‘Descampados’: el territorio mítico de la periferia de los colchones viejos y las litronas semihundidas
En un gran libro que contiene ensayo, crónica, memorias, viajes, aforismos, reflexión filosófica y periodismo de opinión, Manuel Calderón configura este no-lugar transido de memoria, ruinas, clase obrera y tardes huecas de domingo
Está la España de las piscinas y su reverso de clase: la España del toldo verde. Ahora, quizá sin pretenderlo, Manuel Calderón ha configurado otro territorio mítico, más dislocado y vaporoso aún: la España del descampado. Ese territorio indómito y moral de la periferia. Un no-lugar para la nada transido de memoria, ruinas, clase obrera y tardes huecas de domingo. Un paraíso perdido de la libertad infantil donde florecían amapolas, espigas y margaritas seriadas, ladrillos y casc...
Está la España de las piscinas y su reverso de clase: la España del toldo verde. Ahora, quizá sin pretenderlo, Manuel Calderón ha configurado otro territorio mítico, más dislocado y vaporoso aún: la España del descampado. Ese territorio indómito y moral de la periferia. Un no-lugar para la nada transido de memoria, ruinas, clase obrera y tardes huecas de domingo. Un paraíso perdido de la libertad infantil donde florecían amapolas, espigas y margaritas seriadas, ladrillos y cascotes, colchones viejos, sillones despanzurrados, litronas semihundidas, alguna jeringuilla y muchos condones. Una tierra salvaje sin autoridad donde jugar los niños, follar los jóvenes, ladrar los perros o añorar los viejos. Las afueras, el suburbio, la periferia: una coordenada geográfica, económica y sentimental. El descampado: barbecho urbano. Vacío ontológico, tan precario en su desnudez. Un espacio acechado hoy por urbanizaciones, polígonos o centros comerciales; pero sobre todo, por la ley, la administración y el olvido. Una tierra de polvo y charcos donde abrevaban los emigrantes venidos de aquel otro patio trasero opacado de luz: el pueblo, la España rural. Como esa familia que una mañana de septiembre de 1970 llegó a Barcelona después de una noche en el vagón de primera. Que llegó con la maleta a cuestas y dispuesta a dejar su pasado en el andén antes de coger un taxi para llegar a sus nuevos dominios: el extrarradio de la ciudad.
Así comienza esta obra singular, más europea que hispánica en su forma. Un gran libro que contiene ensayo, crónica, memorias, viajes, aforismos injertados, reflexión filosófica y mucho periodismo de opinión. La no ficción total. Unas páginas que igual esconden el vuelo liviano y certero del haiku camuflado como destellos poéticos amerados de barroco. Que toman la metáfora espacial del descampado para narrar el verdadero tema del libro: el paso del tiempo. Tiempo suspendido, eterno, proustiano. Tiempo elástico con música de Serrat, tebeos de Hazañas Bélicas y gotelé en la pared. Tiempo de bares y billares, de teléfono sin prefijo. De una madre que procedía de Peñarroya-Pueblonuevo del Terrible. De un padre metalúrgico que olía a óxido. Ese tiempo pasado que nunca se va del todo para Manuel Calderón, quien confiesa que siempre se ha sentido incómodo con el futuro. Más todavía hoy, a los 65 años, convencido de que se ha derrumbado el único mundo que importa: el de cada cual.
El autor admite resbalar en cierta escritura agria, resabiada y pendenciera en las páginas políticas sobre Cataluña
El libro es un festín cultural. Un mapa muy personal de referencias artísticas para este periodista autor de tres novelas —Bach para pobres, El hombre inacabado y El músico del gulag—. Es también un atlas de afinidades electivas cercanas al espíritu del descampado. Albert Camus en las afueras de Argel. El cadáver de Pasolini en un descampado de Ostia. El cielo sobre Berlín de Wim Wenders. El desierto afectivo de Pedro Páramo o Si te dicen que caí. La poesía desnuda de Gil de Biedma o Claudio Rodríguez. La sequedad solariega de Lowry y su volcán. La literatura de los escombros de Hermann Kasack. El aliento melancólico de las pinturas de Hopper o del Ladrón de bicicletas. Pero hay mucho más. La música de los Carpenters o Jimmy Hendrix. La pureza fotográfica de Cartier-Bresson. El periodismo de Norman Mailer y su combate periférico Ali-Foreman. El racionalismo extremo de la arquitectura RDA. Kundera y la dictadura del corazón. Kertész y la libertad que huele a cadáver. O filósofos, muchos filósofos como Lukácks, Habermas o Elias Canetti, con su Masa y poder en el trasfondo del procés.
Precisamente las páginas políticas sobre Cataluña son las que más se desvían de esa idea tan original del descampado. El autor admite resbalar en cierta escritura agria, resabiada y pendenciera en esos pasajes. Así es. Ese descenso al descampado político catalán, que él ve lleno de basura inmunda y rencor tras haber dejado Barcelona y haberse marchado a vivir a Madrid, resta vuelo literario al libro, le amputa profundidad y atenúa su ambiciosa complejidad. Sin embargo, prefiero quedarme con la luminosidad de su arranque. Con la sensibilidad de su mirada. Con la verdad que rezuma el libro. Prefiero, ante todo, quedarme con el acierto de la estructura fragmentaria, tan de Sebald, con sus excursos y digresiones culturales componiendo pequeñas teselas —o mejor: uniendo los cristales rotos— de este descampado de palabras y papel en el que Manuel Calderón ha volcado tantos enseres de su memoria.
Rescata una frase de Ernst Bloch: “El que sueña no se encuentra nunca atado al pasado”. Soñar hacia atrás o soñar hacia delante: esa fue la dicotomía para tantas familias de la España rural que emigraron a la vera de los descampados urbanos. De Madrid, de Barcelona, de València, de Bilbao. Aquel progreso que en España se llamó desarrollismo y que, en palabras de Calderón, fue “como imprimir velocidad a un pesimismo cultivado por siglos”. En ese juego de espejos que es el paso del tiempo, la pérdida de raíces rurales y su particular mirada sobre el charneguismo, el autor escribe: “Soñar no cuesta nada, pero es peligroso. Solo algunos acaban atrapados en esa ficción y al final pronuncian la milagrosa palabra: estoy plenamente integrado. Extraña anomalía la del hombre que traspasa una frontera mental. La peor”.
Subraya Manuel Calderón que un paisaje es un punto de vista. Es la elección del lugar desde donde se mira. Él ha escrito estas páginas desde el descampado más libre y eterno: la infancia. Desde allí ha compuesto estas Variaciones Goldberg sobre ese otro descampado, a veces inhóspito, otras melancólico y casi siempre ignoto que es la vida.
Descampados
Tusquets, 2023
288 páginas, 19 euros
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