Psicodelia: un mundo alucinante que revela fenómenos de profundo interés filosófico
Los tratamientos han confirmado la eficacia terapéutica y transformadora de sustancias psicoactivas como el LSD y el THC, pero el debate sobre su relación con la conciencia apenas acaba de comenzar
El debate filosófico en torno a los psicodélicos apenas acaba de comenzar. En los años cincuenta del pasado siglo la investigación con sustancias psicoactivas vivió su época dorada. Pero la guerra de Vietnam y ciertos acontecimientos desafortunados de la contracultura de los sesenta acabaron por convertir el tema en tabú. La administración Nixon cortó por lo sano, dejó de financiar y prohibió estas líneas de investigación. Hubo que esperar a comienzos del siglo XXI para que se reactivara el uso controlado de sustancias p...
El debate filosófico en torno a los psicodélicos apenas acaba de comenzar. En los años cincuenta del pasado siglo la investigación con sustancias psicoactivas vivió su época dorada. Pero la guerra de Vietnam y ciertos acontecimientos desafortunados de la contracultura de los sesenta acabaron por convertir el tema en tabú. La administración Nixon cortó por lo sano, dejó de financiar y prohibió estas líneas de investigación. Hubo que esperar a comienzos del siglo XXI para que se reactivara el uso controlado de sustancias psicoactivas, en terapias asociadas con enfermedades terminales, trastornos de ansiedad, depresión, angustia psicosocial, adicción y estrés postraumático. Los tratamientos han confirmado la eficacia terapéutica y transformadora de estas sustancias. Incluso en voluntarios sanos se han constatado beneficios psicológicos importantes y prolongados. Algunos pacientes relatan experiencias de disolución del ego, superación de las limitaciones del espacio y el tiempo: sensación de que el tiempo se ralentiza o se detiene, la impresión de pertenencia a una conciencia cósmica y la experiencia, jubilosa y abrumadora, de unicidad con la totalidad del universo. Otros van más allá y hablan de una intuición genuina: la experiencia directa de Bien primordial de la existencia. Lo divino no está “ahí fuera”, en algún lugar, sino que está dentro de uno mismo. Por decirlo en términos de Alan Watts, la verdad no es algo que se conoce, sino algo que se es. Se es el amor, se es todas las cosas. Un tipo de experiencia cercana a algunos de los estados de la meditación budista y que ponen en entredicho la cosmovisión materialista, según la cual la conciencia no es el fundamento del cosmos, sino un invitado tardío, prescindible y ocasional, a la fiesta de la evolución. Desde la perspectiva fisicalista, las pretensiones místicas de los sujetos psicodélicos no serían más que alucinaciones metafísicas e ilusorias de una actividad cerebral aberrante. Sea como fuere, la ciencia psicodélica revela fenómenos de profundo interés filosófico. Aldous Huxley veía en las revelaciones psicodélicas las “antípodas de la mente”. Una región prometedora para la investigación científica rigurosa. Para Stanislav Grof las nuevas sustancias eran como los telescopios de los astrónomos y los microscopios de los biólogos: herramientas poderosas para cartografiar la mente, que no se puede comprender descomponiéndola (no admite metafísicas de cirujano), sino que requiere de una aproximación experiencial.
Historia de la ciencia psicodélica
La psiconáutica moderna comenzó en 1897. Ese año el químico alemán Arthur Heffter aisló la mescalina, el principio activo del peyote. Le seguirían el descubrimiento de la psilocibina en 1927 por el banquero y micólogo Gordon Wasson y su esposa la pediatra rusa Valentina Pavlova (los primeros occidentales que participaron en rituales celebrados por María Sabina), el del LSD por Albert Hofmann en 1938 y, en 1964 el químico sefardí Raphael Mechoulam sintetizó el principio activo del cannabis, el THC. Posteriormente se descubriría que el cuerpo humano produce de forma natural cannabinoides que regulan el estado de ánimo, el dolor y la memoria. El MDMA fue sintetizado por Alexander Shulgin en 1976. Induce experiencias de empatía, compasión, proximidad emocional, no es de extrañar su éxito para la psique atomizada de hoy (una era “conectada” que nos ha desunido y aislado). Shulgin y sus colaboradores desarrollaron una escala destinada a clasificar los efectos de las diversas sustancias y sus experiencias con centenares de drogas constituyen una valiosa fuente de información para psiconautas. Desde entonces la investigación de los estados holotrópicos (experiencias de totalidad) ha permitido cuestionar algunos supuestos básicos de la psiquiatría. La meditación sedente o en movimiento, los ejercicios respiratorios, el ayuno, la privación de sueño y el uso de psicodélicos son los métodos más poderosos para inducir experiencias de unicidad. Existe una evidencia abrumadora de que la conciencia no es un producto del cerebro humano. Si bien el cerebro tiene que ver con la conciencia, en modo alguno la genera. Todas estas experiencias confirman que no estamos encapsulados en la piel (Watts) y que no somos conscientes de la totalidad de nuestro ser y que en nuestra experiencia cotidiana nos encontramos circunscritos a una fracción muy limitada de nuestra capacidad perceptiva y experiencial.
Walter Pahnke realizó un experimento, hoy legendario, un Viernes Santo en la capilla de Harvard. Dio a la mitad de los participantes psilocibina y a la otra mitad placebo. Ni los participantes, ni los guías sabían qué había recibido cada cual. Pahnke elaboró un cuestionario para calibrar la experiencia mística, donde el participante debía evaluar sus propias experiencias: la experiencia de unidad (interna o externa), la trascendencia del espacio y el tiempo, la sensación de objetividad y realidad, la suspensión de condicionamientos lingüísticos…
Un momento decisivo en toda esta historia fue el descubrimiento accidental del químico Albert Hofmann de los potentes efectos psicodélicos del LSD 25, extraído del cornezuelo del centeno (un hongo parasitario de este y otros cereales). En 1956 la farmacéutica suiza Sandoz envía a la Facultad de medicina de Praga una caja llena de ampollas con una carta explicando su contenido. La carta indica que, en microdosis, la sustancia puede inducir una “psicosis experimental” similar a la “psicosis real”. La farmacéutica pide a los médicos que trabajen con la sustancia y les ofrezcan feedback. La carta también sugiere que el LSD puede ayudar a la formación de psicólogos y psiquiatras, que podrán pasar un breve lapso de tiempo sumergidos en el mundo de sus pacientes y así, comprenderlos mejor. Poco tiempo después empieza a reconocerse la similitud entre los efectos del LDS y la mescalina, principio activo del peyote, cactus utilizado en las ceremonias rituales de chamanes mexicanos, así como el hongo sagrado psilocybe, la “carne de Dios” (teonanácatl), utilizado por los indios de Oaxaca.
Stanislav Grof, un joven médico checo interesado en el psicoanálisis y decepcionado con la ciencia freudiana (muchas horas de terapia para escasos resultados), se ofrece como voluntario para probar la nueva sustancia psicotrópica. Se le administran 150 microgramos y se le expone a una intensa luz estroboscópica (en busca de las llamadas ondas cerebrales). El propio Grof ha contado la experiencia. En un primer momento, dominada por la visión de bellos fractales y visiones de arabescos y patrones caleidoscópicos. En una segunda fase, el joven médico penetra en su propia historia personal y puede establecer conexiones inéditas. Entre la segunda y la tercera hora se tumba y le colocan unos electrodos. Siente una explosión de luz (debido al foco estroboscópico) que asocia con la explosión atómica de Hiroshima. “En ese momento mi conciencia es catapultada fuera de mi cuerpo, pierdo la conexión con la sala del experimento, el asistente y la clínica, con Praga y después con el planeta”. Tiene la sensación de que la conciencia carece de fronteras. “Me convertí en todo lo que es, en la totalidad de la existencia”. Experimenta, con los ojos cerrados, un despliegue de visiones cósmicas. A continuación, el asistente reduce la luz. “Mi conciencia volvió a contraerse: volví a conectar con el planeta, con la sala y finalmente con mi cuerpo. Se me hizo claro que lo que me habían enseñado en la Universidad, que la conciencia es un producto de procesos neurofisiológicos del cerebro, no era verdad”. Desde aquella experiencia, Grof se dedica al estudio de estos estados no ordinarios de conciencia. En este punto hay que hacer una matización. Cuando Grof dice conciencia, debería decir mente. No hay estados “ampliados de conciencia”, porque sencillamente la conciencia no es algo que pueda ampliarse (no es espacial), pero sí puede hablarse de estados ampliados de la mente. La conciencia, tampoco es “mía” o de nadie. Carece de ego. La mente sí, cada cual participa de la suya. La mente puede participar en un mayor o menor grado de la conciencia y, cuando esa participación se amplía, entonces se tiene esa sensación de “ser todas las cosas” y de que el mundo de la conciencia carece de límites. Pero esto ocurre siempre desde una mente particular. Este tipo de experiencias, como otras resultado de la práctica de la meditación, llevarán a la fundación de la llamada “psicología transpersonal”. Pero esta nueva disciplina sigue confundiendo conciencia y mente, de ahí que su curso haya sido más o menos errático, aunque apunte en la buena dirección.
A principios del siglo XX la psicología y la psiquiatría están dominadas por el conductismo y el psicoanálisis. Para desligarse de esas tendencias, Abraham Maslow funda la llamada psicología humanista. William James, directamente abandona el campo para dedicarse a la filosofía. Inspirados en su libro Las variedades de la experiencia religiosa, un grupo de investigadores se reúnen en Palo Alto con el objeto de distanciarse de la psicología académica. Entre ellos está el propio Maslow, Viktor Frankl y Stanislav Grof. Todos están de acuerdo en que la espiritualidad no puede reducirse a mera superstición o a pensamiento mágico primitivo. Todos están interesados en estados ampliados de la mente y en las llamadas experiencias de totalidad. Se interesan por las practicas chamánicas, la antropología, el budismo y el hinduismo, el taoísmo, el sufismo y las terapias psicodélicas y holotrópicas (mediante la respiración, la música y el trabajo corporal). Algunos acusan a la escuela naciente de acientífica, de refugio de estafadores y cantamañanas. No andan descaminados. Hay muchos impostores, pero, al mismo tiempo, el movimiento es una impugnación en toda regla de la cosmología moderna. Lo que ha sido enterrado de forma precipitada siempre acaba regresando. Tanto la psicología oficial como la transpersonal se equivocan al creer que hay una química de la conciencia. Hay química en el cerebro. Pero el cerebro no produce la conciencia, la filtra. Si cambias el filtro, cambiará la experiencia. Ciertas sustancias desactivan inhibidores, abren vías, pero todo ello no afecta a la conciencia. Simplemente modifica el modo en que la mente experimenta la conciencia.
Psicología transpersonal
Lo transpersonal no es posible sin lo personal. Y lo personal es el ego. Todos tenemos nuestra cuota de ego. De hecho, el ego es fundamental para la vida. Lo que llamamos vida no es posible sin el ego. Si uno quiere liberarse del ego (algo en principio imposible) debe tener un ego fuerte. Un ego débil es dependiente y la dependencia es lo opuesto de la libertad. El que quiera trascender el ego partiendo de un ego débil o enfermizo sólo incrementará sus propios delirios. Pero, si bien la vida requiere del ego, un exceso de ego resulta exasperante. Ese el llamado cansancio ontológico. Borges lo expresó así: “La peor pesadilla para mí, sería ser Borges por toda la eternidad”. El olvido de sí es una necesidad. Por eso leemos novelas, vemos películas o nos enamoramos. Para olvidarnos de nosotros mismos. Liberarse momentáneamente del ego, además, nos libera de la muerte. Sin ego no hay muerte (tampoco hay vida). La vida requiere cierta sensación de realidad ontológica. Eso es el ego, un sentimiento de identidad. Pero ese sentimiento es inestable, queda en suspenso en sueños, en la experiencia artística, cuando meditamos o contemplamos intensamente un árbol. O cuando estamos dispuestos a dar la vida por algo. Pero todas esas acciones, paradójicamente, requieren un ego.
¿Y dónde radica la persona? La persona no es la mente, ni el ego, ni el cuerpo, ni el inconsciente. La persona es el diálogo de todo ello con la conciencia, de la que participa. Esa es la compleja urdimbre con la que hemos de lidiar. Reducir la persona al cuerpo, a su ego o a su mente, resulta inaceptable. Y en esa línea trabajan los enemigos de la libertad. Quien muere con la muerte es un tipo particular de estas relaciones. Un ejército móvil de asociaciones, un hábito, extendido en el tiempo, y en proceso de transformación.
La experiencia psicodélica muestra una enorme variabilidad entre individuos. No se trata de una experiencia farmacológica, en la que una misma dosis de una sustancia produce los mismos efectos en diversos individuos, sino que se entiende mejor como un Instrumento de observación, un microscopio de la mente, que permite ver aspectos que antes estaban ocultos (o no pasaban el filtro). El psicotrópico intensifica, profundiza, ralentiza y dilata ciertos aspectos de la mente. De ahí que produzcan fenómenos de “emergencia espiritual” o “crisis de apertura”. Funciona como una ampliadora fotográfica y un “líquidos de contraste”. Se parece a la cámara de burbujas que utilizan los físicos de partículas.
La obsesión y el genio occidental ha consistido en cambiar el mundo exterior, en adaptarlo a nuestras necesidades. Para ello ha hecho falta una metafísica de la objetividad, del dentro-fuera. Las sustancias psicoactivas parecen desmentir la distinguibilidad entre sujeto y objeto. William James utilizo el óxido nitroso, Huxley la mescalina, Grof el LSD. No somos egos solitarios aislados por una pared carnosa. Para saber qué son estas sustancias, una dialéctica negativa puede ayudarnos. No son narcóticos, ni intoxicantes, ni analgésicos. Más bien, como dice Alan Watts, son llaves bioquímicas que nos abren a una nueva sensibilidad, a experiencias nuevas y transformadoras. Muestran, en definitiva, que la reflexión filosófica no puede desvincularse de la imaginación poética y de la textura danzante del mundo. Desmienten la falsa creencia de que los árboles están hechos de madera y las montañas de piedras. Tanto el árbol como la montaña son cualidades, conjuntos de impresiones, no sujetos materiales. Si queremos ser de verdad empíricos, la materia no puede ser sujeto, sólo cualidad, impresión, experiencia. Los efectos de estas sustancias tienden a ser bastante similares: neutralizan procesos inhibitorios o selectivos del sistema nervioso, dejando la sensibilidad en un estado mayor de apertura. Sería inexacto llamarlos alucinógenos, puesto que no producen visiones con los ojos abiertos ni hacen oír voces. Los efectos son muy complejos, tanto de contacto con la propia historia personal como de interacción con el entorno. Su función principal es agudizar la sensibilidad hasta un grado supranormal. La experiencia dura entre cinco y ocho horas y resulta tan profundamente reveladora y emocionante que digerirla puede llevar meses. El LSD 25, dada la mínima dosis requerida, es el menos tóxico de todos. Raras veces produce las náuseas que acompañan en ocasiones al peyote y la psilocybe. No tiene nada que ver con el sopor del opio o la ceguera del borracho. Al contrario, supone una aventura de la percepción, creativa y positiva, a la altura de la dignidad de la mente y abierta a la profundidad de lo real. El mundo que aparece bajo sus efectos es un mundo más vivo e intenso que el habitual, pero no puede considerarse una revelación impecable, ni un mundo más verdadero que el de la experiencia común. En ese otro mundo somos como el viajero en un país extraño. Todo sorprende y conmueve. El péndulo de la emoción oscila con mayor amplitud, de lo terrible a lo dichoso, de lo abrumador a lo sereno. Ninguna de estas experiencias puede llamarse alucinación, salvo cuando se experimentan visiones con los ojos cerrados (como en sueños). Esa es mi experiencia. Las cosas se muestran con mayor gracia y brillo. La rapidez del pensamiento o la agilidad de las asociaciones, ya sea vinculando elementos de la propia historia personal o percepciones del mundo exterior, resulta asombrosa y desconcertante. Seguir su ritmo es agotador, de ahí que la experiencia tenga que limitarse en el tiempo. Como apunta Watts: “Las imágenes que aparecen ante los ojos cerrados no son sólo quimeras sino modelos y escenas tan intensas y autónomas que incluso parecen estar físicamente presentes.” Pero esas imágenes tienen, al menos desde mi perspectiva, mucho menos interés que la impresión transformada que uno tiene del mundo y la velocidad en la asociación de las ideas. La vida es movimiento, pero esa agitación, esa danza, sucede libremente. Nada nos puede asustar pues nada sucede a nadie. Como sospechaban los budistas, no hay egos sustanciales. El ego es un rizo, una reverberación, un saber del saber, un miedo del miedo, una alegría de la alegría. La propia identidad de cada cual se siente como algo muy viejo y, al mismo tiempo, muy poco familiar. Se advierte que el ego es el disfraz necesario para el juego de la vida y el amor. Una máscara, imprescindible para el deseo, que es el motor de la existencia. Constatar esa insustancialidad es más gozoso que terrorífico. Nadie está más loco que aquel que se muestra constantemente cuerdo y atado al sentido común, siempre a la defensiva, custodiando un tesoro, el de su propia identidad, que al fin y a la postre resulta intercambiable.
Seguimos sin saber de qué está hecho el universo. Shakespeare sugirió que del mismo material del que están hechos los sueños, los sufíes que de imaginación. Para la visión moderna, esencialmente fisicalista, de materia y energía. Los filósofos hindúes creen que el mundo está hecho de percepción y deseo. Esta última versión es la que mejor conecta con lo que el LSD nos dice de la mente. El ácido lisérgico reduce la frontera del ego, creando una mayor conexión con el universo. Esa es la razón por la que es un buen remedio contra las cefaleas y la depresión (que es una forma de aislamiento, de ensimismamiento psíquico). Además, pone en contacto con la propia historia personal, con el itinerario cósmico que nos ha llevado al presente. La investigación con psicodélicos podría ayudar a la psiquiatría y la psicología convencionales a salir de laberinto en el que se hayan desde hace ya casi un siglo (tan perdida estuvo que William James, fundador de la psicología moderna, abandonó la disciplina por la filosofía). Permitirá una nueva comprensión de los trastornos emocionales, de la vida ritual y espiritual, de la violencia y la codicia humanas, de la sexualidad, la creación artística y la experiencia de la muerte.
Sueños de ácido. Historia social del LSD
Traducción de Luis González Castro
Página Indómita, 2023
528 páginas, 34,90 euros
Filosofía de la psicodelia
Traducción de Daniel McNamara
Bauplan Books, 2022
312 páginas, 22 euros
El camino del psiconauta
Traducción de David González Raga
Kairós, 2022
424 páginas, 25 euros
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