Las mujeres del Yavarí le apuestan a la artesanía frente a una crisis migratoria sin precedentes
La población de uno de los territorios indígenas más importantes del mundo está cambiando la abundancia de sus aldeas por precariedad en la ciudad para dar educación a los jóvenes
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Las mujeres de la Tierra Indígena del Valle del Yavarí, en la Amazonia brasileña, sueñan lo mismo que sueñan las madres de cualquier ciudad del mundo: que sus hijos estudien, obtengan un grado universitario y se conviertan en profesionales exitosos. Pero en su caso, este sueño puede tornarse pesadilla cuando, debido a la falta de educación secundaria en sus aldeas, abandonan la buena vida de la selva para sufrir hambre y hacinamiento en miserables casuchas de los barrios pobres de Atalaia do Norte. Esta ciudad del interior del Estado de Amazonas, en el norte de Brasil, es la última antes de llegar a uno de los territorios indígenas más importantes del mundo por su tamaño —habitan un territorio de tamaño similar al de Portugal—, y por albergar al mayor número de grupos en aislamiento voluntario.
“Mi lucha nace de ver a mi pueblo pasando por situaciones difíciles”, dice Silvana Marubo, hija de padre indígena y madre blanca, impulsora y coordinadora del colectivo MAI, Mujeres Artesanas Indígenas. “Siento ese deber de ayudar porque entiendo bien el portugués y la ley del blanco. Por eso decidí juntarme con otras mujeres”. Desde 2019, MAI apoya a las madres que migran a la ciudad acompañando a sus hijos. “Aquí pasan hambre y necesidad. Acaban sufriendo porque no hay empleo, todo es comprado, y no tienen dinero para comida, ropa o gas. Esas mujeres hacen sus artesanías o trabajan la agricultura familiar, y nuestro papel es ayudarlas a vender su producción”. Pero vender no es fácil en Atalaia, una ciudad pobre, con el tercer peor índice de desarrollo humano de Brasil.
El mundo supo del Valle del Yavarí el año pasado por el asesinato del periodista británico Dom Phillips y el indigenista brasileño Bruno Pereira a manos de pescadores ilegales, ejecutores de una trama profunda y oscura que aún no se ha esclarecido. Su caso reveló cómo la explotación ilegal de los recursos en esta zona de la Amazonia, conectada al omnipresente narcotráfico, ejercen una presión intolerable sobre el rico y extenso pero frágil territorio que ocupan las etnias kanamarí, korubo, kulina-pano, marubo, matís, matsés y tsohom-dyapa, además de un número indeterminado de pueblos en aislamiento voluntario.
En estas tierras se vive también otro vertiginoso proceso que presagia transformaciones fundamentales: la migración desde las aldeas a la ciudad para que los jóvenes puedan estudiar la secundaria, que no se ofrece en sus comunidades. En 2013, según la Secretaría Especial de Salud Indígena, vivían en Atalaia 181 de los 5.481 indígenas censados en el territorio. Para 2018, y de acuerdo a un estudio realizado por la Secretaría Municipal de Asuntos Indígenas, esta cifra había ascendido a 780. En los últimos cinco años, según estimaciones del Consejo Indigenista Misionero y del Centro del Trabajo Indigenista (CTI), las dos oenegés más activas en la región, ya son la mitad de las 6.317 indígenas censados actualmente.
“En el caso del pueblo matís, prácticamente todos los jóvenes están viniendo a la ciudad para estudiar”, explica Clayton Rodrigues, antropólogo del CTI. “En el caso de otras etnias, hay algunas aldeas en las que todos los jóvenes se fueron a las ciudades”. Las consecuencias de esta migración son de calado. Según Clayton, esto supone que, a corto plazo, “en las aldeas donde solo hay mujeres, viejos y niños muy pequeños, algunos trabajos se ven comprometidos, porque no tienen los jóvenes para realizarlos”. A medio y largo plazo, y dado que la relación equilibrada que los pueblos amazónicos han mantenido con la naturaleza depende de una serie de prácticas y conocimientos que solo se pueden adquirir viviendo en el territorio, las consecuencias son imprevisibles pero, con certeza, críticas.
Lindalva en la ciudad
Para llegar a la casa de palafito de Lindalva en un barrio construido en zona de inundación, hay que sortear varias tablas podridas en una pasarela de madera. Esta mujer de 38 años del pueblo matsés se muestra desconfiada. El peculiar staccato de su idioma acentúa la vehemencia con la que demanda dinero para realizar la entrevista. Vive con siete hijos, el marido, varios sobrinos y los padres de estos. Echa de menos la amplitud de su aldea, la caza y la pesca abundante, la yuca y el plátano a la mano, pero tiene claros sus objetivos: “Me vine para acá porque en la comunidad solo hay dos profesores y mis hijos no aprendían”, cuenta. “Pensé que era mejor en la ciudad, pero está siendo difícil”. El único ingreso regular en este hogar es la Bolsa Familia, un subsidio del Gobierno que solo recibe ella y que no alcanza para pagar luz, agua, gas y comida. De acuerdo al antropólogo Clayton Rodrigues, el de Lindalva es un caso típico: “Hay escenarios bien pesados: familias de veinte personas en las cuales ni una tiene renta. La mayoría de los indígenas no consiguen hacer todas las comidas diarias. Están en una situación de mucha fragilidad”.
Ella es una de las 120 mujeres que conforman MAI. “Yo no sabía que las artesanías daban dinero”, confiesa. Su especialidad son bolsos, hamacas y pulseras que teje con la fibra del utucum, una especie de palma amazónica. Periódicamente, lleva su producción a la sede de Univaja, la organización que representa a todos los pueblos del valle, donde MAI tiene su tienda. Pero vender es de todo menos fácil: los vecinos de Atalaia ya están saturados de artesanía, el turismo es un fenómeno poco significativo y la página de Instagram donde exponen su producción para la venta por correo tiene pocos seguidores.
En las tardes, Lindava coge su caña de pescar y, acompañada por sus hijos, se va a buscar la cena. Pero pescar tampoco es fácil en el puerto de la ciudad, según una conocida ecuación amazónica: mucha gente, poco pescado.
Adaptación empresarial
Los padres de Lindava pertenecen a la generación del pueblo matsés que, en los años 60 y 70, contactó de manera estable con el mundo de los blancos. Era la época de la desnudez, las casas comunales, el seminomadismo, el arco y la flecha, la guerra contra los blancos invasores o contra los enemigos de siempre. Otros pueblos del Yavarí, como el marubo o el kanamarí, tienen una historia de contacto más larga pero, en cualquier caso, la forma de vida bosquesina y la urbana siguen separadas por un abismo. En las calles de Atalaia, cuando se ve a los paisanos vestidos con ropa occidental, absorbidos por su pantallita, se puede creer que ese abismo ha desaparecido. Sería un error: las diferencias, por profundas, permanecen ocultas, pero afloran de manera dramática a la hora de, por ejemplo, montar una asociación de mujeres para la comercialización de artesanías.
“Todo va a salir bien”, reza un cartelito en la puerta de la diminuta oficina cedida por la Univaja a MAI, pero Silvana Marubo, su coordinadora, confiesa que en ocasiones se siente abrumada. Explica que les falta capacitación para, por ejemplo, convertir el colectivo en una asociación, que permitiría optar a ayudas y subvenciones pero que implicaría complejos procesos burocráticos, gastos administrativos, obligaciones fiscales o informes contables. Además, tienen dificultad en encontrar mercado en las grandes ciudades de Brasil o en el extranjero y canalizar la producción de manera eficiente. Y también están limitadas por la falta de una sede propia, con computadores y conexión a internet.
Tampoco es fácil liderar a más de un centenar de mujeres de cinco pueblos de lenguas diferentes que, hasta hace no mucho, mantenían relaciones conflictivas, incluso guerra. “Porque son pueblos diferentes, pensamientos diferentes, siempre va a haber conflictos, pero nuestra lucha es que la gente se una cada vez más”, dice Silvana. Con el objetivo de salvar estas diferencias internas, las mujeres de cada pueblo designan a una coordinadora para tratar sus necesidades y problemas específicos.
Elogio de la chagra
Patricia Mayoruna llegó de niña a Atalaia, hace ya 30 años. Su dominio de la lengua materna y del portugués la hace idónea para el rol de coordinadora de las mujeres matsés, que son las especialistas de MAI en producir fariña, una harina tostada de yuca que es el pan nuestro amazónico de cada día. Patricia es una de las afortunadas del colectivo que tiene una finca cerca de Atalaia, a la orilla de la única carretera de la región, 20 kilómetros de socavones que unen esa ciudad y la vecina Benjamin Constant. Allí creció y aprendió de su madre el trabajo femenino por excelencia: la chagra, la plantación familiar, pilar básico de la alimentación en las sociedades indígenas.
Descalza, abriéndose paso con un machete que blande con destreza, Patricia camina orgullosa y alegre por sus dominios. “En la ciudad es muy difícil para nosotros los indígenas conseguir comida. Aquí hay yuca y plátano, la chagra es muy importante para dar de comer a nuestros hijos. Porque nuestra preocupación es esa”, dice. Su producción estaba destinada al consumo familiar hasta que apareció Silvana: “Ella fue explicándome: ‘La yuca da dinero, la fariña da dinero. Tienes que reunir a tus paisanas y meterles esto en la cabeza”. Pero eran pocas las que se atrevían a vender: “Ellas tienen vergüenza, tienen miedo del blanco, de que no compre sus productos”. Al igual que con la artesanía, MAI se encarga de la comercialización.
“Vamos al mercado, o a la radio y avisamos que hay yuca y verduras de nuestras paisanas”, explica Silvana. Pero siempre hay un pero: el coste de transportar los productos desde las chagras a las ciudades es tan elevado que las ganancias se esfuman. Las dos mujeres sueñan con encontrar un patrocinador que les ayude a comprar un motocarro propio.
Dependencia fatal
El caso de María Potsad, del pueblo matsés, da una vuelta de tuerca al problema del transporte. María ha viajado dos semanas en bote desde su aldea con el fin de vender 300 kilos de fariña y comprar los artículos que necesitaba como jabón y sal, machetes y cuchillos, encendedores, pilas y gasolina. Pero ha malvendido su fariña y luego se ha dado de bruces con la inflación galopante. “No me dio para comprar nada”, le cuenta a su paisana Patricia Mayoruna, que visita el puerto para difundir el trabajo de MAI entre las mujeres que llegan de las aldeas. “Yo no sabía que ustedes existían. Ojalá lo hubiera sabido”, añade María con desánimo. Como no tiene familiares que la acojan en la ciudad durante su estadía, permanece en el bote, con su hijo y otros vecinos de la aldea. Hay varios enfermos, quizás de malaria. Pasan hambre. “Es muy difícil, porque aquí no es como la comunidad. Tenemos que comprar para comer y yo paso el día ahí sentada, en la canoa”. Su tristeza queda dramáticamente resaltada por la basura que flota alrededor del bote: latas de cerveza, bandejas de icopor, botellas de gaseosa… El decorado de una pesadilla.
Un día antes, solo unos metros más allá de donde languidece la mujer, ha muerto un niño kanamarí. La familia había bajado a la ciudad para cobrar el subsidio de la Bolsa Familia, pero, como sucede habitualmente, no había dinero en la oficina encargada de pagar. La familia esperó y esperó, viviendo en el bote, en condiciones lamentables. Frío, lluvia, hambre. Luego, enfermedad. Al final, muerte.
Y es por esto que las mujeres del Yavarí sueñan que en sus aldeas hay escuelas y hospitales, médicos y profesores, computadores y medicinas. Y es por esto que Silvana Marubo fundó MAI y lucha por una sede propia, por medios de transporte, por compradores regulares, por aliados que las ayuden a sortear las dificultades de la economía de mercado. “Soñamos que MAI comienza a caminar con sus propias piernas”, invoca. “Somos mujeres para luchar por nuestros pueblos; mujeres que quieren hablar”.