Romper el ciclo para evitar el colapso ambiental
La caída de un 94% de muchas poblaciones de mamíferos, aves, anfibios, reptiles y peces desde 1970 en América Latina y el Caribe es un contundente aviso de la posibilidad de un colapso ambiental y un llamado a la acción para evitarlo
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El reconocimiento reciente del derecho universal de la humanidad a vivir en un ambiente limpio, saludable y sostenible por la Asamblea General de las Naciones Unidas es, en cierta forma, un legado positivo que nos dejó la pandemia de la covid-19. Seguramente los largos meses de confinamiento global, los millones de muertes en todos los continentes, las secuelas de la enfermedad en amplios sectores y la desaceleración de la economía fueron argumentos suficientes para convencer a este foro de que la pervivencia humana sólo es posible si el funcionamiento de los ecosistemas se mantiene.
Pero esta conclusión no es todavía evidente para la sociedad global. Además de la renuencia de muchos a aceptar la realidad apabullante del cambio climático, la alienación de la población urbana con respecto a su entorno natural dificulta el entendimiento de la estrecha relación que tiene el bienestar humano con el estado de la biodiversidad. Comprender que la crisis climática y la pérdida de biodiversidad son dos caras de una misma moneda, es por lo tanto urgente como lo demuestra la publicación del Informe Planeta Vivo 2022 de WWF (Fondo Mundial para la Naturaleza, por sus siglas en inglés).
Ante los cada vez más frecuentes eventos catastróficos relacionados con la alteración del clima, debería hacerse evidente que sus impactos negativos pueden ser mitigados e incluso prevenidos si entendemos los ecosistemas como una infraestructura natural que ha evolucionado en respuesta a un mundo siempre cambiante y, al mismo tiempo, como responsables por el funcionamiento de los ciclos biogeoquímicos que configuran el clima.
Es preciso entender que, si no rompemos el círculo vicioso del deterioro de los grandes paisajes, bosques, humedales, praderas, para producir alimentos y fibras, o para extraer recursos no renovables, y si no dejamos de sobreexplotar y contaminar ríos y océanos, los impactos perniciosos del clima y sus consecuencias inesperadas sobre la biodiversidad harán cada vez más insuficiente la capacidad de producir los elementos que la sociedad global considera esenciales.
La declinación global de un 69% en las poblaciones de mamíferos, aves, anfibios, reptiles y peces, evaluadas desde 1970 por el índice planeta vivo y, en particular, el devastador 94% para América Latina y el Caribe, deben ser entonces vistos más allá de la muy válida preocupación por el incierto futuro de esas especies. Es un contundente aviso de la posibilidad de un colapso ambiental de proporciones planetarias y un llamado a la acción para evitarlo y para revertir las tendencias de pérdida de biodiversidad y del deterioro del clima en la Tierra.
De esta forma, y a pesar de que no es todavía jurídicamente vinculante, el reconocimiento hecho por la Asamblea General de las Naciones Unidas al menos pone sobre la mesa que los Estados y las corporaciones tienen el deber moral de no poner en riesgo la supervivencia futura de la especie humana. Es un paso importante hacia la adopción de un nuevo contrato social en el que la humanidad se considere como una especie más y no como la dueña del destino de los millones de otros seres vivientes de los cuales depende y con quienes tiene una responsabilidad de custodia y salvaguardia.
Resulta irónico, sin embargo, que este planteamiento trascendental sea hecho apenas ante la inminencia de la catástrofe, cuando tantos pueblos originarios alrededor del mundo han tenido siempre como pilar de sus cosmogonías la indivisibilidad del destino humano con el del resto de la vida en el planeta. Pero más vale tarde que nunca: quizá sea esta la oportunidad para coincidir con ellos al formular las nuevas metas para la biodiversidad planetaria en la irrevocable determinación de hacer posible el futuro en un planeta sano para todos. Es ahora o nunca.