En el principio era Tureck
Las comparaciones entre los pianistas Glenn Gould y Rosalyn Tureck, dos de los intérpretes más excepcionales de Bach, han sido constantes. Allí donde el canadiense era dramático y excesivo, la estadounidense era cerebral y contenida
Recuerdo bien la primera vez que la escuché. En casa de un amigo que tenía tocadiscos. “Esto me suena como Gould” —le dije—. “No, no” —me respondió— “Gould es el que suena como ella”. En aquel momento no le di importancia, pero conforme escuché más a Gould volví con frecuencia al Bach de Rosalyn Tureck. Como contó Paul Elie en Reinventing Bach, Gould escuchó a la pianista en directo por primera vez a los dieciséis años. Turec...
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Recuerdo bien la primera vez que la escuché. En casa de un amigo que tenía tocadiscos. “Esto me suena como Gould” —le dije—. “No, no” —me respondió— “Gould es el que suena como ella”. En aquel momento no le di importancia, pero conforme escuché más a Gould volví con frecuencia al Bach de Rosalyn Tureck. Como contó Paul Elie en Reinventing Bach, Gould escuchó a la pianista en directo por primera vez a los dieciséis años. Tureck estaba de gira por Canadá a finales de 1948 y en enero de 1949 tocó en unos almacenes de lujo del centro de Toronto la tercera suite del Pequeño libro de órgano y unas transcripciones de dos corales hechas por ella misma. Gould describió el concierto como una revelación, aunque en realidad llevaba tiempo escuchando obsesivamente los discos de la pianista. Gracias a aquellas grabaciones —dijo— se sintió menos solo en su batalla por un Bach transparente y puro. Conocía a otros pianistas (Landowska, Hess), pero la técnica de Tureck era otra cosa, con su articulación clara, sus tempi, sus dinámicas, sus precisos adornos “y una sensación de paz” —diría luego— “que nada tenía que ver con la languidez, sino con una rectitud moral en el sentido litúrgico”.
Gould era propenso a la grandilocuencia religiosa, pero por mucho que la calificaran de “suma sacerdotisa de Bach”, Tureck era mucho más fría espiritualmente. El fervor de Gould era dramático, excesivo, casi paródico; la devoción de Tureck era cerebral y contenida y, por tanto, más severa. Como Gould, Tureck también era una gran comunicadora, pero nada propensa a numeritos excéntricos (véase en la red lo seria que explica la relación entre una fuga de Bach y el dodecafonismo de Schönberg). La pianista también parecía ausente cuando tocaba, transportada a otra dimensión, pero no hacía aspavientos. Experimentó un trance decisivo en su vida, pero hasta donde sé, no lo describió como una iluminación divina, sino como una aventura de Alicia. Fue tocando un preludio y fuga de El clave bien temperado (en la menor, libro I, BWV 865) cuando de repente captó la estructura profunda y la técnica necesaria para revelarla: “perdí el sentido de la conciencia y de mí misma. Por un momento dejé de existir y volví al cabo de un intervalo que, pensé, había durado veinte minutos pero que en realidad apenas fue de veinte segundos”. Cuando tocó la exposición de la fuga a su profesora, la señora Samaroff, le felicitó, pero le dijo que era imposible mantener esa técnica durante toda la ejecución de una obra. Tureck no hizo caso y decidió perfeccionar su técnica: “Había entrado a través de una pequeña puerta en un vasto y luminoso territorio sin límite, verde, fértil […] ya no podía retroceder al mundo conocido […] así que atravesé aquella pequeña puerta y nunca volví atrás”.
Su enfoque analítico —apunta Elie— reemplazó el Bach de preguerra, lento y de aire romántico, por otro más ágil y de líneas claras. Su estilo contrapuntístico se calificó de mecánico, como el de una pianola, pero Tureck sabía lo que hacía. Pocos pianistas —dijo Benjamin Ivry— interpretaron a Bach “con un fraseo tan deliberadamente marcado, como si estuviera intentando que ciertas notas atravesaran directamente el cráneo de los oyentes hasta sus cerebros”.
Tureck conocía los tratados de interpretación históricos que orientan a los intérpretes de música antigua, pero su ejecución se basaba más en la estructuración “de relaciones armónicas, contrapuntísticas y rítmicas” que había diseñado el compositor. Visto así, no es raro que en el verano de ese mismo 1949 tomara lecciones de Schönberg en California, y las pagara a casi 200 dólares, mucho más que ningún otro estudiante de aquel exiliado. Tureck admiraba extraordinariamente al compositor y planeó grabar las Piezas para piano op. 11 y op. 19, pero nunca llegó a hacerlo.
A todo esto: Tureck nació en Chicago en 1913 en una familia de emigrantes judíos rusos. Su abuelo era un cantante famoso de Kiev (que hacía giras en carruajes tirados por ocho caballos blancos) y sus padres le animaron a tocar el piano desde muy pequeña. Estudió con Jan Chiapusso, un pianista medio holandés medio italiano, nacido en Java, que le descubrió el gamelán y le animó a dedicarse a Bach. Otra profesora suya, Shopia Brillant-Liven, le cambió la vida cuando la llevó a un concierto de Léon Theremin y se quedó fascinada con aquel sonido de otro mundo que —dirá luego— “resultaba mucho más abstracto que el de ningún teclado eléctrico”. A los dieciséis años se fue a New York a estudiar con Olga Samaroff-Stokowski en la Juilliard School y en la prueba de acceso tocó de memoria los 48 preludios y fugas de Bach. Luego obtuvo una beca para estudiar instrumentos electrónicos y su debut en el Carnegie Hall, en 1932, no fue con un piano, sino con un theremin.
Dedicarse a Bach no parecía la mejor forma de que una jovencita virtuosa se labrara una carrera, pero Tureck ignoró esas convenciones y, aunque se lucía con Rachmaninov o Liszt, se concentró totalmente en Bach. En 1935 se dijo que era demasiado cerebral y falta de emoción, pero en 1937 empezó a dar conciertos donde tocaba completas las Variaciones Goldberg. Al principio la crítica musical también la calificó de intelectual y distante, o incluso como un producto típico de una era mecánica, algo que ella siempre negó (la fidelidad a la forma de una obra —dijo— no excluye distintas opciones de ejecución. Finalmente, en 1944, la crítica cayó rendida después de que tocara tres veces las Goldberg: “la pianista” —se dijo en The Times— “imprime a cada variación un carácter tan específico, con tal brío y vitalidad, que el oyente tiene la impresión de escuchar al propio Bach tocarlas al clave”. En noviembre de 1947 (poco antes de que Gould la oyera en Canadá) dejó sin palabras al público del Tom Hall de New York tocando la tercera de las Suites inglesas y algunos preludios y fugas de El clave bien temperado. Tureck también tocó el clave, y conocía los enfoques históricos de Bach, pero le interesaba el Bach abstracto que permitía la electrónica. Para ella, dijo también Benjamin Ivry, es “la composición de la música, y no el instrumento en el que es tocada, lo que da autenticidad a una interpretación de Bach”.
Como señala también Elie, su sobriedad no era algo ajeno al espíritu de los tiempos y guarda parecido a la “severidad estilizada de Beckett o de Giacometti, una reducción de la obra a su esquelética esencia”. Tureck, hay que recordarlo, hizo por la música contemporánea más de lo que se cree: defendió los instrumentos electrónicos de innovadores como Robert Moog (que le regaló uno de sus sintetizadores) y durante veinte años desarrolló con Hugo Benioff un piano electrónico. Fundó Composer Today, una asociación que trataba de poner en contacto a intérpretes y creadores, gracias a la cual se estrenó alguna obra de Messiaen en New York, o música electrónica de Vladimir Ussachevsky. En 1952 Tureck dio el primer concierto en Estados Unidos con cinta y música electrónica.
A Tureck le encantaba tratarse con científicos, como Otto Loewi, Nobel y precursor de la neurobiología, el Nobel de química Florenz Michaels, o el biofísico Isidor Isaac Rabi, otro Nobel que —como recordaba Ivry— además de discutir con ella sobre resonancia magnética le enseñó a tocar el peine musical de 20 púas. Tureck también llegó a conocer a Mandelbrot y le interesó la relación de los fractales con la música, pero en los años noventa protestó enérgicamente contra algunos análisis que, según ella, no tenían “nada que ver con los procesos de pensamiento y de composición de Bach”. Trató al filósofo Ernest Nagel, con el que discutió un montón sobre filosofía, “aunque no aceptaba en absoluto las ideas de su grupo, que lideraba Carnap”. También trató al célebre Isaiah Berlin, con el que mantuvo un gran amistad; le encantaba el crítico Lionell Trilling y trató toda la vida a su compañero de instituto Saul Bellow. Tuvo por amiga a una poeta única, excepcional, Elizabeth Bishop, que en 1947 invitó a Robert Lowell a asistir al concierto del Town Hall para escuchar “a la mejor intérprete de Bach que existe”. Bishop prestó su clave a Tureck, y antes de un viaje —muy de ella— le regaló una brújula.
Tureck pasó parte de su vida en Europa quizás porque había más público devoto de Bach. Se mudó a Londres en 1957 y creó un grupo instrumental. En 1966 fundó la International Bach Society y el Tureck Bach Institute y dos años después el Institute of Bach Studies. En 1977 celebró su vuelta temporal a Nueva York con un concierto en el que tocó las Goldberg dos veces, al clave y al piano. Era una gran conferenciante y dio clases en el conservatorio de Philadelphia, en la Juilliard, en las universidades de Columbia y Maryland, y en distintos colleges de Oxford. Fue la primera mujer en dirigir la New York Philarmonic y la Philarmonia Orchestra de Londres. En 1998 grabó las Goldberg para el sello DG, que luego recuperó su primera versión, la de 1953 (en el libro de Elie se recogen listas detalladas de su discografía).
Supongo que los apóstoles de Gould podrían encontrar razones para enojarse con Tureck. Aunque el canadiense la elogió, a finales de los noventa Tureck declaró que le consideraba un pianista de talento y brillante “pero sus idiosincrasias eran resultado de un deseo desesperado por hacerse notar” y eso —afirmó— “es totalmente inaceptable: la interpretación idiosincrática no tiene nada que ver con el arte”. “Tomó muchísimo de mí. Al escuchar sus discos me oigo tocar a mí misma, porque era la única en el mundo que realizaba esos adornos” —dijo también. Como recuerda Kevin Bazzana, alguien recuerda “haber oído a Gould, en torno a los veinte años, demostrar por qué su interpretación de Bach era superior a la de la grabación realizada por ‘una de las mejores intérpretes de Bach de la época’. ¿Se trataba de Tureck? ¿Acaso no nos hallamos ante un caso de asesinato simbólico de la madre?”. Tureck tenía fama de estricta, y su ironía podía ser mordaz. Cuando Gould murió de hemorragia cerebral a los cincuenta años, declaró que no le extrañaba tanto, “teniendo en cuenta lo tensa que era su forma de tocar…”. Podría haber dicho algo un poco más amable sobre un pianista malogrado, pero de fama mundial, más acelerado que ella, sí, pero fascinado por el mismo mundo que a Tureck se le reveló atravesando una pequeña puerta. Pudo ser un poco más cariñosa, aunque es cierto: a veces Gould llevó todo al extremo. Por eso no es extraño que, cuando no se puede seguir su ritmo y se necesite algo más sereno, al final siempre se acabe volviendo a Tureck.
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