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La nueva amenaza de los pueblos palafitos del Caribe colombiano es una planta asiática

Más de 4.000 personas están encerradas en la Ciénaga de Santa Marta, donde se ha detectado un alza de enfermedades. La invasión de ‘hydrilla verticillata’ dificulta a los profesores llegar a las aulas y a los pescadores llenar la mesa

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El primer panadero de Nueva Venecia llegó hace 16 años. Se instaló en la que es hoy la casa de doña Elsy Rodríguez para vender sus famosos panes de mantequilla y rodillo a los vecinos del pueblo palafito del Caribe colombiano. A los pocos días de escribir en la fachada Panadería Wendy, la vecina de enfrente “quedó enamorada”. Nada más verlo, chascó los labios y nadó hasta la puerta del panadero. Repitió la incursión una y otra vez hasta que él aceptó una cita (y tener cuatro hijos). Años después, doña Elsy añadió al mural cinco palabras más: “Donde se robaron al panadero”. “Una historia de amor como esta ya no podría suceder”, lamenta la madre comunitaria. La invasión de la hydrilla verticillata ha puesto en jaque a esta pequeña localidad que vive del agua y ahora teme meterse en ella.

Los pescadores de la zona fueron los primeros en notar que algo no iba bien. En las largas jornadas de pesca, repararon en que unos tentáculos grisáceos emergían del fondo de la Ciénaga de Santa Marta hasta rozar prácticamente la superficie. Hace un año, esta planta estaba a las afueras y lejos de sus hogares. Desde marzo, lo acaparó todo: incluyendo las vías de paso entre las casas y las principales rutas de faena. Desde entonces, las atarrayas y los trasmallos apenas pescan sabalete, róbalo o mojarras; ahora arrastran restos de esta planta que parece infinita. Según Corpamag, la autoridad ambiental del Magdalena, en mayo ya ocupaba unas 700 hectáreas; algo así como 980 canchas de fútbol.

Para César Rodríguez Ayala, presidente de la Junta de Acción Comunal, el dato queda desactualizado por minutos. “Esto se reproduce demasiado rápido, es una cosa increíble. Pero a nadie parece importarle, nos tienen olvidados”. Cada tanto, el hombre convoca a los vecinos para meterse a la ciénaga, machete en mano, para arrancar la hydrilla -también conocida como tomillo de agua o rabo de caballo- y poder ir trazando pequeños senderos por donde pasan las canoas, lanchas y la única ambulancia de la localidad (con el motor roto hace años). En los días de poda, también aprovechan para arrancar la tarulla, otra variedad que, si bien era común en el territorio, está multiplicándose con el cambio ecosistémico del lugar.

Vista desde arriba, Nueva Venecia es una sopa con más fideos que caldo. Poco queda del mayor espejo de agua del país, que atrae a miles de turistas nacionales e internacionales curiosos por entender cómo se vive en casas sostenidas en pilotes de madera sobre un pedazo de agua, que ni es mar ni es río. De esta Ciénaga de agua salobre dependen más de 300.000 personas y 12 municipios de la costa Caribe.

La hydrilla crece por momentos debido a su prolífica reproducción, que se da mediante sus flores, los turiones de sus hojas, los fragmentos sueltos de la misma y por una especie de tubérculos que están cerca de la raíz y que pueden reproducirse incluso años después. Su presencia está reduciendo el nivel de oxígeno, densificando la columna de agua y cambiando así lentamente el ecosistema del lugar. Los vecinos no son los únicos afectados; la fauna oriunda de la Ciénaga también parece estar confundida. El temor de los biólogos es que, del mismo modo que están quedándose aves como el chorlito y alcaldito que antes solo venían de paso, las especies autóctonas, como el bocachico o el manatí, busquen otras aguas para vivir.

“Es como si nosotros pasáramos de correr en una pradera a hacerlo en un bosque enmarañado”, resume Luis Chasqui, delegado del Invemar para el Comité Nacional de Especies Invasoras. Si bien hay literatura que muestra cómo la hydrilla ya se documentó hace 30 años en Girardot, es poca la información sobre cómo se erradicó entonces. Para Chasqui, la opción más viable es la remoción manual o mecánica o tal vez una mayor presencia de agua salada, a la que repele el tomillo de agua.

El lunes, la Corporación Autónoma Regional del Magdalena llevó la primera maquinaria extractiva en un proyecto piloto de ocho días que busca ver con qué velocidad se expande y qué tan efectiva es la estrategia. Dos días más tarde, se reunían en Santa Marta otras autoridades competentes para buscar soluciones, después de una protesta ciudadana y la mediatización del caso.

Hicela Mosquera, jefe de oficina de planeación de Corpamag, reconoce que van a tientas. El hecho de que la planta no aparezca entre las especies invasoras catalogadas y estudiadas por el Ministerio de Ambiente convierte la operación en un ensayo de prueba y error. “Somos muy cautelosos porque no sabemos el impacto que pueda causar cualquier movimiento. Nuestra principal preocupación es mantener la dinámica hídrica”, explicó por teléfono. “No sabemos si la hydrilla se vaya a quedar o en algún momento desaparezca, pero sí que no va a ser una salida rápida. Hay que apostar por buscar otras alternativas de subsistencia a la pesca por lo que pueda pasar”.

Pero los tiempos de las instituciones son demasiado lentos para una comunidad de 4.000 vecinos que vive por y para el agua y que lleva años al margen del Estado. La invasión es la gota que llena el vaso de un pueblo que no cuenta con la titularidad de sus casas, ni electricidad estable, ni educación superior, ni agua potable o saneamiento. Por eso, la solución que se aplicó en Estados Unidos hace dos décadas con el tomillo de agua no es viable en la comunidad. “Allá la comunidad lo procesó e hizo de la mata un complemento alimenticio, pero aquí no existe la infraestructura. En un ambiente con un saneamiento tan bajo, no es adecuado para la salud humana”, explica Chasqui.

Zuleima de la Hoz, enfermera de Nueva Venecia, teme que el estancamiento de las aguas -que condensa en el pueblo los desechos y las aguas fecales de la comunidad- haga proliferar el dengue. En los últimos cuatro meses, han sido diagnosticados tres casos, que se derivaron a tierra firme, pues en la Ciénaga no existen pruebas diagnósticas. “Recibimos a diario niños con úlceras en la piel o diarreas”, cuenta preocupada en el destartalado puesto de salud. “No sabemos qué es esto ni qué tan malo es”, añade Freddy Camacho, profesor de matemáticas, quien ha quedado varado varias veces en la lancha de camino a clase. “Ya es todo un reto que los niños de aquí estudien como para que pase esto”.

¿De dónde llegó la planta?

En el pueblo, hay miles de teorías sobre cómo llegó una planta asiática a la Ciénaga Grande de Santa Marta. Unos dicen que los trajeron turistas chinos y que lo sembraron a propósito para su propio consumo. Otros, que es una forma de desplazarlos del territorio, como ha tratado siempre el conflicto armado. Para otros, es el cambio climático o alguna reacción tóxica del medio. El olvido del Estado también se palpa en la ausencia de un relato honesto.

Aunque Chasqui tampoco lo tiene del todo claro, se inclina por dos teorías: cabe la posibilidad de que llegara anclada a los lastres de los barcos o que sea el resultado de los desechos de la industria acuícola, pues esta es una de las matas favoritas para la decoración de acuarios ornamentales.

En Bellavista, el pueblo palafito más cercano a Nueva Venecia, todos cruzan los dedos. Hasta aquí llegan flotando los parches que arrancaron sus vecinos por minutos: diminutas islas de tarulla con hydrilla enroscada en la raíz se aproximan a un territorio que teme ser el siguiente.

“En los 2000 nos desplazó la violencia, ahora una mata”

Nueva Venecia se fundó en 1847 por pescadores ribereños, cansados de ir y volver a la Ciénaga a diario en sus barcas a vela o palanca. Uno de ellos decidió empezar a construir casas con hojas de mangle y palmas, e invitar a que sus familiares vivieran allá custodiando el pescado fresco. Poco a poco se fueron adaptando las casas y, aunque la pesca sigue siendo el corazón económico de la comunidad, desde hace poco más de un lustro ha empezado a despegar el turismo.

La violencia y el abandono estatal han jugado un rol muy importante en Nueva Venecia, por su estratégica ubicación. El 22 de noviembre de 2000, la comunidad fue víctima de la mayor masacre del Magdalena, cuando un grupo de 20 paramilitares acusó a los vecinos de ser colaboradores de la guerrilla y mató a 37 personas. Muchos se desplazaron por miedo y por necesidad y fue la propia dinámica de las ciudades lo que volvió a traerlos a los palafitos.

“En el 2000 nos desplazó la violencia y hoy quiere hacerlo una planta”, lamenta doña Elsy, a quien le mataron dos hermanos, un sobrino y un primo. “Seguimos en pie, gracias a Dios”. Carlos Ibáñez es dueño de la empresa turística de Laguna Tour y también teme que el turismo reciba el embiste de la plaga. “Esto funciona del boca a boca y ya notamos un descenso del año pasado a este. Algunos turistas llegan con miedo y temen enfermarse o deciden no comer aquí”.

Arquímedes Gutiérrez no descansa a pesar de sus 77 años. Cada día, después de la jornada de pesca, se organiza con uno de sus vecinos para seguir podando el frente de sus casas. “Si se acaba la pesca, se acaba el pueblo. ¿Qué más podemos hacer?“, se pregunta. Los pescadores de la zona, que antes ganaban 100.000 pesos colombianos (unos 22 euros) en un buen día de pesca, hoy no llegan a los 40.000 (10 euros). Pero Gutiérrez, como muchos otros, confían más en Dios que en las autoridades. ”Sólo le pido que nos mande una bendición de agua salada", implora al cielo sin soltar el machete.

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