Preguntando por Saul (Goodman)
Una sensación de rampante orfandad y desconsuelo, una sensación de pérdida es precisamente lo que me ha ocurrido con ‘Better Call Saul’, la obra maestra de Vince Gilligan y Peter Gould que he terminado de ver
Nunca había experimentado con una serie televisiva esa sensación de rampante orfandad y desconsuelo que tenemos los lectores cuando se nos acaba el libro que nos había enganchado durante días o semanas. Volver a lo cotidiano (incluyendo la bronca política) sin que la inmersión en universos literarios haya conseguido cambiarlo es la gran limitación de la literatura cuando uno se pregunta inútilmente para qué sirve; bastante es que, durante un periodo variable nos haya dado la impresión de que somos algo más que lo que nos revelan la fisiología y la “realidad”. Y, sin embargo, esa sensación de p...
1. Orfandad
Nunca había experimentado con una serie televisiva esa sensación de rampante orfandad y desconsuelo que tenemos los lectores cuando se nos acaba el libro que nos había enganchado durante días o semanas. Volver a lo cotidiano (incluyendo la bronca política) sin que la inmersión en universos literarios haya conseguido cambiarlo es la gran limitación de la literatura cuando uno se pregunta inútilmente para qué sirve; bastante es que, durante un periodo variable nos haya dado la impresión de que somos algo más que lo que nos revelan la fisiología y la “realidad”. Y, sin embargo, esa sensación de pérdida es precisamente lo que me ha ocurrido con Better Call Saul (BCS), la obra maestra de Vince Gilligan y Peter Gould que he terminado de ver, en plan maratón, en casa de unos amigos en Middlebury, Vermont, cuando las escuelas de verano han terminado su periodo lectivo y en el campus queda solo el verde del césped recién cortado y el gris de los edificios, pero ya no se ven seres humanos que arruinen el bucólico paisaje. Esa compleja historia de bandidos, traficantes y abogados cómplices, a la vez precuela y secuela de la nada despreciable Breaking Bad, me ha parecido un ejemplo perfecto de la utilización del flash back y el flash forward para contar los vaivenes de una historia que, como si fuera una máquina del tiempo, nunca acaba de revelar todo lo que lleva dentro. Un final feliz, decía Orson Welles, depende de dónde se decida parar la historia. Y un final perfecto es aquel en el que, sea o no feliz, las piezas encajan perfectamente al tiempo que dejan entrever que más abajo hay otra “figura en la alfombra”, como diría Henry James, que es la que se teje en la mente del espectador. No se trata de dejar nada en fárfara, sin punto final, sino de sugerir todo lo que encierra la mal llamada y excluyente banalidad del mal. Y esto es lo que ocurre con BCS, una narración apoyada en un plantel de extraordinarios actores primarios y secundarios. Desde el triple Jekyll-Hyde (que interpreta el genial Bob Odenkirk primero en el papel de Jimmy McGill y luego de Saul Goodman y de Gene Takavic, el alias que escoge en su empleo-tapadera de encargado de una franquicia de pastelillos de canela) hasta la increíble Rhea Seehorn, en el personaje de Kim Wexler, a la vez cómplice y conciencia moral de Saul, todos los actores merecerían una estatuilla; y no me quiero olvidar del taciturno, despiadado y tierno expolicía —y ahora sicario y conseguidor— Mike Ehrmantraut, interpretado por Jonathan Banks. Si tienen ocasión de verla (supongo que la repondrán pronto en España, donde la última temporada se ha emitido en julio y agosto con poca audiencia), no se la pierdan.
2. Escritores en paro
Por lo demás, inmerso en la enorme burbuja de un college a la que llegan pocos ruidos exteriores —pero los hay: explotación de mano de obra mexicana de origen ilegal, creciente apoyo a Trump (Farmers for Trump) entre los granjeros, escasez de empleo y, a la vez, de personal—, me dedico a llenar parte de mis ocios con lecturas que encuentro en las atiborradas librerías de viejo de casi cualquier pueblo, por pequeño que sea. He encontrado, en un almacén de libros usados, un ejemplar de la primera edición del libro Misisipi (1938) editado por el Federal Writers Project, el célebre programa del new deal que daba trabajo durante la Depresión a los escritores en paro, y en el que colaboraron, entre muchos otros (más de 10.000), gentes como John Cheever, Zora Neale Hurston, Jim Thompson, Saul Bellow, Ralph Ellison o Nelson Algren. Los libros usados son el único artículo que todavía es barato en este dividido país, pero, fetichista como soy, lo que me decidió definitivamente a comprarlo fue la descripción de la casa de Faulkner en Oxford (hoy propiedad de la Universidad de Misisipi) en la que se afirma que el escritor todavía vivía allí (en 1938). Respecto a ese programa de reciclaje progresista para autores en dificultades (apoyado por algunas de las más prestigiosas compañías de la edición estadounidense: Viking, Random, Alfred K. Knopf), llama la atención el rigor y la falta de prejuicios raciales de esas guías de viaje, quizás las más exhaustivas y completas que se hayan realizado en EE UU. Por supuesto, los republicanos se opusieron al proyecto, tanto entonces como cuando, a raíz del desastre laboral causado por la covid entre el gremio, nuevas voces hablaron de resucitarlo.
3. Berzelius
En 1935, mientras en Europa la bestia parda se burlaba de Versalles rearmándose para la guerra, y las leyes de Núremberg anunciaban a quien no estuviera ciego la proximidad del Holocausto, Sinclair Lewis publicaba It Can’t Happen Here, una novela que, al amparo del interés público por la literatura social, consiguió estremecer la conciencia de la parte progresista de Estados Unidos. Eso no puede pasar aquí (edición española en Antonio Machado, 2013; traducción de Amaya Bozal) es una distopía en la que se narra, siguiendo de lejos el modelo hitleriano, el ascenso de Berzelius Windrip, un demagogo populista dispuesto a acabar con los derechos de los ciudadanos y con la Constitución. La novela de Lewis experimentó otro gran momento editorial durante el mandato de Trump, pero no ha parado ahí. Ahora, cuando la división social y el enfrentamiento entre los políticos y, sobre todo, entre sus bases sociales han llegado a extremos de agresividad e intransigencia que no se veían desde el macartismo (censuras de libros en algunas bibliotecas escolares, prohibición de coloquios en torno a raza, género y desigualdad, supresión o recorte de libertades individuales, cloacas para ocultar desmanes trumpistas), la actualidad de la novela es evidente. Pero nosotros, tranquilos: aquí nada de eso puede pasar.
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