Oferta y demanda en política
Resulta cada vez más necesario un ‘reseteo’ de la oferta política más conectada a las realidades múltiples de las sociedades a las que pretenden representar y gobernar
¿Es posible -y conveniente- reflexionar sobre la política democrática como una analogía entre la mercantil dicotomía de la oferta y de la demanda? Creo que sí, aunque a algunos pueda irritar esta irreverente comparación. Resulta, además, de imprescindible, estimulante para pensar alternativas a los desafíos de la política. Veamos por qué.
A lo largo de la historia, la balanza se ha mantenido inclinada hacia el lado de la oferta: las ideologías, los partidos, los programas y los liderazgos se articulaban desde una visión del mundo que lo interpretaba y que pugnaba con otras por la hegemonía política. Unas visiones que pretendían, además, liderar a las mayorías, guiarlas o redimirlas. La política era profética, entre vocaciones redentoristas o casi mesiánicas. La ciudadanía eran pueblos o masas. Las diferentes opciones políticas estaban fundamentadas en unos principios, valores e ideas que configuraban su visión y se materializaban en un proyecto coyuntural que la ciudadanía podía elegir, o no.
Sin embargo, llevamos varias décadas en las que las ofertas (unidireccionales) se topan con un muro de escepticismo, desencanto y desafección, como bien explica Peter Mair en Gobernando el vacío (2015). En este contexto, resulta cada vez más difícil hacer y comunicar política solo desde la oferta. ¿La ciudadanía necesita ser guiada o, más bien, el mundo necesita ser atendido, comprendido y representado?
La política desde la demanda, en cambio, implica, en primer lugar, comprender las preocupaciones, necesidades y aspiraciones de la sociedad y, en segundo, construir un proyecto que responda a ese clima social y sea capaz de incluir soluciones a problemas reales. La política a demanda supone escuchar, atender… y reaccionar. El desarrollo de nuevas técnicas y herramientas demoscópicas y la capacidad de microsegmentación de la opinión pública conectada, que nos permite hacer llegar mensajes específicos a audiencias reducidas, facilitan e incentivan esta manera de pensar y entender la política: auscultación permanente y respuesta posológica adecuada. Una política bidireccional.
Además, la política orientada a la demanda prepara a los partidos y sus liderazgos a una serie de actitudes y aptitudes que los entrena con una mejor adecuación para la representación. Además de la ya mencionada capacidad de escucha y segmentación, hay que añadir una propuesta política capaz de responder a los desafíos del metro cuadrado de las personas (sus intereses más cercanos, reales y demandantes). Una renovada capacidad de reacción a coyunturas y escenarios nuevos. Y, finalmente, una musculatura electoral más porosa y dinámica para la fase competitiva de la lucha por el poder político.
Ahora bien, esto, en un escenario de extrema inestabilidad y volatilidad, requiere una capacidad de adaptación táctica permanente. El proyecto político debe ajustarse constantemente a las circunstancias y al devenir de los acontecimientos: “Events, my dear boy, events”, como alguna vez dijo Harold Macmillan, ex primer ministro británico. Y hay riesgos, claro.
Es cierto, que este enfoque alimenta los populismos que nacen, precisamente, como atajos a los desafíos. En donde el tacticismo devora y canibaliza las opciones estratégicas y las soluciones de fondo que responden a maneras de entender los retos del planeta y de la ciudadanía. Pero resulta cada vez más necesario un reseteo de la oferta política más conectada a las realidades múltiples de las sociedades a las que pretenden representar y gobernar. Una política como servicio público que se aleje o autorregule las ideologías por las que -durante muchos siglos- valían la pena para morir, sin importar mucho si valían la pena para vivir.
¿Todo esto significa que la ideología ya no existe? No, en absoluto. Mario Riorda y Marcela Farré, en un libro que acaba de cumplir diez años, defienden que las ideologías siguen cumpliendo una “función mítica” y les dan unicidad a las opciones políticas. Esta identidad (esté más o menos ideologizada) es lo que puede evitar el otro gran riesgo y sesgo de esta política a demanda: la homogeneización de la oferta. Es decir, que todos se acaben pareciendo demasiado. La banalización populista sería otra deriva indeseable.
La clave, como casi siempre, sería encontrar el equilibrio justo. Ideas para cambiar el mundo, sí; pero sobre todo soluciones para la vida cotidiana y mientras, como decía Albert Camus, “practicar la felicidad para que se dulcifique el terrible sabor de la justicia”.
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