa premiada con el Nobel de Literatura en 2015, vive en el mismo piso berlinés, de altos techos y amplios salones, donde la visitó EL PAÍS hace cuatro años. La autora de Voces de Chernóbil, Muchachos de zinc y El fin del ‘Homo Sovieticus’ sigue escribiendo a mano. Sobre una mesa alargada están los fragmentos del manuscrito de su nuevo libro, que ya...
Svetlana Alexiévich, la escritora bielorrusa en lengua rusa premiada con el Nobel de Literatura en 2015, vive en el mismo piso berlinés, de altos techos y amplios salones, donde la visitó EL PAÍS hace cuatro años. La autora de Voces de Chernóbil, Muchachos de zinc y El fin del ‘Homo Sovieticus’ sigue escribiendo a mano. Sobre una mesa alargada están los fragmentos del manuscrito de su nuevo libro, que ya no es el que perfilaba en 2021, pues los acontecimientos interfirieron en la obra de esta autora exiliada en Alemania: en febrero de 2022, Vladímir Putin, enfermo de nostalgia imperial, inició una guerra a gran escala en Ucrania, y menos de dos años después, el norteamericano Donald Trump acabó con la ilusión de una solidaridad global.
Miembro del Consejo Coordinador de la Oposición al dictador Alexandr Lukashenko durante las protestas de 2020 en Bielorrusia, la escritora constata un retroceso generalizado de la democracia, que va mucho más allá de la herencia soviética.
Alexiévich recoge testimonios entre los millones de bielorrusos, rusos y ucranianos refugiados en Europa y en las instituciones que documentan la represión y la guerra en los espacios eslavos pertenecientes en el pasado a la Unión Soviética. Además, otea otros horizontes en búsqueda de claves reveladoras. Alexiévich se interesa sobre todo por la posibilidad de convivencia entre víctimas y verdugos, y entre sus lecturas actuales figura un ensayo sobre las dictaduras en España, Portugal y Grecia (El fin del régimen, cómo acabaron tres dictaduras europeas, de Alexandr Baúnov) publicado en ruso en 2023.
Pregunta. Hablemos del libro que escribe…
Respuesta. Aún no está acabado. Lo tenía casi terminado cuando llegó la guerra y (con un gesto ligero de la mano y un esbozo de silbido, Alexiévich indica que el proyecto se evaporó). Quedó claro que era necesario otro enfoque, y es difícil, porque la guerra literalmente nos dejó sin habla, porque las palabras perdieron su sentido, porque no teníamos los términos necesarios, y solo ahora comenzamos a recuperarnos. En El fin del ‘Homo Sovieticus' escribí sobre cómo se hundía aquel imperio, pero ahora ocurre un proceso general. La Rusia profunda y la América profunda se sublevaron y la democracia retrocede en todo el mundo.
P. En el otoño de 2021, usted escribía sobre la oposición bielorrusa duramente represaliada por Lukashenko.
R. Ahora mi libro es más amplio. En los noventa, cuando trabajaba en Second-Hand Time, el subtítulo era ‘El fin del hombre rojo’ [traducido al castellano como El fin del ‘Homo Sovieticus’]. Lo enterré demasiado pronto, porque el Homo Sovieticus no ha muerto, sino que está en el Kremlin y combate y dispara en Ucrania. Algunas cosas de la primera variante valen, pero hay mucho que repensar y rehacer…
P. ¿Podría decirse que, si en El fin del ‘Homo Sovieticus’ se trataba de una composición de cámara con algunos fragmentos allegro ma non troppo, ahora estamos ante una composición para orquesta sinfónica de ritmo más trágico?
R. Nunca me limité a la experiencia bielorrusa, pero ahora esto es más amplio… He leído y visto mucho de lo que ha escrito y filmado sobre lo que hace Lukashenko y sobre las cárceles. Sus autores son rehenes del sufrimiento, y esos libros han dejado de leerse, aunque las cárceles siguen llenas. La gente necesita nuevas respuestas. En los primeros dos años [de la guerra], los ucranianos esperaban que América les ayudara a vencer y nosotros, que Lukashenko cayera para volver a nuestro país y hacer lo que no pudimos hacer en el siglo XX. Pero no fue así. Ahora, ucranianos y bielorrusos están desesperados.
Siento mucho odio hacia Lukashenko, pero creo que todo debe hacerse de acuerdo con la ley y juzgarlo en La Haya
P. Sus personajes ¿son bielorrusos, rusos o ucranianos?
R. Yo me refiero a todos aquellos que fueron barridos de la nave común por una gran ola y que ahora deben replantearse esa experiencia. Todos son náufragos, pero puede que los ucranianos se hayan liberado algo más que los bielorrusos y rusos. Bielorrusia es hoy un país ocupado, donde hay tropas, aviones y campamentos militares rusos, donde hay hospitales militares rusos y talleres de servicio para sus tanques, un país desde el cual los rusos pueden llegar en cualquier momento a Ucrania con nuevas fuerzas. Considerando todo esto, somos cómplices en la agresión, pero en un país ocupado no se puede exigir a la gente que salga a la calle porque la pueden condenar a 15 años de prisión por llevar la bandera bielorrusa [la antigua bandera nacional, prohibida por Lukashenko].
P. Sus obras son corales basadas en testimonios reales. ¿Ha hablado con mucha gente para su nuevo libro?
R. Sí. Este año he trabajado en Praga, Vilna y Varsovia, además de en Berlín. En Europa hay millones de exiliados, bielorrusos, ucranianos y “buenos rusos”. En alguna ocasión he hablado con “malos rusos”, como uno que, antes de incorporarse al frente en Ucrania, vino desde Siberia a despedirse de su hermana, residente en Alemania. Era un tipo de unos 52 años, en buena forma, y contaba que su familia reunida había decidido que la única salida para acabar de pagar la hipoteca y superar los apuros económicos era enviarle a la guerra. Y cuando yo le pregunté si se había alistado solo por dinero, él dijo que odiaba a los jojlí [forma vulgar de referirse a los ucranianos en ruso]. “Los odio y eso es todo”, me dijo sin más explicaciones. Él consideraba que los soldados rusos en Ucrania son héroes, al igual que los soldados soviéticos en Afganistán, y me acusaba de calumniar a estos últimos en Los muchachos de zinc.
P. Entre los materiales para su libro hay también testimonios grabados por un periodista ucraniano, al que las autoridades de Ucrania permiten prestar su móvil a los presos rusos para que hablen con sus familias en Rusia.
R. Sí, he escuchado, por ejemplo, la conversación de un preso con su esposa, quien le comenta que un conocido, combatiente también en Ucrania, ha enviado a su hija un ordenador y zapatillas deportivas y le recuerda que su propia hija va a empezar el curso escolar y necesita una tableta.
Tengo otros testimonios. Una periodista que viajó a Buriatia [territorio siberiano a más de 6.000 kilómetros de Ucrania] conversó allí con una madre que acababa de enterrar a su hijo [muerto en el frente de Ucrania]. La madre comenzó a hablar, pero luego se asustó y se negó a seguir, alegando que, si la periodista lo escribía, no recibiría la compensación por el hijo muerto, con la que pensaba comprar un piso a su hija. Así que afirmó solo que su hijo había caído como un héroe y que, de no haber sido por él, los ucranianos hubieran llegado ya hasta Buriatia. ¡Lo que hace la televisión!
Alguien me ha dicho que en Rusia circula mucho dinero, dinero de la guerra con el que Putin ha comprado el país y ha esclavizado a sus habitantes, especialmente a los de la periferia, que viven mal. Y esa gente pobre se jacta luego de comprar abrigos de pieles y anillos para sus mujeres.
P. También combaten rusos más informados y con mayor nivel de vida.
R. Sí, y se rigen por el lema: “Calla, o de lo contrario, no recibirás el dinero”. O son cómplices o están vendidos. En Bielorrusia, en cambio, Lukashenko no compró a la población, sino que más bien la asustó.
P. ¿Cuándo acabará su libro y qué estructura tiene?
R. Creo que a finales del año próximo. No deseo adelantar su estructura, pero tiene tres capítulos: ‘Tiempo de revolución’, ‘Tiempo de derrota’ y ‘Tiempo eterno’. Se nos han juntado muchas cosas; por una parte la inteligencia artificial, con la que todos nos relacionamos en distinto grado, y por la otra, las columnas de tanques en la frontera con Ucrania. En nuestro tiempo coexisten varias épocas. A menudo la gente me dice que habla con la inteligencia artificial, porque no tiene con quien hablar. Maldita sea.
P. ¿Era el comunismo una idea agonizante cuando escribió El fin del ‘Homo Sovieticus’?
R. Era una idea que agonizaba, pero que no murió y además se hundieron las ideas imperiales. [El artista conceptual] Ilya Kabakov escribió que, cuando estábamos ya satisfechos por haber vencido al comunismo, de repente, al mirar alrededor, vimos que todo estaba lleno de ratas. No sabemos cómo luchar contra las ratas y la literatura tampoco nos lo puede decir. Ese esperpéntico monstruo se fragmentó en un montón de ratas. De él, salieron otros monstruos que habían estado allí comprimidos y resultó que, por dinero, el ser humano puede ir a matar a sus propios hermanos ucranianos. Personas que conocieron la época vegetariana de Leonid Bréznev [máximo líder soviético entre 1964 y 1982] me dicen que los tiempos actuales son más aterradores que entonces, cuando también se encarcelaba, pero menos que en la época dura del Gulag, de la que apenas quedan supervivientes.
P. En la época soviética había gente con ideales. Su padre era militar y no combatió por dinero.
R. Mi padre era comunista, un chico bielorruso listo que dejó el pueblo para estudiar en el instituto militar de periodismo de Minsk y, siendo estudiante, se fue a la guerra porque su país estaba en peligro. Después, le ofrecieron ascender en el partido, pero a cambio de divorciarse de mi madre, porque ella era una ucraniana que había vivido en los territorios ocupados por los alemanes, y ese era un factor negativo para hacer carrera. Mi padre quería a mi madre y no la abandonó, así que lo mandaron de director a una escuela de provincias. Él creía que la idea comunista era buena, pero que Stalin la había estropeado. Cuando regresé de Afganistán y le dije que sus antiguos alumnos actuaban como borrachos y asesinos en aquel país, él se echó a llorar y entonces entendí, ¡ah! [hace una pausa], que el amor estaba por encima. Incluso hubo una época en la que él y mi madre, enfadados conmigo, querían renunciar a mí como si yo fuera un enemigo del pueblo, pero no lo hicieron, porque nos queríamos. Antes de morir, pidió que pusiéramos su carné del partido en el ataúd. Creyó hasta el final.
P. ¿Figuran los presos políticos bielorrusos en su libro?
R. Cuento historias sobre ellos. Por ejemplo, sobre la madre de un informático de talento condenado a muchos años de cárcel por oponerse a Lukashenko. Hizo que le dibujaran el retrato de su hijo sobre un tablón, le puso ruedas y lo llevaba consigo a todas partes.
P. ¿Qué hace Occidente por los presos políticos?
R. Occidente hizo mucho por ellos, pero solo por la vía diplomática. En cambio, Trump ha comenzado a comprarlos y, por lo que sé, Lukashenko se agarró a esto. “El dinero por adelantado”. Y a cambio, recibió piezas para los aviones bielorrusos que ya no volaban. Hay cerca de 2.000 presos en las cárceles, y Lukashenko se niega a liberarlos a todos juntos. Prefiere hacerlo en porciones para recibir algo por cada una de ellas. Peor aún, mete en la cárcel a nuevas personas, a más gente de la que libera, como los que ayudan a los presos políticos o a sus familias.
Estoy en contra del rechazo al ruso en Ucrania. Pienso que es un fenómeno temporal por desesperación
P. Imagino que pedirá un buen precio por María Kolésnikova [una de las líderes de las protestas de 2020, condenada a 11 años].
R. Alguien que ha salido de la cárcel ha contado que quienes seleccionan a los presos para su liberación han comenzado a alimentarla mejor para que tenga mejor aspecto. Sospechan que a lo mejor la están preparando para liberarla.
P. Me impresionó Nikolái Statkévich, el político socialdemócrata, que se negó a abandonar Bielorrusia al ser liberado…
R. No soy partidaria de esta cultura nuestra del heroísmo. ¡Firma lo que sea para que te indulten y vuelve con tu familia! La vida está por encima de todo y lo principal es salir de la cárcel.
P. En 2020 usted era pacifista, ¿y ahora?
R. Lo era y lo sigo siendo. Si el Consejo de Coordinación hubiera exhortado a la gente a tomar las armas, creo que no hubieran salido tantas personas a la calle. Cuando hubo la primera revolución con sus enfrentamientos en Bielorrusia [en 2010] unos parientes de pueblo me pidieron que visitara a un conocido suyo, un chico miembro de las fuerzas de intervención especial, el OMON, que había sido golpeado y estaba en el hospital. Fui a verlo y su vecino de cama era uno de los jóvenes que había protestado. Al ver llorar a sus madres, entendí que yo no podía exhortar a la sangre.
P. Lo entiendo, pero hay situaciones…
R. Si, hay situaciones sin salida, como las que describe el último informe de la relatora de la ONU, Mariana Katzarova, sobre el trato que reciben los presos en las cárceles rusas. Algo horroroso, como serrarles los dientes con una sierra, o torturar a una periodista ucraniana y entregarla sin órganos internos a sus padres.
P. El exilio ¿une o separa?
R. Si hablamos de Bielorrusia, donde el motivo dominante es la experiencia de 2020, los que se fueron acusan a los que se quedaron de complicidad con el régimen y de apatía, y los que se quedaron dicen que viven bien y que es como si nosotros nunca hubiéramos existido, porque no dejamos huellas. Volveré a Bielorrusia cuando todos vuelvan. No volveré sola.
P. ¿Se puede desarrollar la cultura bielorrusa en ruso, al igual que la cultura irlandesa se expresa también en inglés?
R. Yo soy una escritora bielorrusa y escribo en ruso.
P. ¿Qué piensa del rechazo por parte de Ucrania a la lengua rusa y a las obras escritas en ruso?
R. Estoy en contra, pero creo que es un fenómeno temporal por desesperación y no una tendencia permanente. Al fin y al cabo, las lenguas que dejaron los colonizadores en África fueron un camino hacia la civilización. Y esto está muy bien.
P. ¿Siente usted odio por Lukashenko y por sus colaboradores?
R. Mucho, porque no puedo volver a mi casa, pero creo que todo debe de hacerse de acuerdo con la ley y que hay que juzgarlos en el tribunal de La Haya. En el libro tengo un capítulo sobre cómo vamos a aprender a vivir con los verdugos. Pregunto a la gente. Unos, como yo, dicen que hay que enviarlos a La Haya, pero hay otras opiniones. Un hombre me dijo que quería verlos a todos colgados y padeciendo, pero yo creo que el odio es un callejón sin salida, por el que no llegaremos a ninguna parte. El diálogo es la alternativa.
P. La cuestión es cómo transformar el odio en energía constructiva.
R. Sí, por eso digo que la élite religiosa, política, los escritores, los artistas tendrán mucho trabajo.