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MARÍA CORINA MACHADO
Tribuna
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María Corina y el “desmenticidio” de una Nación

Aun cuando el cambio político formal no se haya consumado, algo fundamental se ha roto en la estructura del miedo: la inmensa mayoría de los venezolanos ha dejado de ver al régimen como un destino inexorable y ahora lo ve como un obstáculo contingente de corto plazo

Para quienes no son venezolanos, la tortura psicológica y el “menticidio” ejercidos durante 26 años por el régimen chavista pueden entenderse mejor a la luz del lúcido psiquiatra de la resistencia holandesa bajo el nazismo, Joost Meerloo, autor de El estupro de la mente (1956).

El régimen chavista no se limitó a controlar el aparato del Estado: se propuso colonizar la intimidad de los ciudadanos. Desde sus inicios copó los medios de comunicación, falsificó la historia y profanó los símbolos fundacionales de la nación, vaciándolos de significado para rellenarlos con una mitología de estética grotesca.

Al mismo tiempo, el régimen desplegó un sistema de vigilancia y delación masiva, sembró bandas armadas en los barrios y levantó cuerpos de seguridad especializados en el terror ejemplarizante, combinando campañas psicológicas planificadas con torturas, secuestros y asesinatos para sembrar sistemáticamente la desesperanza aprendida. Convirtió el hostigamiento mediático y la amenaza televisada en un espectáculo cotidiano de humillación desde las altas esferas del poder: desde las invasivas cadenas nacionales de Chávez, pasando por las alocuciones cínicas de Jorge Rodríguez y las semanales amenazas criminales de Cabello en la “televisión del Estado”, hasta los ridículos bailes televisados del propio Maduro – metáforas de un descaro amoral que busca someter por el escarnio.

No se trataba solo de dominar: se trataba de quebrar la capacidad de los venezolanos para pensar, recordar y cultivar esperanzas por sí mismos. Meerloo habría reconocido en este régimen una estrategia perfecta de “menticidio”: destruir la mente libre sustituyéndola por reflejos de miedo, cinismo y resignación. Cada protesta aplastada, cada fraude tolerado, cada diálogo frustrado enseñaba silenciosamente que ninguna acción tenía consecuencias y que cualquier intento de cambio solo traería mayor sufrimiento.

El ciudadano se vio reducido a lo que Meerloo describe en su régimen prototípico “Totalitaria”: un ser vigilado, obligado a reírse de sus propias miserias o a callar para sobrevivir, refugiado en la apatía como último escudo psíquico ante un Estado que parecía omnipotente. Era el triunfo casi definitivo del estupro de la mente: una sociedad desgarrada, anómica y exhausta, que empezaba a aceptar como un ineludible destino lo que en un principio había vivido como catástrofe.

En ese paisaje de voluntades abatidas es donde el fenómeno de María Corina Machado adquiere su verdadera dimensión psicológica, política y espiritual. Sus campañas de 2023 y 2024, precedidas por años de discretos, pero efectivos, recorridos por todo el país, no fueron solamente una gesta organizativa impecable ni una cadena de mítines multitudinarios sin precedentes; fueron, ante todo, una verdadera operación masiva de “desmenticidio”: una contraofensiva dirigida al núcleo mismo del estupro mental que el régimen había tratado de consumar casi con éxito total.

Allí donde el poder había sembrado un miedo paralizante, ella rompió el hechizo hablando sin eufemismos de la naturaleza criminal del régimen, empoderando al ciudadano con su responsabilidad personal. Allí donde se había impuesto el silencio vergonzante del exilio interior, ella obligó a pronunciar en voz alta lo que durante años solo pocos murmuraban en privado.

Frente a la logomaquia oficialista, devolvió al lenguaje su función de nombrar las cosas por lo que son y de convocar a la acción, rompiendo con la retórica y las prácticas de una oposición que recurrentemente resultó complaciente, normalizadora y funcional al sistema que decían combatir, y que contribuía con su gaslighting al menticidio en curso.

Lo decisivo, en clave meerloiana, es que María Corina no se limitó a denunciar al verdugo: desmontó la jaula mental que lo hacía invencible. Rompió la narrativa de la impotencia —del “no se puede”, del “ellos siempre se salen con la suya”— y la reemplazó por una ética de responsabilidad ciudadana que devolvía a cada venezolano un lugar activo en la historia. La multitud anómica y culpabilizada se volvió a reconocer como pueblo político, sembrando confianza mutua. El miedo, aunque persistente, dejó de ser el argumento último. Millones de personas que llevaban años votando con desgano o sumidas en la abstención volvieron a involucrarse con una intensidad que el régimen y sus normalizadores no previeron. Ese giro subjetivo —ese cambio en la economía íntima del miedo y de la esperanza— es, precisamente, la emancipación del menticidio.

Por eso puede decirse, sin exageración retórica, que la verdadera hazaña de María Corina Machado no ha sido solo desafiar pacíficamente a una maquinaria represiva a punta de mística y organización. Fue, sobre todo, liberar a una nación del yugo de la mente estuprada. Una proeza de sanación colectiva que los detractores del Premio Nobel bien podrían añadir a la larga lista de sus méritos. Al devolver a las palabras su peso, a los símbolos su dignidad y a las personas su condición de sujetos, quebró el hechizo psicológico sobre el que se sostenía el poder totalitario.

Aun cuando el cambio político formal no se haya consumado, algo fundamental se ha roto en la estructura del miedo: la inmensa mayoría de los venezolanos ha dejado de ver al régimen como un destino inexorable y ahora lo ve como un obstáculo contingente de corto plazo. Este despertar es irreversible. La batalla por la mente —que es siempre la batalla decisiva— se ha decantado del lado de la dignidad recuperada y de una esperanza que ya no es ilusión inducida, sino fruto de una conciencia que ha pasado por el abismo, y no está dispuesta a caer de nuevo en las garras del menticidio chavista, ni de ningún otro signo.

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