¿La Agencia Internacional de Energía está evadiendo los intereses ambientales que el mundo demanda?
La AIE se ha convertido en una de las principales autoridades mundiales en materia de seguridad energética. Sin embargo, su enfoque actual no se ajusta a las necesidades del siglo XXI
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La Agencia Internacional de Energía (AIE) acaba de cumplir 50 años desde su fundación y, aunque esto debería ser motivo de celebración, encontramos serias contradicciones internas en su modus operandi que comprometen su efectividad y credibilidad en el largo plazo. Pese a que el pasado 13 y 14 de febrero, con motivo de su reunión anual ministerial, la agencia dio un paso alentador reconociendo la urgencia de abordar la triple crisis que enfrentamos: cambio climático, contaminación y pérdida de biodiversidad, es crucial destacar que este reconocimiento no se traduce necesariamente en acciones concretas para reducir de manera significativa la dependencia global de los combustibles fósiles, una necesidad imperativa para alcanzar los objetivos climáticos acordados en la COP28.
Es preocupante que, a pesar de la creciente evidencia científica que indica la necesidad de reducir drásticamente la demanda de petróleo y gas en las próximas décadas, la AIE no refleja plenamente estas conclusiones en el comunicado emitido en su más reciente reunión, absteniéndose de subrayar que, para atender la crisis climática, la demanda de petróleo debe caer un 75% entre 2020 y 2050, mientras que la de gas debe caer un 55% en el mismo periodo de tiempo.
En línea con esto, la estructura interna de la AIE también presenta importantes deficiencias, especialmente en términos de diversidad y representatividad. De sus 32 países miembros oficiales, que deben ser también miembros de la OCDE, solo hay una nación latinoamericana que es México, la cual, siendo honestos, no pasa por su mejor momento de ambición climática. Chile, Colombia y Costa Rica están en el proceso de adhesión, pero incluso cuando se unan, no habrá ningún país africano y apenas un par de asiáticos como parte de este conglomerado. No sorprende entonces que Climate Action Network (CAN), una de las redes más grandes de organizaciones de sociedad civil en temas de cambio climático en el mundo, haya condenado la falta de espacios de participación de movimientos sociales en el evento. La AIE está promoviendo una transición justa, sin serlo en su interior.
Esta agencia calcula que las necesidades financieras para avanzar en la transición energética son de 4,5 billones de dólares anuales a 2030 para limitar el calentamiento global a 1,5 °C y, de éstos entre 2,2 y 2,8 billones, es decir, más de la mitad de estas inversiones, deberán ocurrir en mercados emergentes y países en desarrollo. ¿Cómo puede entonces una organización internacional, con un sesgo geopolítico tan marcado, impulsar de manera rápida y decidida compromisos para disminuir drásticamente la dependencia global hacia los combustibles fósiles y un despliegue masivo de energías renovables? Más aún, ¿cómo puede hacerlo sin ignorar las voces de aquellos países donde la transición energética es urgente y, de acuerdo a sus propios análisis, donde será más costosa?.
En los próximos meses, todos los países del mundo deben trabajar en la actualización de sus compromisos climáticos, es decir, sus hojas de ruta para la descarbonización. Los datos, las recomendaciones y la guía de la AIE en este proceso son muy importantes. Ojalá que la agencia revise el problema de fondo que su anticuada estructura evidencia y que pueda seguir fortaleciendo su presencia en América Latina, así como en otras regiones en desarrollo, para que sus programas en energía menos contaminante, colaboración tecnológica, eficiencia energética, vehículos eléctricos, entre otros, tengan el impacto que se requiere, con un mayor nivel de democratización y, por sobre todas las cosas, actuando en coherencia con las indicaciones de la ciencia, en lugar de responder a los intereses económicos de unos pocos.