Un ejército de 800 mujeres para proteger los páramos y cuidar el agua en Ecuador
En la provincia de Cotopaxi, en la Sierra centro de Ecuador, una organización de campesinas enfrenta el machismo en sus hogares y lucha por proteger las fuentes de agua
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Hace 40 años, el río Pucahuaico, que atraviesa la parroquia Toacaso, en la provincia de Cotopaxi, 100 kilómetros al sur de Quito, era vivo y corrientoso. Había agua para todo, hasta para, según las costumbres de la justicia indígena, aplicar baños helados o hacer que nadaran contracorriente quienes habían cometido algún delito. Por esa época, la Unión de Organizaciones Campesinas del Norte de Cotopaxi (Unocan), con el apoyo de CESA, una ONG local que promueve proyectos de desarrollo agrario y rural, empezó un plan de sembrío de pinos en los páramos circundantes creyendo que hacían una gran obra de reforestación. “Nosotras, bien convencidas, reuníamos 400 personas y llevábamos hasta una banda de pueblo para sembrar pinos en minga [trabajo comunal]”, dice Yolanda Guamán, presidenta de la Organización de Mujeres Indígenas y Campesinas Sembrando Esperanza (Omicse), “hasta que vimos que mientras más crecían los árboles, los ojos de agua que estaban cerca se iban secando”.
Hoy el río está casi muerto, apenas se alcanza a sacar algo de agua con un balde, agua que por lo demás está contaminada con arsénico y pesticidas que se aplican a las siembras de papas y habas que hay alrededor. Y los ojos de agua del páramo se mantienen en peligro a medida que avanza la frontera agrícola. “Preocupadas por esto, nos preguntamos qué podemos hacer como organización de mujeres”, dice Guamán.
La conquista de la silla y la palabra
La constitución de la organización de mujeres, que hoy cuenta con 800 miembros, fue el hito que posibilitó las acciones futuras. Hasta hace 39 años, cuando se creó la Omicse, la vida de ellas se restringía a las tareas del hogar y al trabajo duro en las mingas. Dependían de los esposos en el plano económico y también para cualquier acción cotidiana. En las asambleas comunitarias, donde se decidía el destino colectivo, ni siquiera tenían derecho a sentarse en una silla. Ellos arengaban sentados con comodidad y ellas, acomodadas en el piso, no podían levantar la mano para dar una opinión. Crearon entonces su organización juntando a mujeres de 21 comunidades de la parroquia, pero seguían bajo la tutela de la Unocan, la organización matriz, y por lo tanto su libertad era restringida. Hasta que en 2006 obtuvieron su propia personería jurídica y arrancaron un proceso que transformó las relaciones sociales.
Lo primero fue recibir talleres y capacitaciones sobre derechos colectivos y derechos de las mujeres para contrarrestar el maltrato intrafamiliar. “Nosotros no sabíamos de eso, pero las fundaciones que vinieron a darnos los talleres nos ayudaron a entender que los derechos son los mismos para hombres y mujeres”, dice Yolanda Guamán, “y lo importante es que las capacitaciones también las recibieron nuestros maridos y nuestros hijos varones, y ahí se dio la comprensión. Hoy las cosas han mejorado, no al 100%, pero sí puedo decir que en un 85% de los hogares ya no existe ese maltrato a la mujer”.
También gracias al apoyo de organizaciones de desarrollo pudieron arrancar proyectos productivos que les generaron autonomía económica. Los maridos, que en gran porcentaje han emigrado a otros cantones y ciudades del país para trabajar como estibadores, albañiles y jardineros, tenían el poder por llevar el salario a casa. Ahora ellas han sembrado huertos y criado cuyes y gallinas que luego de aprovecharlos para el consumo propio los venden en ferias y mercados.
Empezaron a sembrar según las costumbres de la zona, de manera convencional, aplicando agroquímicos. La misma Unocan instaló una gran tienda en la parroquia para venderles fertilizantes a los campesinos, pero algunos de ellos, principalmente mujeres, de a poco entendieron los perjuicios que eso trae para la salud y aprendieron de cultivos orgánicos. Quieren incentivar a más compañeras a que hagan lo mismo, sobre todo a las que mantienen monocultivos de papas, habas y mellocos, y a las que gozan de agua de riego y se interesan más por criar vacas porque creen que la producción de leche genera mejores ingresos. Pero es un espejismo. En muchos casos, los costos de producción, sobre todo para alimentar a las vacas donde no hay suficiente pasto, supera las ganancias. “Y otro problema es que en esos terrenos dedicados para el ganado ya no siembran ni cebolla”, dice Guamán. “Cobran la quincena de la leche, van al mercado y regresan con arroz, fideos y gaseosas. Según unos estudios que hicimos, hay más desnutrición en las comunidades donde se dedican a la producción de leche que en las que mantienen al menos un huertito”. Ahora se esfuerzan porque cada mujer de la organización tenga un pequeño huerto en su casa para, al menos, producir alimentos sanos para su propia familia.
Independencia económica gracias a la tierra
El trabajo comunitario de base permitió la reivindicación de sus derechos como mujeres y la conquista del espacio de opinión y gestión que les correspondía pero que era vulnerado. El resultado fue la consecución de una independencia económica con base en la producción de alimentos y el cuidado de la tierra, que obligadamente llevó a mirar dónde estaba el sustento que permitía ese ciclo virtuoso. El agua y el páramo, entonces, se volvieron el objeto de sus preocupaciones y su compromiso.
Los páramos de gran altitud de Ecuador, como los que circundan esta zona que tiene a los volcanes Cotopaxi e Ilinizas como centinelas, comprenden un ecosistema de humedales con una altura promedio de 3.300 metros sobre el nivel del mar que cubre el 7% de su territorio. El páramo recolecta la lluvia y la humedad de las nubes, que luego se filtra a través de los suelos gracias a su estructura abierta y porosa y se libera en ríos y arroyos, proporcionando hasta el 90% del agua potable en el país. El páramo actúa como un sumidero de carbono sumamente importante para ayudar a limitar el calentamiento global. Gracias a sus tierras de elevada altitud, las condiciones climáticas frescas y húmedas permiten que sus suelos volcánicos y húmedos almacenen enormes cantidades de material orgánico. Esto, junto con la vegetación de crecimiento alto, hace que el páramo retenga más carbono por hectárea que los bosques tropicales de tierras bajas.
En la provincia de Cotopaxi el páramo abarca aproximadamente el 37% de su territorio, o sea, más de 2000 kilómetros cuadrados de superficie. Sus bondades, sin embargo, están amenazadas desde hace algunos años. Leonidas Iza, oriundo del sector de Toacazo y presidente de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie), lleva años denunciando el crecimiento de la frontera agrícola, la reforestación inapropiada y la contaminación de las aguas que atenta contra la conservación de los páramos. Desde 2019, cuando fungía como presidente del Movimiento Indígena y Campesino de Cotopaxi (Micc), Iza advertía que para que los dueños de esas tierras no plantaran árboles foráneos o pusieran a pastar ganado, las instituciones del ramo, como el Ministerio de Ambiente y el Gobierno Provincial, debían desarrollar planes integrales con alternativas económicas como contraparte. En ese sentido, apuntaba dos asuntos medulares: la necesidad del cambio y control en el uso del suelo y de programas interinstitucionales que incentiven la decisión de dejar de explotar los páramos.
Lo primero podía quedar en manos de la organización comunitaria, que con base en el aprendizaje sobre la importancia de las fuentes de agua, dialogarían con los comuneros dueños de tierras para invitarles a sumarse a su causa. Lo segundo entraba en las fangosas aguas de las políticas públicas y los fondos para el desarrollo, es decir, tarea espinosa si no improbable.
De los 38 barrios y comunidades que tiene Toacaso, cuatro tienen acceso a extensiones considerables de páramo: Cotopilaló, Yugsiche Alto, Rasuyacu Chiguanto y Pilacumbi. Cotopilaló es la que más superficie posee, alrededor de 6.000 hectáreas que los comuneros compraron hace décadas a la curia de Cotopaxi. Las lotizaron, varios dueños adquirieron su propiedad y, en la mitad de esa superficie, dejaron avanzar la frontera agrícola (pasto para ganado, bosques de pinos). La mitad restante, 3.000 hectáreas, se ha puesto en resguardo gracias al trabajo de las mujeres de la Omicse.
La importancia de proteger el páramo
“Conozco bien los páramos de la provincia de Cotopaxi y puedo decir que en un 80% están degradados”, dice Washington Pruna, ingeniero forestal y consultor independiente que ha trabajado con las comunidades de Toacaso. “La cobertura vegetal tiene máximo 20 centímetros de altura y ya no cumple con la función del páramo. Por eso es importante el trabajo que ha hecho la organización de mujeres. Han incentivado a que se declaren áreas de protección, que se defina la frontera agrícola y se reduzca la carga animal en los páramos”.
El esfuerzo, sin embargo, no ha estado exento de inconvenientes. “Hay bastante dificultad con los dueños de los páramos”, explica Guamán, “porque ellos dicen que no puede venir ninguna institución a decir que no pueden trabajar en sus terrenos”. Según explica, con la ayuda de CARE, una organización de desarrollo que trabaja preponderantemente con mujeres, han sembrado plantas nativas en espacios con agua. Además, con el Gobierno provincial, se ha planteado hacer cercas alrededor de los ojos de agua para evitar que se acerquen los animales, pero los dueños de los terrenos piden que se pague por el uso de esos espacios. “Nosotros entendemos eso, pero les hemos dicho que si no cuidamos esos páramos, a lo mucho en 10 años vamos a tener una guerra por el agua”, afirma la presidenta de Omicse.
Como una medida compensatoria momentánea e insatisfactoria, CARE ofreció plantas para hacer cercas vivas y delimitar el espacio explotado del que se quiere conservar. Para el primero, entregó pastos para que ahí se concentre la crianza del ganado, lo que lamentablemente ha acentuado la degradación del suelo en esa franja.
Para llegar a los páramos de la comunidad Cotopilaló, se toma un camino estrecho y agrietado que exige tracción 4x4. 40 minutos cuesta arriba atravesando extensos campos de papas y habas de producción convencional, antes de adentrarse en el tramo final, entre nubes espesas que se distienden de a poco, se ve un costado del Iliniza sur. Más que frío hay un viento fresco que zumba el pajonal y los matorrales de alverjilla, una planta medicinal que las mujeres que han venido a esta visita, algunas por primera vez hasta estas alturas, recogen para llevar a casa y tratar algunas inflamaciones. Bordeando la carretera que nos trajo hasta aquí hay una acequia que conduce el agua de estos páramos hasta un reservorio que a la vez la distribuye con tuberías a las comunidades más cercanas.
Lo que está bajo nuestros pies es el páramo protegido. El colchón de plantas rígidas y formas simétricas se siente mojado, y el pajonal alcanza un metro de altura, señal de salud y regeneración. Antes, ahí pastaban vacas y toros bravos. Luego los dueños vendieron el ganado y trajeron llamas, que más tarde también fueron vendidas porque ya no las podían mantener. Además, llegaban cazadores que prendían fuego a los pajonales para que los conejos salieran despavoridos y quedaran como presas fáciles. En ocasiones, el fuego no se podía controlar y se incendiaba la montaña. Solo cuando se prohibió la cacería y se sacó a los animales, el ecosistema se regeneró. “El suelo de páramo es extremadamente sensible”, dice el ingeniero Pruna. “Transformado para agricultura, máximo llegará a ser productivo durante seis o siete años, y como luego de eso quedará erosionado, se querrá seguir ampliando la frontera agrícola. Recuperar la fertilidad de esos suelos es costoso y lleva mucho tiempo reavivar la actividad microbiológica toma entre tres y cuatro años”, añade.
Esta planicie toma una pendiente poco pronunciada que termina en una quebrada, frente a la cual se extiende un bosque de pinos en pie junto a otros caídos en un terreno descuidado, unas cuatro hectáreas con el suelo empobrecido. Quienes los sembraron llegaron caminando a esa elevación de difícil acceso. Para sacarlos deberán abrir un camino que herirá la montaña. Son las dos caras del páramo: la conservada y la que no deja de explotarse.
En contraparte, las virtudes de estos páramos protegidos son varias y notorias, como explica el ingeniero Pruna: “Todo este sector se ha recuperado en un 95% con plantas propias de la zona. A mayor altura de las plantas, mayor cobertura en el suelo, lo cual hace que la evaporación de agua del suelo sea menor, y también la evapotranspiración de las plantas, porque se protegen entre ellas, por lo tanto, el almacenamiento de agua en general es mayor”. Por el contrario, los suelos con poca cobertura vegetal por efecto de la deforestación, que además están rotos y degradados por el constante pisoteo del ganado, permiten mayor evaporación y pérdida de agua.
La organización comunitaria ha logrado mitigar lo que podría ser una afectación aún mayor para los páramos de Cotopaxi, pero todavía queda abierta la lucha por la creación de políticas públicas y herramientas de desarrollo pertinentes que refuercen esa conquista. “El trabajo de la organización de mujeres es ejemplar porque han hecho gestión desde la comunidad, pero hacen falta políticas de compensación pensadas desde el gobierno central y los gobiernos locales, pero que también incluya a todos los actores, comuneros, empresas locales, oenegés”, añade Pruna. “Si eso no se logra, no se va a lograr lo que es más importante: la producción de alimentos y la generación de recursos económicos”.