Venezuela, al borde de lo desconocido: guerra psicológica, aislamiento y un pulso incierto con EE UU
La suspensión de vuelos internacionales hacia Caracas ante los riesgos de sobrevolar territorio venezolano eleva la tensión regional
La suspensión repentina este sábado de buena parte de los vuelos internacionales hacia Caracas, después de que la agencia de aviación estadounidense (FAA) advirtiera del riesgo de sobrevolar el espacio aéreo venezolano, ha elevado el grado de inquietud ante una crisis de dimensiones aún desconocidas. La alerta, que llevó a aerolíneas como Iberia, Avianca o TAP a cancelar rutas, deja a Venezuela más aislada y expuesta. Un elemento más de la estrategia de presión de Estados Unidos para forzar la salida de Nicolás Maduro. Nadie se atreve a aventurar cuál es el plan de Donald Trump, pero, sea cual sea, su desenlace no será fácil.
El clima entre ambos países es de alto voltaje. Estados Unidos mantiene un despliegue de fuerza inédito en el Caribe, mientras Maduro responde atrincherándose en el territorio, movilizando a la Fuerza Armada Nacional Bolivariana y a grupos civiles armados. Aunque no hay señales visibles de fractura militar, los expertos advierten que el malestar interno podría emerger ante una escalada.
Fuera del país, sobre todo en la diáspora, se insiste en que una acción estadounidense podría abrir una transición democrática. Muchos continúan reivindicando la victoria electoral de Edmundo González Urrutia y consideran agotadas las vías internas para desalojar al chavismo. Confían en esa “transición pacífica” de la que ha hablado María Corina Machado, convencidos de que el apoyo popular al régimen es mínimo y que la población está demasiado exhausta para sostener un conflicto largo.
Dentro de Venezuela predomina la cautela y el miedo. El deseo de cambio es mayoritario, pero también se impone la preocupación, sobre todo en las élites, de que un descontrol violento puede estallar en cualquier momento si las Fuerzas Armadas no acompañan una transición. Al mismo tiempo, se repite otra advertencia: no subestimar al chavismo, una estructura política extendida por todo el territorio, con cuadros formados durante años en la lógica cívico-militar y con capacidad de control territorial. El tema se comenta en voz baja, como si nombrarlo pudiera precipitarlo. La política, cada vez más desplazada del espacio público, ha dejado un vacío lleno de conjeturas, temores y silencios.
El chicken game
La creciente presencia militar de Estados Unidos —el 20% de su fuerza naval permanece desplegada en el Caribe— alimenta la percepción de que el conflicto puede escalar. Si quisiera, Trump podría atacar directamente a Venezuela desde los buques, o recurrir a misiones quirúrgicas en el territorio. Por el momento, Washington ha ejecutado operaciones contra embarcaciones supuestamente vinculadas al narcotráfico que han dejado más de 80 muertos en acciones calificadas como extrajudiciales. Para algunos, son un aviso; para otros, solo una forma de presión.
El historiador y analista político Pedro Benítez recuerda que Estados Unidos nunca ha intervenido militarmente en Sudamérica. Venezuela, dice, no se parece a los escenarios donde Washington ha actuado en el pasado. “Este país no es Libia ni Somalia”, señala. Y apunta una particularidad que debilita al chavismo: su ruptura con las clases populares. “Los pobres ya no están con el Gobierno. En realidad, el chavismo metió a Venezuela en esta calle ciega”, mantiene.
El politólogo Benigno Alarcón, director del Centro de Estudios Políticos y de Gobierno de la Universidad Católica Andrés Bello, recurre a la metáfora del chicken game para describir este callejón sin salida: dos vehículos avanzan uno contra el otro a toda velocidad esperando que el contrario se aparte. El que lo haga será el “gallina”. “El punto de equilibrio de ese juego es que el que termina doblando el volante es el carro más pequeño”, agrega el director del Centro de Estudios Políticos y de Gobierno de la Universidad Católica Andrés Bello, en Caracas. En este caso, asegura, la presión acumulada sobre el Gobierno de Maduro es “tremenda”.
Pero ese equilibrio no necesariamente lleva a una colisión. Factores como la opinión pública estadounidense, la situación interna venezolana y la respuesta regional son determinantes. La tensión es, sin embargo, una de las más altas desde 2019, cuando más de 50 países reconocieron a Juan Guaidó como presidente interino. Hasta ahora el mayor pulso sostenido contra Maduro por parte de la comunidad internacional.
Guerra psicológica y ataques selectivos
Para Mariano de Alba, abogado especializado en derecho internacional y diplomacia, el despliegue militar estadounidense —aunque sostenible durante un tiempo— no puede prolongarse indefinidamente. Es una advertencia al régimen venezolano, pero también un mensaje externo que Washington deberá calibrar. “Eventualmente es probable que tenga que ser retrotraído en algún grado”, señala.
En esa lectura coincide María Puerta Riera, investigadora de la Asociación de Estudios Latinoamericanos. Considera que la política interna norteamericana es un factor clave: “Las encuestas empiezan a mostrar molestia porque el presidente presta más atención a lo que ocurre afuera que a lo que ocurre adentro. No hay apetito ni justificación para apoyar a Donald Trump en una operación militar”. Pero advierte que la volatilidad del propio Trump complica cualquier pronóstico: “La estrategia es no tener estrategia. Que el régimen de Maduro no sepa si va a haber una señal clara. Es una guerra psicológica”.
El escritor y académico venezolano Moisés Naím también ve improbable un desembarco estadounidense en Venezuela. Pero eso no garantiza estabilidad: “Veo más probables ataques selectivos, quirúrgicos, a determinados objetivos, mientras se procura negociar su salida”. Dentro del país, advierte, el riesgo inmediato son las milicias chavistas: “Hay muchas formas de adelantar una intervención militar sin entrar. No tienen que ser muchas las personas armadas por el régimen para hacer mucho daño”.
La negociación imposible
Para Mariano de Alba, una eventual transición en Venezuela solo podría abrirse si una operación militar estadounidense provoca fracturas profundas dentro de las distintas facciones que sostienen al régimen. Una deserción amplia —más que una ofensiva militar sostenida— sería la llave para un proceso de negociación. Pero ese camino, advierte, es incierto y depende en gran medida de la evolución política en Washington.
El propio Donald Trump ha vuelto a insinuar, en su estilo ambiguo, la posibilidad de retomar conversaciones con Nicolás Maduro, incluso después de haber asegurado que todas las vías de diálogo estaban cerradas. Ese nuevo giro, habitual en su retórica, añade confusión sobre qué busca exactamente la Casa Blanca. Y a si el líder chavista estaría realmente dispuesto a abandonar el poder, algo que su entorno ve improbable.
La politóloga Carmen Beatriz Fernández, desde España, subraya un punto que se repite entre varios analistas: “Maduro está dispuesto al diálogo, pero no a conceder nada. El diálogo para Maduro es una puesta en escena; una foto. Está dispuesto a dialogar, pero no a negociar”. En la misma línea, el analista internacional Moisés Naím recuerda que todas las rondas de conversaciones en la última década han tenido un efecto neto claro: reforzar a Maduro. “Durante todos estos años, las sesiones de diálogo político le han servido para ganar tiempo y estabilizarse, sin cumplir los acuerdos que firma”.
Un riesgo adicional, señala De Alba, es la estrategia de María Corina Machado, cuya hoja de ruta depende de las decisiones de Trump. La politóloga María Puerta Riera denomina esta dependencia “el outsourcing de la transición”, y lo compara con la etapa de mayor presión internacional alcanzada durante el liderazgo de Juan Guaidó, cuando se esperaba que factores externos precipitaran una ruptura interna.
De Alba advierte que, si Maduro logra ofrecer a Washington concesiones que respondan a sus intereses —deportaciones masivas, avances en narcotráfico, acceso preferencial a recursos naturales— no puede descartarse que Estados Unidos opte por un arreglo que permita al chavismo permanecer en el poder por un periodo corto o mediano. Sería, en la práctica, una transición suspendida. Pero incluso ese escenario moderado exige un compromiso internacional que él no ve claro: “La construcción de una transición pacífica y estable requiere una negociación compleja y de largo alcance, y no veo que Estados Unidos tenga la disposición o la capacidad de concentración para avanzar en esa dirección”.
Resistir o desescalar, el dilema de Maduro
El amplio despliegue militar con el que Maduro ha respondido esconde un dilema central. Alarcón lo resume así: “Si Venezuela responde a un ataque en territorio de Estados Unidos, hay una escalada. Si no lo hace, envía una señal de debilidad inmensa”. Cualquiera de las dos opciones entraña riesgos.
La respuesta social promovida por el chavismo —grupos civiles adiestrados para una eventual defensa armada— también tiene límites. “Hay un 80% del país que rechaza al Gobierno frente a un 20% que lo apoya y controla la institucionalidad”, recuerda Fernández. Tras las presidenciales del 28 de julio de 2024 “se cerraron todas las válvulas de escape”, y el tablero pasó a otro nivel. Un desenlace violento es una posibilidad implícita.
Alarcón señala que la base dura de Maduro ronda el 14%, y el chavismo en conjunto el 25%. Una carta extrema sería actuar contra María Corina Machado, en la clandestinidad desde hace más de un año. Más de un centenar de militantes de su partido están presos y otros han huido. “Si ella desaparece, desaparece la esperanza”, afirma. Ese vacío podría desatar un gran caos político.
El desarrollo del conflicto dependerá en buena medida de las Fuerzas Armadas. Si acompañan una transición, el proceso podría estabilizarse; si no, la inestabilidad se multiplicaría. Para De Alba, la reacción más probable del régimen no sería involucrarse en un conflicto abierto con Estados Unidos, sino profundizar la represión interna, estrategia que le ha permitido sostenerse durante años. “La desbocada represión ha generado un amplio temor en la población, limitando la coordinación interna entre quienes quieren recuperar la democracia”.
A ello se suma el deterioro económico, que vuelve a acelerarse y podría alimentar un movimiento de resistencia con mayor margen de acción.
La región como espectadora
La posibilidad de una intervención militar estadounidense en Venezuela inquieta profundamente a los países de la región. Cualquier intervención en el país tendría un potencial desestabilizador en varios países. Para el historiador Pedro Benítez, sería un golpe especialmente duro para Brasil y para el presidente Luiz Inácio Lula da Silva, cuyo Gobierno ha pasado años intentando mantener una relación manejable con el chavismo. “Una intervención militar de Trump sería un fracaso para América Latina —reflexiona Benítez—. Es la consecuencia de pasar tanto tiempo disimulando con el chavismo, dejando pasar sus excesos”.
Entre los líderes latinoamericanos predomina una mezcla de preocupación y prudencia. Según Mariano de Alba, la mayoría de los gobiernos evita pronunciarse con firmeza porque teme provocar represalias de Washington en un momento internacional dominado por la volatilidad de Donald Trump. Al mismo tiempo, existe un consenso casi general en la región sobre que el régimen de Maduro cometió un fraude electoral en 2024, y la mayor inquietud es que una desestabilización mayor desencadene otra ola migratoria, en un continente que ya ha absorbido a millones de venezolanos en la última década. Esta es una de las principales preocupaciones de Colombia, que ya acoge a tres millones de venezolanos en su territorio y teme una crisis humanitaria en sus fronteras. Su presidente, Gustavo Petro, que no reconoció la reelección de Maduro, se ha mostrado esta semana partidario de un “gobierno de transición compartido sin presiones indebidas”.
A pesar de ese rechazo a una operación militar estadounidense —extendido desde México hasta Argentina—, ningún país parece dispuesto a liderar una postura regional más contundente. Las capitales latinoamericanas prefieren concentrarse en sus agendas internas antes que asumir un coste diplomático que consideran incierto. Por eso, aunque la mayoría mira con recelo cualquier intervención armada por el riesgo humanitario y por el precedente que sentaría, la reacción se limita a declaraciones cautelosas y esfuerzos esporádicos de mediación.
Los intentos de intercesión de los presidentes Gustavo Petro y Lula da Silva el año pasado se diluyeron casi tan rápido como surgieron, cuando la crisis venezolana volvió a mostrar su capacidad para devorar cualquier iniciativa externa. Hoy, el continente observa desde la distancia, atrapado entre el temor a un desbordamiento migratorio y la incomodidad de confrontar abiertamente al chavismo, uno de los momentos más delicados e imprevisibles de la política regional reciente.