Los cien segundos previos
Esta semana James Rodríguez cumplió la edad de Cristo y firmó dos de los tres hitos más importantes del fútbol colombiano. Si consigue llevar a esta generación de futbolistas a la victoria contra Argentina, pasará mucho tiempo antes de que Colombia vuelva a parir un 10 que la rompa como él
Cada compatriota honrado y también los ladrones pueden recitar de memoria aquello que ocurrió hace diez años: la bajada de pecho dirigida, a veinticinco metros del arco, el golpe de vista al portero uruguayo como afanando la fuerza de gravedad y el zurdazo templado desde la cadera que la clavó de picabarra.
Lo que no hace parte del recital patriota de aquel entonces son los cien segundos previos: la salida con pelota al piso; el ir y venir del cuero templado; el retroceso aferrado, mordido, de los mil defensas charrúas.
Aquel pase de cabeza de Abel Aguilar puede parecer un rebote con suerte sólo si no consideramos esos segundos anteriores durante los cuales las tres líneas del seleccionado trabajaron el arrinconamiento de la defensa latinoamericana por antonomasia.
Ese orden táctico, ese sacrificio y esa capacidad de presión con líneas coordinadas que hace una década nos regalaba José Néstor Pékerman, hoy lo teje uno de sus discípulos, el ex defensa de la selección argentina subcampeona del mundo en 1990, Néstor Gabriel Lorenzo, y en esa duplicación del Néstor cómo no leer la estela de una dinastía.
Ayer viernes 12 de julio de 2024, cuarenta y ocho horas antes de la final de la Copa América 2024, James David Rodríguez Rubio, el enlace visible de la dinastía Néstor, cumplió la edad de Cristo. En sus dieciocho años como jugador de fútbol profesional (2006-2024) James ya firmó dos de los tres hitos más importantes del fútbol colombiano: la victoria contra Uruguay en octavos de final de la Copa del Mundo 2014 con su gol Puskás, y la victoria contra Uruguay en la semifinal de la Copa América 2024 con una asistencia que fue su sexta en el torneo, lo que nadie nunca había conseguido pues el récord —cinco asistencias— lo ostentaba Lionel Messi, el 10 de la actual selección campeona del mundo. Madre mía.
Sobra decir entonces que este domingo 14 de julio de 2024, cuando la selección de Néstor Segundo juegue la final con la selección campeona del mundo, James Rodríguez enfrenta el nuevo hito más importantes del fútbol colombiano, y si consigue acompañar a esta generación de futbolistas a la victoria contra Argentina, pasará mucho tiempo antes de que nuestros mares, montañas y selvas vuelvan a parir un 10 que la rompa y la cosa, como la rompió y cosió en este torneo el 10 fundamental de la dinastía Néstor.
Pero una selección de fútbol con vocación de historia nunca es solo su estrella singular.
Suele ocurrir que vemos con tal ansia de fantasía los récords y los reconocimientos y las narrativas deportivas volcadas sobre aquellos que hacen goles y asistencias, que apenas si reparamos en la laboriosidad previa que hace posible la fantasía: los cien segundos previos a la inventiva; el trabajo obrero.
En la semifinal del miércoles contra Uruguay el equipo salió a proponer y el espacio que estaba dejando propició dos contragolpes que estuvieron cerca de abrir el marcador en favor de Uruguay. Lorenzo ajustó líneas y después del minuto treinta del primer tiempo todo fue para Colombia, que sumó tres tiros de esquina, el tercero de los cuales capitalizó con una fortaleza obrera que este equipo trabaja y que no es —no era—frecuente en el ADN del futbol colombiano: el juego aéreo. Todo parecía diáfano para Colombia, pero llegó la expulsión de Daniel Muñoz.
A las selecciones de ADN mañoso y aguerrido como Uruguay, Brasil y la misma Argentina no se les gana sólo con goles. Se les gana con cancha, y responder de manera evidente y con un golpe a la provocación clásica del pellizco es exactamente lo contrario a saber de cancha.
Entonces vino lo que cada compatriota honrado y también los ladrones no nos esperábamos en medio del suplicio que fue el resto del partido: un manejo de los cambios y de los tiempos impecable por parte del director de orquesta. Lo que Lorenzo hizo, entre el primer cambio obligado por la expulsión (entró el segundo lateral derecho, Santiago Arias), y el quinto cambio en los últimos diez minutos del partido (entró Luis Sinisterra por Lucho Díaz, le dio aire al ataque y fue Sinisterra el que robó las dos pelotas que casi terminan en el segundo gol de Colombia), fue el toque maestro y paciente del único sujeto en el estadio con la casaca de Colombia que no estaba a punto de perder la cabeza y caer muerto de un infarto. Quizás el secreto de la camisa morada de Néstor Gabriel Lorenzo sea que le aprieta el corazón de tal modo que le otorga cordura y le evita los infartos.
Otro gran técnico de la actualidad futbolera colombiana, el samario Alberto Miguel Gamero, ex lateral obrero de la banda derecha, lleva cuatro años desarmando la ansiedad de una de las hinchadas más grande del país enseñando una sola cosa vital: las finales son para gozarlas; el esfuerzo físico sobrehumano y la concentración de monjes es para llegar allí y disfrutarlas.
Las finales se pueden ganar o perder y esos son los registros del tipo de historia deportiva y mísera que hemos construido, donde la memoria es para los ganadores y el olvido para los subcampeones.
Pero antes de ganar o perder correrá el balón sus segundos infinitos, y en algún momento de esas tensiones y choques que tienen que ser gozo, en los cien segundos previos al tiro de esquina luchado y decisivo, en aquellos cien segundos antes de la equivocación trágica que conduzca a una expulsión, cuando corran esos cien segundos de laboriosidad previa al gol que desencadene el apoteosis, detengámonos y fijémonos en los obreros que están apretando y marcando y corriendo y haciendo posibles esos cien segundos previos a la gloria.
Porque la gloria es corta, se esfuma.
En cambio, una cultura de cancha y jerarquía, que solo es posible con obreros que hagan brillar a las estrellas, y estrellas que sepan brillar junto al brillo obrero —la pisada de pelota de Richard Ríos, el pase de salida de Jefferson Lerma, la velocidad en los cierres de Davinson Sánchez—, es un valor que perdura y su construcción es lenta: dinastías.
Esta dinastía de los Néstor es una que baila: el plantel de veintiséis futbolistas colombianos presentes en la Copa América 2024 sabe qué es el gozo.
Prendamos una vela tricolor para que mañana domingo, al final de la noche, el mundo entero conozca nuestro camerino enloquecido por el baile.
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