Iván Triana, potenciador de talentos y creador de futuros en Ciudad Bolívar
Fundó la Biblioteca de la Creatividad, donde las necesidades y los problemas sociales truncan las vidas de muchos jóvenes. Atiende a 900 niños anualmente, moviliza unos 5.000 voluntarios y ha logrado que 60 muchachos lleguen a la universidad

A los 7 años, Iván Eduardo Triana descubrió en las caras de preocupación de sus papás lo que significaba la palabra crisis. En las montañas del barrio El Lucero, en Ciudad Bolívar, el sur de Bogotá, donde las familias se enfrentan a desafíos de todo tipo para subsistir, muchos jóvenes borran de su imaginación el verbo soñar. A su papá lo habían despedido de su empleo como vigilante. Su mamá se ocupaba de los quehaceres y de cuidarlo a él y a su hermano de 2 años, Heyner. No se rindieron. El padre se dedicó a vender tintos y aromáticas. La madre consiguió trabajo como empleada doméstica y luego hizo envueltos de mazorca y tamales, que vendió en esa otra Bogotá que él solo conocía a través de la televisión. Con ese ejemplo le dieron una primera lección, la de no rendirse y siempre buscar opciones.
A diferencia de muchos de sus amigos de juegos, que desertaron tempranamente del estudio, Triana tuvo en sus papás la enseñanza de valores y la imposición de límites: “Si alguna vez llega con olor a cigarrillo o borracho, habrá consecuencias”, le decía ella. En su familia paterna, especialmente en su tío bibliotecólogo, Jorge, tenía consejeros. Él siempre le recalcó la importancia del estudio, la disciplina, de trazarse metas y no desfallecer.
Hoy, Triana tiene 39 años, es bibliotecólogo con maestría en Emprendimiento e Innovación y dirige la Biblioteca de la Creatividad que fundó hace 16 años y al que le ha dedicado la vida, los ahorros y una pasión con la que contagia a los voluntarios y a sus dos socias: Andrea Barón y Yuly Triana. “Queremos convertir a Ciudad Bolívar en el Silicon Valley de la creatividad, generar ideas que solucionen problemas ambientales, económicos y sociales, cambiar la narrativa, que no sintamos vergüenza de decir que nacimos, crecimos y vivimos en Ciudad Bolívar, que se descubran el talento y las capacidades que abundan”, afirma entusiasta.
La biblioteca está ubicada en la vereda Quiba, un sector rural a 30 minutos de donde nació Triana. Allí viven 600 familias y hay cultivos de árboles frutales y fresas. Atiende a 900 niños al año, y moviliza unos 5.000 voluntarios, como estudiantes de diversas universidades y de colegios del resto de Bogotá, que también reciben el impacto.
En la sede, además de la biblioteca, tienen gimnasio, networking y ya cavaron las zanjas para levantar un laboratorio de gastronomía, al que esperan convocar escuelas de cocina que puedan ampliar a esa periferia su oferta de programas educativos, a la vez que producen y comercializan alimentos con los cultivos de la zona.
De niño, Triana quería ser futbolista, se embelesaba escuchando a los entrenadores que explicaban cómo el deporte forma el carácter y la constancia. A los 18, su mayor anhelo era entrar a la universidad para irse del barrio y no volver. “Aquí tiene esta plata, usted verá si compra la libreta militar y se pone a trabajar, o paga servicio y lo guarda para estudiar”, le dijo el tío.

Volver a Quiba para quedarse
En el contingente de la Policía al que fue destinado durante su año de servicio militar obligatorio, les dieron dos opciones: necesitaban 11 para ser profesores en dos colegios de la institución en Ciudad Bolívar, el resto vigilaría las estaciones del Transmilenio. No porque le interesara enseñar, sino porque no le apetecía prestar guardia en las paradas de transporte, se le midió a competir por uno de los cupos para ser maestro. Los escogían en una carrera: llegó de quinto y lo enviaron al colegio de educación primaria en Quiba.
Ese lunes de junio, a las 7 de la mañana, cuando le asignaron cuarto grado, sintió terror. Había alumnos hasta de 17 años, rebeldes y agresivos, que venían de entornos familiares difíciles, muchos desplazados, rechazados ya por el sistema educativo y a los que la única opción que les quedaba, obligada por sus padres, era terminar al menos la formación básica en esa escuela.
En los recreos se fue ganando la confianza de los muchachos, jugando fútbol y escuchándoles sus problemas. Recordó a su profesor Luis Suárez, que le enseñó matemáticas en secundaria y al que le debe la capacidad de pensar, de visualizarse. Fue el primero que le dijo: “Usted tiene talento, descubra para qué sirve”.
Luego le asignaron quinto y armó una minga con los alumnos para reparar los techos y las ventanas del salón. Un mes antes de terminar su servicio militar, en enero, se despidió, pues ingresaba a la Universidad La Salle. El primer mes asistía a clases con permisos de la Policía y en uniforme. Sintió el rechazo cuando, presentándose frente a todos, contó que venía de Ciudad Bolívar. Una noche que tuvo que quedarse adelantando un trabajo, sintió que lo seguían. Lo llamaron por su nombre: “¿No se acuerda de mí?”. Era uno de sus mejores amigos de infancia, con el que había pactado tantas promesas de salir adelante. Estaba consumido por la droga.
Cuando, al otro día, en clase les preguntaron qué era el éxito profesional, todos sus compañeros de carrera hablaron de tener carros, casas, dinero y poder viajar. Algo había cambiado en Triana: “Éxito profesional es la capacidad de generar impacto positivo en una comunidad con el conocimiento adquirido”, dijo. Se acordó de ese amigo, ahora habitante de calle. y pensó que tenía que volver a Quiba, que estaba en deuda con esos muchachos.
Cinco años después trabajaba en una constructora, pero no era feliz. Regresó al colegio donde enseñó y buscó a sus alumnos. Varias muchachas tenían 16 años, dos hijos y un marido que podría ser su abuelo, y eran víctimas de violencia intrafamiliar. Otros ya eran difuntos. Dijo a la sargento que dirigía el colegio que quería armar una biblioteca, y le asignaron un salón desvencijado.
Se enamoró de esa labor a la que dedicaba sus tiempos libres. Un día reunió a su familia y le contó que iba a renunciar. No hizo caso a las recomendaciones de prudencia. El sueño de buscar un terreno para construir la sede, fuera del colegio, se convirtió en su motor. Hizo rifas y dio talleres sobre empoderamiento, conversó con empresarios. Una nota en televisión, destacando su labor, lo puso en el ojo público y no lo desaprovechó. Logró patrocinios y compró el lote en Quiba.
Triana no cree en el asistencialismo. Su frase es “yo doy un paso y alguien da el siguiente conmigo”. Con eso alienta a los muchachos para que gestionen, no esperen regalos y busquen las semillas para luego conectarlos con empresas, con esa base de datos de padrinos que conocen su labor y lo han venido apoyando.
Un profesor de la Escuela de Administración de Negocios (EAN) lo vio en pantalla y lo llamó. Casualmente, era esposo de una excompañera de la constructora. En la universidad, a la que tiempo atrás había escrito averiguando maestrías, le pidieron exponer su proyecto. “Lástima, aquí solo patrocinamos a egresados”. Mientras doblaba su carpeta y se disponía a salir, le dijeron que en realidad le estaban ofreciendo convertirse en uno, con beca del 100% para estudiar eso que había soñado: “Es la magia de la vida, que va conectando cosas”, dice.
Andrea y Yuly eran amigas de infancia, conocieron su labor y dejaron sus trabajos para convertir el proyecto en empresa. A las reuniones con los muchachos de Quiba invita a diferentes personas para que cuenten sus historias de esfuerzos, fracasos y logros. Así, en 2018 llegó un ciclista chileno que venía desde Canadá pedaleando, otro atleta que se preparó para las competencias de Ironman y uno más que les contó que quería hacer el Camino de Santiago. Eso inspiró a varios, comenzaron a entrenar, se propusieron correr desde Quiba hasta Tunja, pero el cuerpo solo les dio para 100 kilómetros de los 230 de distancia.
Cinco no desfallecieron. Con patrocinios, rifas y ventas, en 2018 viajaron durante tres semanas a Europa. En pleno invierno pedalearon 880 km durante 13 días desde Roncesvalles, en la frontera entre Francia y España, hasta Santiago de Compostela. Los cinco adolescentes, de 14 a 16 años, volvieron con una mirada distinta. Hoy, uno tiene una productora audiovisual, otro tiene un negocio de transporte, uno más estudió energías renovables y una más, que es replicadora del proceso con niños pequeños, está terminando Trabajo Social y ya tiene ofertas para vincularse con una de las empresas aliadas. “Tenemos 60 muchachos que ya se graduaron de la universidad o están estudiando”, cuenta Triana con orgullo.
Sus papás, a los que les debe el empuje y quienes cumplieron su sueño de tener casa, nunca perdieron el foco. Su hermano es comerciante. Cuando lo han atacado las dudas, Triana piensa en ellos, en cómo los ha visto trabajar y se responde a la pregunta de ¿para qué estoy acá?
La próxima aventura es llevar a cinco chicos a la NASA, en Cabo Cañaveral. El viaje será en julio de 2026, cuentan con el apoyo de la Universidad de la Florida. Con una rifa sacaron los pasaportes, montaron una tienda, ya tienen las visas y siguen levantándose la plata para el viaje. Su objetivo es abrirles la mente, que los muchachos crean que es posible, que entiendan que nada les está negado si se trabaja, si creen, si no sienten vergüenza de su procedencia, y comprendan que, justamente, esa historia personal es parte de su fortaleza.
La meta es que el verbo soñar se pueda conjugar en Ciudad Bolívar y que los muchachos entiendan que cada uno es capaz de moldear su destino: “Jóvenes inspirando a otros jóvenes”.
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