Luis Vives, la inteligencia de las emociones

El humanista valenciano, figura en la bisagra entre el clasicismo y la modernidad, advierte que solo con las metáforas es posible la innovación, adentrarse en lo desconocido

Detalle de la escultura dedicada a Luis Vives en la Biblioteca Nacional de España, en Madrid.panther media / alamy / cordon press

El humanista es el nuevo revolucionario. En una sociedad cada vez más robotizada, dirigida por algoritmos e inscrita en un universo-máquina, la actitud del humanista es la más insurgente y necesaria. De hecho, es la última resistencia para que la inteligencia mecánica no devore a esa otra inteligencia que respira y ama, que sabe de emociones y deseos, que no tiene memoria, sino recuerdos. Los problemas que enfrentó Luis Vives (Valencia 1492–Brujas 1540), humanista de origen judío, fueron de otra naturaleza, pero comparten una misma preocupación: el predominio de la abstracción. A principios de...

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El humanista es el nuevo revolucionario. En una sociedad cada vez más robotizada, dirigida por algoritmos e inscrita en un universo-máquina, la actitud del humanista es la más insurgente y necesaria. De hecho, es la última resistencia para que la inteligencia mecánica no devore a esa otra inteligencia que respira y ama, que sabe de emociones y deseos, que no tiene memoria, sino recuerdos. Los problemas que enfrentó Luis Vives (Valencia 1492–Brujas 1540), humanista de origen judío, fueron de otra naturaleza, pero comparten una misma preocupación: el predominio de la abstracción. A principios del siglo XVI, los tecnicismos de la dialéctica habían embotado la inteligencia y retorcido el pensamiento. “Solo el lenguaje común puede ser la expresión adecuada para la filosofía”. Lo dice Luis Vives en 1519, en un arriesgado tratado contra los escolásticos y sofistas que se han apoderado de las cátedras de París. Erasmo, Vives y Bacon abrirán un nuevo estilo en la filosofía, que no necesariamente se distancia de Aristóteles, pero sí de sus comentaristas, “pseudodialécticos”, adictos al tecnicismo, educados a la sombra lúgubre de los claustros. La oración respira mejor al aire libre, sin metro y desatada. Tiene, como decía Cicerón, “destellos”, gracias a figuras que no son meros adornos, sino vislumbres y revelaciones. La metáfora ensancha el corazón y la inteligencia, permite el vuelo, abre puertas y ventanas.

Vives advierte que solo con las metáforas es posible la innovación, adentrarse en lo desconocido. La metáfora es la cuerda que une lo conocido con lo desconocido. Con ella podemos descender abismos, entender lo que, de otro modo, resultaría incomprensible. El saber necesita el testimonio vivo de la palabra histórica, del significado peculiar del habla de los pueblos. Ese lenguaje de la plaza pública y del mercado, de la lírica popular y del pensamiento compartido, es el objeto al que se dirige la retórica. Es decir, que la retórica no solo ha de ocuparse de la gramática, sino también de la dialéctica (que entonces era el modo de la filosofía). Y debe hacerlo para que la filosofía no se pierda en los laberintos que ella misma crea. A juicio de Vives, los pseudodialécticos incurrieron en la manía de hallar palabras y significados desligados del uso común. Ello supone un grave error filosófico. Pero también lo es servirse del modelo matemático de la lógica formal. La verdadera filosofía, que es “filosofía viva”, tiene que retener la fuerza expresiva del lenguaje materno, que es historia, filiación y lugar compartido. Esa es la apuesta del humanista valenciano. Una manera de hablar que no es ningún fin en sí misma, sino un medio auxiliar al servicio de todas las ciencias. Ese medio auxiliar no es un preparado de laboratorio (filosófico o teológico), sino un destilado del habla común. Se ha perdido mucho tiempo en la universidad de París con la sofistica. Este planteamiento influirá en Comenius y los lógicos ingleses de los siglos XVI y XVII, también en Francis Bacon, uno de los fundadores de la ciencia moderna. Y anticipa las teorías del segundo Wittgenstein sobre el lenguaje: el significado es el uso. Un uso abierto a la inteligencia de los pueblos, sus poetas y su historia.

Vives se encuentra en una de las bisagras de la historia. Es clásico y es moderno. La cultura gótica ha dejado la inteligencia exhausta. Demasiada hojarasca de vegetaciones superfluas, demasiadas fórmulas y letra muerta, demasiados mamotretos. Se hace necesaria una renovación, un regreso a la simplicidad original, a la naturaleza intramundana de las cosas. Ese primer momento, que ha anticipado Petrarca, tiene su representante en Erasmo. Vives lo conoce con solo 23 años. El holandés es ya un hombre maduro, reconocido en toda Europa. Será Erasmo quien le encargue los comentaros a la Ciudad de Dios (trabajo que suscitará recelos, por los escasos emolumentos que recibe). Con ambos se inicia la primera devoción moderna, que es humanista y todavía no entregada al universo-máquina. Tres años después de la muerte de Vives, Copérnico publica el tratado que abre la Revolución científica de Galileo, Kepler y Newton. Y una obra enciclopédica de Vives, De disciplinis, es precursora de la “Gran restauración” (Novum Organum) de Francis Bacon, publicada cien años después.

La diáspora de un sedentario

Ortega dijo de Vives que se limitó a “vivir, estudiar y escribir”. Una simplificación precipitada que corrige una reciente biografía de Villacañas (Taurus), que, al modo de Dilthey, rescata la vida sufrida y creativa del pensador valenciano. Se ha dicho también que fue el primer pensador moderno, algo que solo es cierto respecto a su teoría de las emociones. Vives vivió en un territorio fronterizo entre el norte y el sur, entre el mundo anglosajón y flamenco, y ese otro mundo, meridional, latino y sefardita. Una tierra de nadie, híbrida y fértil para la exploración filosófica. Su mirada combina la tradición hebrea, la antigüedad pagana y la realidad cristiana e imperial de sus días, con sus bondades y crueldades. Es consciente en todo momento de que su diáspora no es solo geográfica y que el lugar de dónde viene (filiación hebrea y educación escolástica) requiere una renovación. Su experiencia en la Sorbona le permite advertir la necesidad intelectual de su época: pasar página de la sofistería que campa en las universidades. Y para ello se apoya en Erasmo, el primer gran fugado de la prisión catedralicia.

Retrato del humanista Luis Vives en el Museo del Prado. Pictorial Press / Alamy / CORDON PRESS

Pero la diáspora de Vives, como la de Cervantes, es singular. Busca toda su vida un mecenas que le permita dedicarse a las letras. Procede de la cultura judeoconversa española, pero vive en Brujas, Lovaina y Oxford, huyendo de la tenaza de la Inquisición. Se conservan más de 600 páginas de cartas donde asoma el Vives más cercano y personal. También el prestigioso humanista, amigo de Erasmo y Budé, que se cartea con el papa y con los grandes monarcas europeos, Carlos V o Enrique VIII. Pionero de la pedagogía y precursor de Spinoza, su radiografía de las emociones es probablemente lo mejor que dejó escrito, así como algunas fábulas y comentarios a los Salmos, escritos con libertad y audacia. Jehová es lento para la ira y compasivo. Nadie resistiría su mirada si no estuviera atravesado de la misericordia. Lo divino sostiene la creación y es sensible a las artes, una fuerza renovadora que permite descargar el fardo de las ilusiones: “Oréame con un aliento de rectitud y una mente nueva”. Dios acompaña a la creación, no la abandona a su suerte. Esa itinerancia cósmica es la suya propia. Una vida errante que es, al mismo tiempo, sedentaria. Y que le obliga a ser foráneo allí donde se esté. Un no lugar que resulta una magnifica plataforma para el pensamiento.

Durante el siglo XV, Valencia vive un florecimiento económico y cultural, gracias al comercio con Italia. La ciudad es capital financiera de la monarquía hispánica y tiene una importante comunidad de conversos. Los sefarditas se dedican al comercio y sus productos recorren el Mediterráneo y Flandes. Vives pertenece a una de esas familias prósperas junto a los March, Satángel, Amorós o Valeriola, que viven en el corazón de la judería (inmediaciones de la calle del Mar). La ciudad amurallada está rodeada de huertas. Una tierra fértil que permite tres cosechas anuales. El año del nacimiento de Vives, 1492, está lleno de acontecimientos. Se pone la primera piedra de la nueva Lonja de la seda, orgullo del comercio de la ciudad. Isabel la Católica culmina la guerra que tantos esfuerzos y dineros le ha costado. Boabdil firma las Capitulaciones de Granada. La expedición de Colón desembarca en la isla antillana de Guanahani (hoy Bahamas), habitada por indios taínos. La corte de Castilla y Aragón prohíbe el judaísmo y decreta la expulsión de los judíos “para impedir que sigan influyendo en los cristianos nuevos”. (Habrá que esperar hasta el siglo XXI para que el Estado reconozca como españoles a los descendientes de aquellos judíos expulsados entre 1492 y 1498).

La casa de uno de sus familiares, Salvador Vives, acoge la última sinagoga de España. La Inquisición asalta la vivienda y descubre, tras un armario, un acceso secreto al tabernáculo. Vives tiene entonces ocho años. Se inicia un drama familiar que le acompañará toda la vida. Los dueños de la casa son quemados vivos. El padre y el abuelo de Vives, encarcelados. Un año antes, en 1499, se funda el Estudi General de València, en una casa con huertas y patios que será la primera sede de la Universidad de Valencia, en el actual Edificio de la Nave. Con 15 años, Vives ingresa en la nueva institución, que linda con su barrio. Pero la presión contra los conversos aumenta y al poco tiempo es enviado a París, la metrópoli más importante de la cristiandad, para estudiar en la Sorbona. Permanecerá cinco años y allí forjará su carácter adulto. Le pasa como a Francis Bacon un siglo después, la universidad le enseña lo que no se debe hacer con la filosofía: encerrarla en la cátedra, la sofistería y la dialéctica. Esa distancia con la escolástica empieza a forjar al humanista. Eso sí, aprende un latín digno de un senador romano. Cicerón será uno de sus modelos, también Erasmo, y la síntesis de helenismo, latinismo y judaísmo, su modus operandi.

La vida intelectual española le resulta oscurantista, sometida a hordas de monjes “que leen poco y entienden menos”. En París, las cosas no andan mejor. Aprende lógica terminista, pero la universidad le sigue pareciendo una “fortaleza de la ignorancia”. Será en París donde se haga adulto y forje su carácter, entre estudiantes vociferantes, arrogantes y malcriados. Vives, moderado en la risa y poco locuaz, serio y considerado, no encaja con la exuberancia emocional de sus paisanos. La opinión de su admirado Erasmo sobre los españoles tampoco ayuda. No solo aborrece la Inquisición, sino que sospecha de una nación “donde hay más judíos que cristianos”. Erasmo nunca se librará del todo de su antisemitismo. La admiración por el maestro y el temor a que sus cartas sean leídas por manos ajenas, hará que Vives lleve con suma discreción su filiación hebraica. Su padre es miembro de la élite comercial de Valencia, ocupa algún cargo civil y pertenece a una “casta” despreciada por los cristianos viejos. Cuando el filósofo tiene siete años, es detenido y posteriormente liberado, pero otros familiares no corren la misma suerte. Acabará siendo quemado en la hoguera en 1524. Y la Inquisición abrirá otro juicio contra su madre, profanando sus restos. Sus hermanas serán privadas de la herencia familiar. Vives mantendrá en secreto todas estas calamidades, lo que seguramente le producirá migrañas, resentimiento y cierta misantropía. Incluso en cartas a amigos cercanos como Cranevelt, nunca aparece la palabra Inquisición. “El enojo es el primer mordisco del mal y puede convertir al hombre en una bestia espantosa y cruel”, escribirá más tarde. Una actitud precursora de la “no resistencia directa al mal” de Spinoza. Al mal hay que dejarlo correr, torearlo. No hacerle frente de modo directo, para que no actualice su fuerza. Hay, además, razones prácticas. Ser hijo de un judío pseudoconverso ejecutado por la Inquisición puede afectar sus relaciones con los grandes de Europa. Vives solicitará pensiones a Enrique VIII, Carlos V, Tomás Moro, Catalina de Aragón o el Cardenal Wolsey.

De ese primer viaje ya no regresará. Rompe con todo lo que representa la universidad y nunca entrará en ella, a pesar del ofrecimiento de una cátedra en la Complutense (en eso también se parece a Spinoza). La universidad no es lugar para el libre pensamiento. En 1514 se instala en Brujas, entra en contacto con familias de comerciantes judíos, como los Valldaura, que han encontrado allí seguridad jurídica para sus bienes y están lejos del alcance de la Inquisición. Y se convierte en tutor de los hijos de la familia.

Brujas será su nueva patria, aunque residirá ocasionalmente en Lovaina y Oxford, donde imparte clases como profesor externo. En 1516 conoce a su admirado Erasmo, que está imbuido de un intenso desprecio por su época. De él aprenderá que la libertad hay que tomársela y que se pueden escribir cosas como que Cristo y sus apóstoles estaban literalmente locos. Erasmo le anima a tomar partido por la causa del humanismo y colocar el pensamiento fuera del alcance de las polémicas entre conventos y órdenes religiosas. También le ayuda a encontrar un nuevo puesto como tutor de Guillermo de Croy, un joven que acaba de ser nombrado arzobispo de Toledo. Pero Croy muere de sífilis al poco tiempo. En 1522 los turcos toman Rodas. Un año después rechaza la cátedra de Alcalá (todavía no se fía de las autoridades españolas) y busca la protección de Enrique VIII. Ese año llega a Inglaterra.

Mientras tanto, su padre sigue firme (y quizá algo terco) con la ritualidad judía. Y él, que se ha codeado con reyes y papas, no puede impedir que la Inquisición lo condene a la hoguera. En su carta al papa Adriano lamenta que Europa se esté rompiendo y añade: “Ante Dios no hay ni griego, ni judío, ni francés, ni español; cada uno renacido por Cristo para ser una nueva criatura”.

Pisoteado por la fortuna y desolado por el destino de su familia, consigue un puesto en la Universidad de Oxford, gracias a la ayuda de Catalina de Aragón. Vives enseñará allí dos años, con una interrupción de las clases debida a la peste. Dedica sus comentarios de San Agustín a Enrique VIII, y logra una pensión real y algunos privilegios comerciales. Presenta al monarca como al más cristiano de los reyes y apoya su alianza con el Emperador. A Catalina le dedica la Instrucción de la mujer cristiana y al cardenal Wolsey una traducción de Isócrates. No es feliz en Inglaterra. Londres le parece sucia y desagradable. Le desagrada el clima y la comida. Le inquieta el futuro y se encuentra constantemente destemplado e insomne. Vive recluido y sospecha que lo espían. La historia de Europa se tensa. Allí llegan noticias de los acontecimientos de Worms. Martín Lutero ha sido declarado hereje y desterrado, tras rehusar retractarse. Allí aparecen en 1526 las primeras biblias alemanas de Lutero y el primer Nuevo Testamento completo en inglés de Tyndale.

Páginas de la edición original del tratado teológico 'De veritate fedei christianae', de Luis Vives. Delstres / Heritage Images / HULTON ARCHIVE / Getty Images

Vives sigue cumpliendo tareas diplomáticas para Erasmo y sigue aspirando a cortesano. Su deseo de ejercer influencia en política se ve reforzado por su amistad con el canciller Tomás Moro (al que el poder transformará en un personaje siniestro). Su lectura de la historia es moral. Las guerras y los desastres son castigos divinos por los desórdenes emocionales de reyes y gobernantes. Con estas ideas, resulta evidente que no llegara a ostentar cargo alguno. La alianza de Inglaterra y Francia contra Carlos V, hace que el cardenal Wolsey prescinda de sus servicios (seguramente por la estrecha relación que Vives mantenía con la reina). En 1527 es elegido tutor de la Princesa María, lo que aumenta las sospechas de Wolsey de que espía para el Emperador. Al año siguiente, es sometido a un mes de arresto domiciliario. La reina Catalina le aconseja que abandone Inglaterra. Vives, que nunca ha tenido vocación de héroe, huye. Regresará una vez más, como consejero y abogado de la reina, a la que aconseja no tomar parte en el juicio sobre su matrimonio con Enrique VIII. Catalina interpreta ese consejo como deslealtad y se distancia de él. Abandona las islas amargado y arruinado. No volverá a ellas.

De Inglaterra se traerá la idea de que el Estado (y no la caridad de la Iglesia) es el que debe ocuparse de la asistencia social a pobres, ancianos, huérfanos e inválidos. Vives exigirá un sistema organizado de asistencia con oficiales financiados con dinero público. A su regreso a Brujas se casa con Margarita Valldaura. Un matrimonio arreglado con sus padres, costumbre que recomienda. El romanticismo en el amor le resulta ridículo y lo trata con un sarcasmo.

Tras el desastre inglés, Vives consigue un puesto como consejero de Mencía de Mendoza, esposa del duque de Nassau. La última década de la vida de Vives es la más creativa y sólida. En ella escribe sus tres obras fundamentales: De concordia y discordia (Brujas, 1529) y dos extensos tratados: Las disciplinas (Amberes, 1531) y El alma y la vida (1538). La escritura puede ser un buen refugio. Vives lo sabe y realiza esa inmersión tras su precipitado regreso de Inglaterra, emocionalmente consumido y angustiado por la falta de ingresos. Enrique VIII le ha retirado la pensión. Logra reponerse con una modesta pensión del emperador y como tutor de Mencía de Mendoza, esposa del duque de Nassau. Sus mayores logros como pensador brotan en estos años de pobreza, soledad y salud delicada, bajo la necesidad de un arreón final que justifique su vida.

Vives se concentra en el estudio de Séneca, cuya fama se debía a unas cuantas citas sacadas de contexto. Siente la incompatibilidad entre la idea estoica de la inmanencia de lo divino y la idea cristiana del pecado original y la trascendencia de Dios. Nunca logrará resolver esa tensión. Como la mayoría de los humanistas que siguen a Petrarca, Vives rechaza el ideal estoico de la ecuanimidad, apatheia, de sesgo oriental. Ese ideal es difícilmente conciliable con su agustinismo, la caída en el pecado y la abrumadora convicción de la corrupción del hombre (que ha perdido su humanidad por su orgulloso deseo de ser Dios).

Tras la muerte de Enrique de Nassau, los pleitos por la herencia enturbian su relación con Mencía de Mendoza, que regresa a España. Vives se queda de nuevo sin ingresos. Su salud se deteriora. Sufre de gota, cálculos renales y fiebre. Vigila su salud de forma obsesiva. Las úlceras de estómago desatan su obsesión con ciertos alimentos. Un estado mental que finalmente acaba con su vida. Muere sin cumplir los cincuenta. Los que le conocieron hablan de un hombre sereno y responsable, de una cultura mental pulcra y gran mansedumbre. Su lema lo certifica: “Sin querella”. No ha buscado pendencias, no ha sido frenético en la acción ni el pensamiento, ha preferido el sosiego y la paz. Deja este mundo sin enemigos y sin discípulos. Es enterrado en San Donaciano, la catedral de Brujas. Sobre la cruz del escudo asoma la estrella de David.

La idea moderna de que las emociones afectan a las actividades de la mente, de una inteligencia emocional, procede de Vives. También la idea de que educar consiste en “desencerrar el genio”, sacarlo de la lámpara en la que está atrapado, tanto biológica como psíquicamente. El objetivo de la educación es la realización del sí mismo, la actualización de la potencialidad del individuo. Ahora bien, esas potencialidades no siempre son las mismas y están repartidas de forma desigual entre los individuos, de modo que no es sostenible un método único de educación. Es importante ejercitar la memoria, pero también observar las diferencias de personalidad y las relaciones entre imaginación, juicio y pasión. Los capítulos sobre la memoria y el ingenio del libro segundo de El alma y la vida, así como todo el libro tercero sobre las emociones, constituyen una de las cimas de la psicología educativa.

Retrato del humanista

El último libro de las Disciplinas está dedicado a la vida y costumbres del humanista. Cada disciplina de conocimiento puede verse como un pozo. Conforme crece el empeño, aumenta la profundidad. En general, los expertos viven en las profundidades de minas que ellos mismos han cavado. Su horizonte de sucesos se encuentra cercado por su propio saber. El remedio a esta situación sería una “ignorancia enciclopédica”, donde la estrechez del pozo se transforma en la visión panorámica del vigía. A esa visión se consagra el humanista, que no pretende ser experto en nada, pero está obligado a saber de todo. Para ello, Vives aconseja no tener empacho de aprender de cualquiera, evitar la “pestífera lisonja” y la fama (por ser vana y hueca) y tener una mentalidad abierta.

Un humanista es un relacionista. Su destreza es metafórica, la asociación de esto con aquello, pues todas las disciplinas tienen entre sí “alguna coherencia o parentesco”. También debe tener algo del escéptico. “Afanoso del saber, jamás se le pasará por la cabeza haber llegado a la cumbre o al cabo de la erudición”. Y cita a Séneca aleccionando a Lucilio: “aprende mientras dure tu ignorancia”. La ignorancia es el primer factor que debe asumir toda forma de existencia. Y se debe estudiar toda la vida porque ese tesoro de ignorancia es inagotable.

Pero acontece que el estudiar y aprender puede producir la sensación de ventaja sobre los demás, acompañada de “grandes humos, tufos y copetes”. El seguidor de la sabiduría debe tener siempre presente las palabras de Pablo de Tarso: “La ciencia hincha, la caridad edifica” y no dejarse arrastrar por la arrogancia. Para ello debe pasar revista a todas las cosas que ignora e imitar a Sócrates, que pregonaba que ni él ni ningún otro sabía cosa alguna. El experto es aquel que no atiende a este tesoro, que no sabe ni siquiera que existe.

Las lenguas no son sino voces. La retórica y la dialéctica son los instrumentos de las ciencias, no ciencias propiamente dichas. La mejor maestra es la Naturaleza. El saber descansa en cuatro factores: ingenio, juicio, memoria y estudio. Los tres primeros son dones divinos, no hay mérito alguno en poseerlos. ¿Qué queda que sea personal? El propio esfuerzo y dedicación. No ha de consagrarse el humanista al estudio por el mero goce o recreo, para interpretar las fábulas poéticas o seducir a oyentes y lectores. El objetivo final del humanista es la búsqueda de sí mismo. “Es cosa ridícula que quien no se conoce a sí mismo se meta a escudriñar lo ajeno”. Ese conocimiento interior es tan importante porque el saber no se confía a cualquiera, sino solo a los pechos libres (y nunca a quien ansía el poder, la fama o el dinero). El saber se “insinúa” al hombre libre. Estamos lejos de Francis Bacon, que se rige por la ecuación saber igual a poder. El humanista, cuando instruye al príncipe o al poderoso, debe cuidarse de esos corazones embriagados por la fortuna, ya que, en general, “no podrá reformarlos, por ser ásperos y refractarios a toda medicina”.

Vives y Erasmo comparten muchas ideas. La esencia de la moral cristiana no descansa en la reclusión monástica, la vida sacramental, el ascetismo severo o el sacrificio heroico. Para ser un buen cristiano, no es necesario imitar los sufrimientos y humillaciones del crucificado. Ambos ven en la Reforma una amenaza para la unidad cristiana y una nueva excusa para proseguir con las viejas disputas teológicas. Ambos admiran la Antigüedad, pero se distancias de escolásticos y humanistas paganizantes, así como de cualquier forma de sectarismo unilateral, ya sea de la Reforma o de la Contrarreforma. Y, aunque a ninguno les gustan los monjes, no dicen nada contra el monacato o los votos. solo en su correspondencia privada se permiten criticar algunos puntos de la ortodoxia. Los comentarios de Vives a San Agustín (un encargo de Erasmo) recibirán duras críticas de los teólogos de Lovaina y serán incluidos en el Índice de la Inquisición.

La dinámica de las emociones

Relacionar las emociones con la fisiología y el lenguaje fue una de las innovaciones de Vives. “El corazón es el origen de los espíritus animales, el cerebro su taller”. “El genio está siempre mezclado con la locura”. “El calor excesivo lleva a la enajenación, el frío a la necedad”. Tenía una conciencia muy clara de que la diversidad de los temperamentos humanos convertía cualquier intento de clasificación en un fracaso. Advierte un nexo profundo entre la mente y el habla. “El lenguaje es un signo del alma”. “El objetivo de la retórica no es complacer al público sino retener su atención”. Y se asoma a ciertos vértigos orientales cuando afirma que “es posible soñar que estamos soñando”.

Platón pensaba que las emociones se originaban en la parte irracional del alma. Vives se distancia de este planteamiento y defiende las emociones positivas como la ternura o la compasión. Recomienda olvidarse de los estoicos, “que intentaron convertir en piedras a los seres humanos” y considera que las emociones no son, como pensaban los antiguos, pura pasividad (“pasiones”). Pueden ser activadas, compensadas y reguladas, siempre que se conozca su dinámica interna. Tampoco las emociones son fenómenos aislados, cada una tiene su propio contexto y lugar de aparición. En ellas influye el paisaje, histórico o cultural. “Los etíopes no se avergüenzan de ser negros ni los pigmeos de ser bajos”. Todos estos factores hacen apabullante la variedad de las almas y los temperamentos. Las emociones no informan de la realidad en sí misma, sino del modo en que se percibe. Demócrito reía ante las insensateces del hombre, Heráclito lloraba por sus miserias.

Pero lo más innovador es que concede a las emociones una función epistemológica. Las emociones son formas de conocimiento y participan del juicio. Antes se pensaba que solo lo enturbiaban, Vives propone que pueden afinarlo y que, de un modo u otro, la inteligencia es siempre emocional. “El deseo sin pensamiento es ciego, pero el pensamiento sin deseo quedaría petrificado”. La envidia puede tergiversar el juicio y el deseo egoísta deformar su objeto, pero el amor puede hacer el juicio penetrante y desatar vislumbres. Vives reconoce la complejidad del asunto. Las relaciones entre pensamiento, emoción y fisiología son complejas, quizá insondables.

Busto de Luis Vives en Brujas, Bélgica.MDart / Alamy / CORDON PRESS

El análisis del dinamismo propio de las emociones es otra de las innovaciones de Vives. Los mercaderes tienden a la avaricia, los reyes a la crueldad, los académicos al orgullo. Pero las emociones no son buenas o malas en sí mismas. El orgullo puede ser una emoción positiva: ayuda a reconocer la excelencia de nuestro origen y destino espiritual. La ira puede ayudar a defendernos de estúpidos y malvados. El miedo es la imaginación de un mal que se aproxima. La alegría es el placer de la mente, la percepción de un bien que está presente. La única emoción completamente negativa es la envidia.

Buscamos emociones. Eso es lo que hacemos cuando vamos a un concierto o al teatro, cuando nos enamoramos o viajamos, cuando ascendemos una montaña o nos adentramos en un bosque. La dinámica de las emociones puede compararse a las olas o el fuego. Como las olas, tienen una cresta y un receso. Como el fuego, se elevan hasta su punto álgido y luego se extinguen. Algunas emociones causan otras. El orgullo causa la envidia, el miedo la suspicacia, el deseo los celos, el odio la crueldad. Hay emociones que neutralizan otras. El amor genuino hace imposible los celos. Algunas emociones se disfrazan de otras: el resentimiento de indignación, el odio de envidia. Las emociones, además, pueden controlarse, fomentarse, apaciguarse. Vives no propone un método, pero da algunas pitas: las personas cegadas por la pasión del amor deberían ser tratadas con dosis de codicia, ambición, miedo o indignación. Pero, para que la cura sea efectiva, debe incluir también un tratamiento fisiológico.

El amor

El amor es la fuente de todas las emociones, incluso del odio. Se odia lo que actúa contra lo que amamos. Se podría decir que este universo, movido por la tensión de los contrarios, lo único que no tiene contrario es el amor. Todas las emociones son efectos o manifestaciones del amor. De ahí que tengan, como los colores, diversísimas gradaciones. Desde el amor al bien, al deseo sexual, pasando por el cariño, el respeto, el amor filial y el temor (que es una forma religiosa del amor).

Las filiaciones del amor resultan interminables y el papel del amor en el universo es el más activo y decisivo. Es la más fuerte y poderosa de las emociones. Todas estas ideas tienen su fuente en el Banquete de Platón, y brillantes exponentes: Agustín de Hipona y Tomás de Aquino. Vives bebe en abundancia de ellos y reformula, en tres capítulos, su visión del amor. “La voluntad es la soberana que controla el alma, pero el amor es el soberano de la voluntad”. En este sentido, “somos similares al Creador”. El contacto favorece el amor (en esto Vives es menos platónico), el encuentro con los amigos, el vino y los perfumes, la seda, el dinero… Pero el deseo es solo “un fraude del amor” (aquí vuelve a ser platónico). Un trampantojo, un señuelo, una trampa. Una falsificación, necesaria, por otro lado, para mantener la marcha del mundo. Descartes matizará las connotaciones del deseo. Su característica principal es que “mira hacia el futuro”. El deseo nos hurta el presente. Es un señuelo que distrae la atención. De ahí que sea inalcanzable, como el arco iris. Tomás de Aquino, que seguramente no fue un experto en el placer de la posesión sexual, sugirió que el deseo es el anhelo de algo distante, aunque esté presente. Una idea magnífica.

Vives identifica el deseo con el amor egoísta y reserva el término amor para la amistad, esa “benevolencia recíproca” que solo se da “entre las mejores personas” (Aristóteles). Algo que evita Descartes, más maduro, al reconocer en toda amistad una tensión erótica y rechazar la distinción entre el amor concupiscente y la amistad. Para el francés, deseo y benevolencia son efectos inseparables del amor. Vives reconoce que amor de los padres a los hijos, uno de los ejemplos clásicos de amor no egoísta, procede del amor a sí mismo.

El deseo le parece un tipo de amor que convierte a los otros en objetos. “El que ama la belleza de una mujer lo hace igual que ama el sabor de un vino o la fuerza de un caballo”. Se trata de un amor lleno de ansiedades: irritante, impúdico, arrogante y sospechoso. Asediado por rivalidades y envidias, con tendencia a la adulación y la hipocresía. Pero la cosa no queda ahí. Vives conoce a Ficino (quizá a través de Pico y León Hebreo) y asume algunos de sus postulados sobre el amor. Para el florentino, el amor de Dios hacia el hombre y el amor del hombre hacia Dios forman parte integral del orden cósmico. Se puede decir que ese amor estructura (como la gravedad) el universo. Y cualquiera de las formas de amor que campan en el orden natural proceden del amor original del Dios por las criaturas, de esa atracción. El amor no solo es el gran misterio, sino que “nos creó, nos perfeccionó y nos hace felices”. La belleza creada es reflejo del amor, y a su vez remite a la belleza divina. Platón vuelve a estar presente. “La belleza divina es la causa del amor verdadero”. De ahí que el amor tenga efectos maravillosos y sea capaz de transformar la diversidad en la unidad, une todo lo que toca y refuerza la confianza.

Aires del norte, el odio, la ira y otras emociones

El exilio permitió a Vives conocer otros temperamentos y otras formas de vida, más organizadas y cooperativas. De origen meridional, acaba siendo un humanista norteño. Nunca mostró deseos de conocer Italia y de los humanistas prefiere a Erasmo y Budé, que a toda la caterva de “Ermolaos, Picos, y Policianos”. Las gentes del sur le parecen incapaces de gobernarse a sí mismas, superficiales, inconstantes y poco fiables; mientras que los nórdicos son más leales y perseverantes. Reconoce en los meridionales una mayor capacidad para experimentar la alegría y una resistencia natural a las formas más profundas del odio. Son capaces de amar con más vehemencia, aunque eso los hace más irascibles, mientras que los nórdicos son más vulnerables a la melancolía y la tristeza.

La experiencia internacional de Vives le confirió una formación antropológica que no es posible encontrar en la España de su tiempo. Vivir en Brujas, Lovaina y Oxford, ha fomentado en él un sentimiento profundo de la relatividad de los valores, los gustos y las opiniones. Hablar otras lenguas también. Cada lengua lleva encriptado un código moral particular, que se expresa en el refranero y, de forma más sutil, en la sintaxis y los vocabularios. Y no solo las culturas. Cada profesión y cada edad tiene su propio perfil emocional. Vives aparece en su obra como un hombre serio, moderado y de cierto rigor moral. Las emociones intensas son “agitaciones lóbregas” y pueden convertirse en pozos o precipicios.

Un último apunte. Son significativas sus palabras sobre la tiranía de la imaginación. Una tendencia particular a imaginar lo peor le acompañó siempre. La paz y el control emocional son asuntos vinculados. Y es más optimista que Spinoza o Schopenhauer ante la posibilidad de que el conocimiento pueda controlar la pasión, o que la representación pueda con la voluntad. Las emociones no son juicios, pero implican juicios. Ahí es donde está la actualidad de Vives. No lo dice, pero se deduce de su planteamiento. Los conflictos en un mundo dominado por la técnica, son conflictos pasionales y emocionales. Y quien conoce bien las pasiones y sabe reorientarlas no es el ingeniero, sino el humanista, que es el experto en la cultura mental que moldea la imaginación. De ahí que las humanidades, con toda su carga emocional, tengan un papel fundamental en el proyecto divino de la creación.

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