1922, el año de la revolución cultural
Firmados por James Joyce, T. S. Eliot, Ludwig Wittgenstein o Virginia Woolf, algunos de los libros que cambiaron el rumbo de la novela, la poesía y la filosofía modernas se publicaron hace exactamente un siglo
“¿Quién pregunta, por ejemplo, si la Crítica de la razón pura fue escrita en el año mil setecientos tantos o en el mil setecientos cuántos?”. Así respondía Ludwig Wittgenstein a Bertrand Russell cuando, en 1920, se enteró de que habían rechazado una vez más publicar su ...
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“¿Quién pregunta, por ejemplo, si la Crítica de la razón pura fue escrita en el año mil setecientos tantos o en el mil setecientos cuántos?”. Así respondía Ludwig Wittgenstein a Bertrand Russell cuando, en 1920, se enteró de que habían rechazado una vez más publicar su Tractatus logico-philosophicus. Tenía 32 años y estaba convencido del valor de su obra: “Creo que he solucionado definitivamente nuestros problemas”. Se refería nada menos que a los problemas que la filosofía arrastraba desde hacía siglos. Por eso no le importaba si el libro aparecía “20 o 100 años” después. Lo que no estaba dispuesto era a pagarse él la edición: “Escribirlo ha sido asunto mío; asunto del mundo es ahora aceptarlo por la vía usual”. El dinero, por supuesto, no era un problema: Wittgenstein pertenecía a una de las familias más ricas de Europa. El problema era, lo dijo él mismo, su propia “arrogancia” y la convicción de que la comunidad filosófica no estaría a la altura de esas escasas 100 páginas. Entre los que no comprenderían nada estaban los catedráticos de universidad en general y, dolorosamente para él, uno en particular: su admirado Gottlob Frege, gran pope de la lógica matemática. “No entiende ni una palabra de mi trabajo y ya estoy agotado de darle explicaciones”, escribió en otra carta.
Listo para su publicación desde 1918, el Tractatus vería la luz en el otoño de 1921 como parte de la revista Anales de filosofía de la naturaleza. Llevaba el título en alemán y un prólogo del propio Russell en el que lo calificaba de “acontecimiento” que “ningún filósofo serio” podría “permitirse descuidar” desde entonces. El pensador británico era uno de los intelectuales más famosos de Europa y había aprovechado su fama para conseguir que el texto de su amigo viera la luz. Para entonces su autor había decidido abandonar toda carrera académica para trabajar como jardinero en un convento cercano a Viena. Aunque su mentor en Cambridge había hecho caso a sus desabridas instrucciones —”renuncio a hacer más gestiones para su publicación (…) puedes hacer con él lo que quieras”—, Wittgenstein no dudó en tachar la edición de “pirata” y al editor de “archicharlatán”. No obstante, asumió la versión bilingüe publicada en Londres en 1922 y ya con el título en latín de ecos spinozianos propuesto por otro eminente colega: George E. Moore. Lo hizo, poniendo pegas a la traducción, desde su nuevo puesto de maestro infantil en la aldea de Trattenbach, no lejos de la frontera húngara. Allí empezó a redactar un Vocabulario para escuelas primarias que sería su único libro publicado en vida junto al Tractatus, que ese mismo curso fue objeto de un seminario en la Universidad de Viena y en cinco años estaba traducido al chino.
Estas obras cristalizan tras la guerra, nacen de crisis personales y escenifican otra batalla: la del lenguaje
Los avatares editoriales de la ópera prima de Wittgenstein demuestran el azar de los números redondos. Puede que en el futuro nadie se pregunte si se publicó en esta o aquella década del siglo XX, pero lo cierto es que su aparición en forma de libro convirtió 1922 en el annus mirabilis de la cultura occidental. Ese año vieron también la luz sendas obras que revolucionaron la novela y la poesía: Ulises, de James Joyce, y La tierra baldía, de T. S. Eliot. ¿Qué tienen en común? Que todas cristalizan tras la Primera Guerra Mundial, nacen de crisis personales, expresan la desintegración del plácido “mundo de ayer” y escenifican que la guerra seguía, por otros medios, en un particular campo de batalla: el lenguaje.
“Las gentes volvían mudas del campo de batalla”, escribió Walter Benjamin. “No enriquecidas, sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable”. Los mejores augurios económicos, físicos, morales y políticos habían saltado por los aires a manos de la inflación, el hambre, la tiranía y la guerra de trincheras. “Una generación que había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos se encontró indefensa en un paisaje en el que todo menos las nubes habían cambiado, y en cuyo centro, en un campo de fuerzas, de explosiones y corrientes destructoras, estaba el mínimo, quebradizo cuerpo humano”. Lo sucedido entre 1914 y 1918 había trasladado a toda la actividad intelectual la impotencia expresada una década antes por Hugo von Hofmannsthal en su famosa Carta de Lord Chandos: “Mi caso es, en resumen, el siguiente: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa”. Una atmósfera parecida fue la que, en el mismo año 22, dio lugar en lengua española a un libro tan radical como Trilce, de César Vallejo. Mientras tanto, al otro lado del espectro estético, el premio Nobel recaía en Jacinto Benavente “por la feliz manera en que ha continuado las tradiciones ilustres del drama español”.
Ludwig Wittgenstein, que redactó el esquema de su Tractatus como voluntario en el frente polaco, sostenía que solo entendería su libro quien hubiera pensado alguna vez por su cuenta los mismos o parecidos pensamientos que en él se expresan. A saber, que lo que puede ser dicho puede decirse con claridad y de lo que no se puede hablar hay que callar. Si Kant había tratado de mostrar los límites de la capacidad humana de conocer, él había intentado enunciar con claridad qué cosas pueden decirse con sentido. Convencido de la relación entre la estructura de la realidad y la estructura del lenguaje, consideraba que el análisis riguroso de este reduciría la filosofía a crítica lingüística. El resto —ética, estética, psicología, religión— caería del lado de la especulación, la intuición, el pseudosaber. Lo inexpresable, por supuesto, existe, pero no se expresa: se muestra. “Es lo místico”, escribe.
El ‘Ulises’de Joyce sometió a la Odisea a un ejercicio de sublimación, parodia, desmontaje y condensación
Wittgenstein estaba tan seguro de la trascendencia de su obra como James Joyce de la suya. De la trascendencia y de la exigencia. Es famosa la boutade del irlandés de que la había escrito para tener entretenidos a los especialistas durante 300 años. Para ello, tomó la más clásica de las historias clásicas —la Odisea— y la sometió a un ejercicio de sublimación, parodia, desmontaje y condensación. Los 10 años de vuelta a casa del héroe homérico vagando de isla en isla quedaron en Ulises reducidos a un solo día (el 16 de junio de 1904) y a una sola ciudad (Dublín).
Mediante diálogos, monólogos, narraciones al estilo tradicional, chistes, citas yuxtapuestas, eslóganes publicitarios, meditaciones profundas y descripciones rijosas, la novela narra las peripecias y pensamientos de Stephen Dedalus, Leopold Bloom y Marion (Molly) Bloom, esposa del último. Por si quedaba alguna duda de que los tres protagonistas eran su particular versión de Telémaco, Ulises y Penélope, Joyce envió a dos amigos sendos esquemas con las equivalencias entre su obra y la de Homero: los títulos implícitos de los episodios, las horas en las que tienen lugar, las técnicas literarias empleadas en cada uno, así como su relación con partes del cuerpo humano, artes, ciencias y símbolos. Así, la isla de Calipso sería la casa de los Bloom; la isla de Circe, un burdel; el estrecho de Escila y Caribdis, la Biblioteca Nacional, o el país de los Cíclopes, una taberna.
Con ‘El cuarto de Jacob’, Woolf empezó a borrar en 1922 los límites entre acción, lirismo y pensamiento
No es casualidad que otro gran iconoclasta, el padre del arte contemporáneo, Marcel Duchamp, trabajara entre 1915 y 1923 en una obra interpretada en ocasiones como una particular versión de la resistencia de Penélope: La novia desnudada por los pretendientes (El gran vidrio). Si las artes plásticas empezaban a prescindir del lienzo y el mármol para incorporar materiales tan efímeros y frágiles como el ser humano, la literatura acusaba la crisis del realismo tradicional. El mundo había saltado en pedazos y nadie podría cantar ya —ni ingenuamente ni con una sola voz— las bondades de su armonía. El primer sospechoso en toda novela de misterio empezaba a ser la lengua en la que estaba escrita. ¿No es una gran metáfora que la obra de Duchamp ―un cristal de casi tres metros― se partiera por la mitad durante un traslado?
Cuando Virginia Woolf publicó la clásica Noche y día (1919) después de buscar con la audaz Fin de viaje (1915) “un tumulto vital tan variado y desordenado como fuera posible”, Katherine Mansfield lanzó un juicio cortante: “Pensábamos que este mundo había desaparecido para siempre, que era imposible encontrarlo en el gran océano de la literatura, un barco inconsciente de lo que había pasado. Sin embargo, aquí tenemos Noche y día, fresca, nueva, exquisita, una novela dentro de la tradición inglesa. En medio de nuestra admiración, hace que nos sintamos antiguos y nos deja fríos: ¡nunca hubiéramos pensado que volveríamos a mirarlo!”. Woolf publicó El cuarto de Jacob en el icónico 1922 y ya no dejaría de enlazar cumbres de la literatura moderna como La señora Dalloway, Al faro, Orlando o Las olas hasta borrar los límites entre acción, lirismo y pensamiento sin pasar estrictamente por los géneros que los acogían tradicionalmente: la novela, la poesía y el ensayo.
Ya han pasado 100 de los 300 años de entretenimiento hermenéutico anunciados por Joyce, que terminó arrepintiéndose de los esquemas homéricos que acompañan desde hace décadas muchas ediciones de Ulises. Uno de los primeros y más célebres lectores de la novela, cuando aún era una obra en marcha, fue el poeta T. S. Eliot, que reconoció su propio error de llenar de notas explicativas otro libro revolucionario de 1922: La tierra baldía. Al tiempo que pedían que sus textos se leyeran de forma autónoma, al margen incluso de la realidad que aparentemente reflejan, tanto el novelista como el poeta apelaban sin quererlo más a los estudiosos que a los lectores. “Varios críticos”, dijo años después el propio Eliot, “me han hecho el honor de interpretar el poema en términos de crítica al mundo contemporáneo (…). Para mí supuso solo el alivio de una personal y totalmente insignificante queja contra la vida; no es más que un trozo de rítmico lamento”.
Crisis nerviosas, mitos celtas, la búsqueda del Grial, Dante y Shakespeare gravitan en sus versos en un ambiente enloquecidamente urbano. Paradójicamente, el mismo Ezra Pound que llegó a fechar el fin de la era cristiana el día en que Joyce puso punto final al Ulises, podó La tierra baldía de los elementos joycianos más evidentes sin eliminar el armazón mítico que le adeuda. También suprimió los arrebatos más confesionales y subrayó, con sus supresiones, la multitud de registros que entran en escena para tratar de alcanzar un imposible equivalente al cubismo pictórico. No en vano, el primer título que manejó Eliot era He Do the Police In Different Voices (Hace de policía con distintas voces). Por supuesto, en una obra llena de citas, el título también lo era: de la novela Nuestro común amigo, de Charles Dickens.
T. S. Eliot ganó el Premio Nobel de Literatura en 1948. Su fama e influencia como poeta, crítico y editor fue tal que llegó a pronunciar una conferencia en Minnesota ante 14.000 personas. Durante décadas la poesía occidental se escribió con él o contra él. A veces, al mismo tiempo, porque con los Cuatro cuartetos (1943) rebajó radicalmente sus impulsos vanguardistas en busca de la síntesis entre lírica y pensamiento. También Wittgenstein tuvo tiempo de reformular sus ideas en la teoría de los juegos de lenguaje. Ni la filosofía analítica ni la obra de escritores como Thomas Bernhard, Peter Handke o Ingeborg Bachmann sería igual sin su influencia.
En 1993 Derek Jarman filmó la película Wittgenstein con Karl Johnson (futuro Catón en la serie Roma) en el papel del filósofo, Michael Gough en el de Bertrand Russell y Tilda Swinton en el de Ottoline Morrell, amiga de este. El guion, en el que participó Terry Eagleton, alterna rigor y humor para resumir con una parábola los dos sistemas del pensador vienés: en su afán por reducir el mundo a la lógica pura, un hombre crea un mundo sin imperfecciones ni indeterminaciones, una extensión de hielo blanco y brillante. Cuando se decide a explorar el mundo que ha creado, da un paso y cae de espaldas. No había contado con la fricción. El hielo era liso, llano y sin manchas, pero no se podía caminar sobre él.
James Joyce no dio marcha atrás y dobló la apuesta de Ulises con Finnegans Wake (1939). En un volumen de Lecciones de literatura universal coordinado por Jordi Llovet, el traductor de Joyce al catalán, Joaquim Mallafrè, resumía así la aportación del escritor irlandés: “A las puertas de la cultura audiovisual, nos encontramos con el que tal vez sea el último gran momento de la galaxia Gutenberg. Pero también porque la cultura visual es oral antes que escrita, descubrimos en Joyce el primer gran juego de voces y palabras, humanamente eterno e innovador”. El arte hegemónico de hoy debe más a Duchamp que la literatura hegemónica a Joyce porque su herencia ―otro mundo de hielo a veces― se ha ido asumiendo fragmentariamente. Solo ha pasado un siglo. La novela tiene dos por delante para ponerse a su altura.
Interpretar un mundo nuevo
¿Abril es el mes más cruel o el más cruel de los meses? Se diría que traducir poesía, en este caso la de T. S. Eliot, es siempre una actividad de riesgo, pero el nivel de complejidad y precisión de la filosofía de Wittgenstein o de la narrativa de Joyce y Virginia Woolf hace que verter su obra a otro idioma sea un ejercicio de pura creación. Solo con sus ilustres traductores podría llenarse un tomo de la historia de las letras en español. Aunque Enrique Tierno Galván tradujo el Tractatus en 1957 para la Revista de Occidente, han sido el fallecido Jacobo Muñoz y, sobre todo, Isidoro Reguera, los que más energías han dedicado a traducir y difundir su obra en el ámbito de la lengua española. Por su parte, al poeta y filósofo José María Valverde se deben algunas de las versiones más difundidas tanto de La tierra baldía como de Ulises. Esta última verá de nuevo la luz en enero revisada por Andreu Jaume, que, a su vez, cuenta con su propia versión del poema de Eliot, autor vertido al castellano por una larga lista de poetas reconocidos como León Felipe, Jaime Gil de Biedma, Claudio Rodríguez, José Emilio Pacheco, Juan Malpartida o Jordi Doce. Finalmente, si el nombre de Virginia Woolf siempre estará asociado a las traducciones de Jorge Luis Borges, María Kodama, Olivia de Miguel o Justo Navarro, el de Joyce lo está a las del citado Valverde, José Salas Subirats, Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas, Marcelo Zabaloy, Guillermo Cabrera Infante o Dámaso Alonso. En unas semanas, poco antes del famoso 2 del 2 del 22 en que vio la luz el Ulises, Páginas de Espuma publicará un tomo con los cuentos y prosas breves del irlandés a cargo de Diego Garrido, que en su introducción recuerda que Joyce significa para Irlanda lo que Dante para Italia o Cervantes para España. Esos son hoy sus compañeros de canon
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