El hambre y la pobreza tienen cuerpo de mujer: el feminismo campesino da sus primeros pasos en Argentina
La desigualdad de género es más profunda en las zonas rurales. Así es cómo ellas se involucran en actividades productivas que les dan autonomía y espacios de libertad fuera del hogar
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Desde hace cinco años, las mujeres del interior profundo de Argentina, donde persisten arraigados patrones culturales patriarcales, dan sus primeros pasos en el feminismo popular y campesino. Allí, en las zonas rurales alejadas y olvidadas, la división del trabajo en los hogares sigue siendo rígida y, ellas, las principales responsables de la seguridad alimentaria.
El campo reproduce las desiguales de las ciudades en el país: las estancias de miles de hectáreas de trigo y soja contrastan con los humildes caseríos del campesinado sin servicios básicos, que aún pelea por la posesión de sus tierras. Las mujeres de este “otro campo”, suelen ser siluetas invisibilizadas que cargan de lunes a lunes con las tareas de la casa, de la crianza y del trabajo en terreno, sin descanso ni recreación.
Los datos del último Censo Nacional Agropecuario indican que en Argentina hay casi 158 millones de hectáreas de uso agropecuario. Dos de cada diez productores son mujeres y el 38% de la población residente y trabajadora en la explotación agrícola y ganadera para exportación es femenina. En contrapartida, el campesinado monte adentro no figura en gran parte de las estadísticas. Sin datos, faltan políticas públicas y acceso a derechos.
La información del último Censo Nacional 2010 (falta procesar el censo 2022) indica que la población rural en Argentina representa el 8,9% del total y las mujeres son minoría (45%) porque migran y padecen el desarraigo.
“Las desigualdades y las violencias estructurales que sufren las mujeres campesinas se caracteriza por las dificultades del trabajo digno reconocido monetariamente, y la falta de acceso a la titularidad de las tierras que son necesarias para la producción y para la vida cotidiana”, explica Carolina Moyano, miembro del Movimiento Campesino Córdoba y del equipo de feminismo campesino y popular.
La inequidad en el acceso al trabajo rentado y las condiciones de extrema exigencia en la cosecha de la papa en el oeste de la provincia de Córdoba, y de otros cultivos en varias provincias, sirvieron de motor para la búsqueda de alternativas de empoderamiento a través de emprendimientos.
El Movimiento Nacional Campesino Indígena, que articula desde hace 20 años a agrupaciones campesinas de siete jurisdicciones argentinas, y aglutina a nueve mil familias, también forma parte de Vía Campesina, una organización internacional que busca el desarrollo, el arraigo, mejores condiciones de vida y la soberanía alimentaria.
Estos movimientos impulsan desde hace un lustro acciones de reflexión y acción feminista, que nacen desde las propias comunidades. En la última asamblea que reunió a 200 mujeres este año (el doble que en 2021) en Villa Dolores, en el oeste cordobés, quedó claro que se trata de un feminismo con “los pies en la tierra”, que lucha por la igualdad: por la vida digna libre de violencias y opresiones.
“Hay que sacar a las mujeres de ese formato donde no hacen nada sino las dejan (...) He pechado [empujado] para que tengamos una reunión de mujeres, pero los hombres no les permiten ir, quieren saber de qué conversamos. No sé qué piensan que vamos a planear”, dice Miriam Reinoso, de 58 años, pionera de la Unión Campesina de Traslasierra (Ucatras) y habitante de Las Cortaderas, un paraje rural árido casi en el límite con la provincia de San Luis, donde cría cabritos, colabora con el servicio sanitario, elabora queso de cabra y cremas con hierbas medicinales.
Miriam viene peleando desde hace dos décadas por la autonomía económica de las mujeres, por el reconocimiento de las tareas no rentadas y la eliminación del sometimiento histórico. “En el caso de la venta de la producción de ganadería caprina, las campesinas no administran el dinero de la comercialización sino los varones”, explica Moyano. Además, señala, los animales de ellas se registran en los organismos oficiales a nombre de ellos.
Ana Cuello, una campesina de 42 años, productora de dulces (mermeladas) en la localidad de San José, subraya que el feminismo del campo es diferente al de la ciudad. “Lo hacemos desde nuestras raíces como trabajadoras rurales. Tenemos nuestra producción para defender nuestros ingresos y manejar nuestra plata”, remarca.
Las mujeres explican que el feminismo va tomando forma desde la educación popular como un ejercicio intelectual colectivo y horizontal que permite entender cómo se manifiesta el patriarcado en las relaciones, estructuras familiares y sociales campesinas, y desde ahí defender con acciones los derechos y la vida digna.
“En lo rural y en lo urbano periférico, el hambre y la pobreza tienen cuerpo de mujer. Es una metáfora un poco triste, pero el esfuerzo y las dificultades no se sufren por igual entre hombres y mujeres”, opina Moyano.
De sol a sol
En el pequeño poblado de Las Cortaderas, a unos 800 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, una calle de tierra seca y polvorienta separa al campo próspero de los campesinos empobrecidos. A la derecha, las hectáreas de soja con riego por aspersión. Al frente, un caserío de 41 familias que sobreviven sin energía eléctrica, con agua de pozo, algunos cabritos en los corrales, una escuela multigrado y un modesto centro de salud que funciona en el terreno de Miriam.
Ella es una todoterreno, que además de ganarse el sustento con tareas de campo es la referente de salud. No tiene estudios, pero aprendió con los médicos comunitarios: hace papanicolaus, aconseja a los jóvenes sobre anticoncepción y acompaña al profesional de salud que visita la zona una vez al mes.
“Es una vida muy sacrificada en el campo. Estás luchando día a día. Trabajamos mucho, de sol a sol. No tenemos un lugar para juntarnos a tomar mate o para recreación, no te da el tiempo”, detalla.
Allí, en primavera, hacen 40 grados a la sombra y las arañas se achicharran con el sol abrasador. En su casa en penumbras para mantenerla fresca, Miriam cuenta que conoce sus derechos, algo que sus antepasados ignoraban. Por eso fue una de las impulsoras de la apertura de la escuela campesina en un viejo galpón.
“La gente no sabe cómo vive la mujer en el campo. No tenés un feriado. Tenemos mucho trabajo que no es reconocido ni por los hombres que viven con nosotras. ‘Es ama de casa, no hace nada’, dicen. Si lavar la ropa, levantar a los chicos para la escuela o limpiar no es trabajo, ¿por qué no lo hacen ellos?”, ironiza.
Poca autonomía
El feminismo campesino se construye desde las unidades productivas conducidas por mujeres y desde espacios de formación política gestionados por el Movimiento Campesino, una organización sin filiación política.
Nucleadas en comunidades, llevan adelante sus propios emprendimientos colectivos: la elaboración de quesos de cabra, mermeladas, dulce de leche, miel, productos de huerta o con hierbas aromáticas. Los comercializan a precios justos a través de la organización campesina y así obtienen ganancias que les permite independencia.
“Veníamos trabajando en la perspectiva de igualdad de género, pero no era suficiente. Construimos el feminismo campesino y popular porque nos lleva a mirarnos desde las particularidades de la vida del campo. La discusión tiene que ver con el acceso a derechos; estamos disputando las políticas públicas desde el origen: no hay registro de la situación de mujeres, de cuántas son productoras y cuánto alimento producen. Creemos que si no se nombra no existe y si no existe, no se nombra. La economía que generan las mujeres es muy grande, pero la autonomía económica que tienen es muy baja”, opina Carolina.
Producción y poder
En El Barrial, un vecindario de San José un grupo de campesinas - las parientes Laura, Valeria, Lili, Romina y Ana Cuello, así como Belén Agüero y dos varones- llevan adelante un emprendimiento de fabricación de dulces caseros. La mesa de trabajo funciona en el patio de Ana donde se colocan los frascos esterilizados y se cocina la preparación a fuego lento.
Todas las dulceras tienen experiencia en la cosecha de la patata; algunas, desde los 11 años, con secuelas físicas por años de exigencias extremas. “La gente junta en una bolsa a mano la papa que va tirando una máquina, sin horario. Dejás la vida”, dice Valeria.
Por eso agradecen la oportunidad de recibir un subsidio del Estado para producir alimentos y comercializarlos. Pero aún les falta la habilitación para la venta al público; sólo lo hacen a través de una red de almacenes campesinos distribuídos en el país.
Valeria cree que la posibilidad de elaborar las mermeladas es un paso a la autonomía. “Ya no somos dependientes de que el hombre te va a traer la moneda. Ahora le digo a mi marido: ‘yo manejo mi plata, dividimos gastos’. El me dice ‘van a esas reuniones allá (del movimiento campesino) y se vuelven más fuertes’. Ya nos sentimos con más poder”, admite.