Teresita Gómez: “Si volviera a nacer sería una rapera incendiaria”
La pianista más reconocida de Colombia repasa su historia de resistencia y éxito en una biografía publicada a sus 80 años. Con la memoria intacta y una rutina tan estricta como hace años, celebra su vida: “Ya no pienso en lo que quieren los demás”
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“Una mujer eterna
que cierra los ojos
para ver mejor
la sinfonía que le dicta el corazón.
Manos negras sobre teclas blancas.
Sonrisa blanca sobre teclas negras”.
Con este poema, el periodista y escritor Juan Mosquera Restrepo, describió a Teresa Gómez; una niña que se crió en un palacio sin ninguna comodidad de la realeza. Teresita, como le siguen diciendo a pesar de haber cumplido 80 años en mayo, es la hija adoptiva de Valerio Gómez y Teresita Arteaga, los porteros del Palacio de Bellas Artes de Medellín. La habitación en la que dormía, recuerda, estaba a unos pasos de la sala donde se custodiaban los pianos más preciados de la ciudad colombiana. Apenas un cuarto repleto de estatuas de santos tapados con sábanas la separaban de las teclas. Eso y el racismo de mediados de siglo, por el que le repetían una y otra vez que “eso no era para negras”. El único que desoyó la cantinela fue su papá adoptivo. Y, por supuesto, ella. “Él me llevaba de la mano a revisar que todo estuviera bien cerrado en la noche. Y cuando no miraba nadie, yo me ponía a tocar. Él se sentaba a veces a oírme. ¿El qué? Ni sé. Tocaba lo que veía que tocaban las niñas que sí podían recibir clases”, cuenta como si aún conservara la imagen fresca de sus manitas de niña tratando de adivinar cuál sería la siguiente nota.
Teresita aprendió a tocar primero de oídas y luego a escondidas. “Cuando la profesora me pilló me dijo: ‘La negra está tocando el piano”, dice con la mirada encendida. Pero el talento pesó más y accedió a darle clases extraoficiales cuando sus alumnas adineradas dejaran el recinto y sin que nadie supiera. Los martes a las 20.00. Esta fue la primera gran victoria de muchas.
Así se fraguó ese amor a primera oída. Desde las primeras clases hasta que se convirtiera en la pianista clásica más reconocida (y querida) de Colombia pasó de todo. El expresidente colombiano Belisario Betancur la seleccionó como agregada cultural en la Alemania Oriental para llevar las melodías de los mejores músicos colombianos al exterior, ha tocado en los escenarios más importantes del mundo como la Sociedad Chopin o en el Festival Internacional Franz Liszt y fue miembro de la Ópera de Colombia. Cuesta creer que aún no tenga una serie en Netflix. A pesar del reconocimiento y la fama internacional, Gómez cuenta que “una nunca deja de ser negra”: “Pero uno puede desbaratarle el racismo al otro. Yo lo he hecho miles de veces”, afirma desde Jericó, en el corazón antioqueño, durante el marco del Hay Festival Jericó, organizado por la Caja de Compensación Familiar de Antioquia (Comfama).
Si bien la serie parece hacerse esperar, cuenta con una hermosa biografía publicada recientemente por la reconocida escritora Beatriz Helena Robledo, con quien compartieron casi un lustro de conversaciones, vinos, cartas y recuerdos, además de décadas de amistad. “Cuando Tere me pregunta ¿y ahora qué?, le digo que mi trabajo ahora es sacármela de adentro. La estudié tanto que casi siento que me posee. Con ella hice un doctorado en música, budismo, antirracismo...”, dice Robledo entre risas. Teresita Gómez. Música, toda una vida (Debate, 2023) es un legado riguroso, detallado e inspirador sobre una mujer que tiene aún mucho que decir. Y mucho que tocar: “A mí me quieren, pero no es porque sea una gran pianista. Es porque le pongo todo el alma. Como cantaba Chavela [Vargas]. Yo toco la música clásica chavelosamente”, dice la artista.
Este domingo, recibe a EL PAÍS en la casa de una de sus grandes amigas, rodeada de orquídeas, buganvillas e hibiscos, con una copa de vino blanco en la mano y el celular en silencio “para no perder los rituales de la conversación”. Ríe a carcajada limpia y contagiosa, se emociona con facilidad y narra como si lo recordara todo por primera vez. En ese cuerpecito menudo pero robusto hablan las dos Teres: la mujer de alma vieja y la niña a la que tardaron mucho en dejar tocar Mozart.
Pregunta. Usted creció con muchas prohibiciones. No podía tocar piano con las demás niñas, no podía tocar Mozart… ¿Cómo se convirtió la música en un refugio?
Respuesta. Ay, es tan raro. Porque mi infancia fue tocar piano y a uno de niño las cosas no le duelen más de cinco minutos. Me decían negra y mi mamá me decía que les cantara unos versos: “Morenita soy, señora. Yo no niego mi color. Y entre rosas y azucenas, lo moreno es lo mejor”. Y se reían de mí, claro. Yo me defendía con poesía. Y… ¿qué más le iba a decir, que hablo de corrido y se me olvida?
P. Hablábamos del racismo…
R. Ah, sí. Vea, uno empieza a aprender a defenderse. A mí cuando no me invitaban a los cumpleaños o primeras comuniones, yo me paraba a llorar en la puerta y mi mamá me daba pellizcos. Pero también eso se me olvidaba, porque las que no me invitaban eran amigas a lo escondido. Ellas también sufrían, creo. Por eso siempre digo que hay que aprender a ser negro...
P. ¿Cómo?
R. Es un camino espiritual de empezar a amarse a uno mismo. Empieza el día que estás contento con este color, que sabes que es un color que no le gusta a todo el mundo, pero a mí sí… El problema del racismo lo acrecenta uno mismo, porque uno puede desbaratarle el racismo al otro. Yo lo he hecho mil veces.
P. Como cuando el embajador colombiano en Alemania Oriental le preguntó si sabía leer y escribir. Usted le respondió que sí y que, además, tenía una letra muy bonita...
R. Es que si uno entra a bregar con la persona, va por el camino que no es. El silencio es una de las defensas más grandes que hay. Ante estas cosas tan fuertes, te debes quedar callado para desarmar al otro.
P. ¿Usted sintió que tenía que demostrar más que los demás?
R. Eso sí, uno tiene que mostrar que los negros sí pueden tocar Mozart, pero hay que mostrarlo bien y estar muy contento con lo que uno hace, para que no se lo derribe nadie.
P. Y lo hizo sin referentes.
R. Ay, sí. Ahora hay dos por aquí, pero todavía los pianistas negros de música clásica son escasos. Además, tocar música culta, como le dicen, en Latinoamérica es un viaje a tener escasos recursos toda la vida. Hasta mis 50 años fue muy duro, crié tres hijos con escasos recursos. Y ahora no tengo plata, pero estoy tranquila. Cuando eres negro y eres adoptivo, te quedas sin nada. No tienes a nadie atrás, no tienes dinero. Al principio tocaba piano para que la gente me quisiera; ahora toco piano porque quiero a la gente y mucho. Pensar en convertirme en un referente yo… es una responsabilidad muy grande. ¡Ay, qué cosa tan fuerte!
P. ¿Le ayudó la cultura zen a estar tranquila?
R. Eso vino después, me metí en eso al leer una biografía de un yogui del amor. A mí me parece que el amor es mucho más que la cama. Y el budismo me ayudó mucho, porque no te decían que esto te pasa porque te portaste bien o mal... Era todo sobre el autoconocimiento. Hay gente que dice que deja la mente en blanco, pero no creo en eso. Porque la loca de la casa te está diciendo todo el tiempo bobadas en la cabeza...
P. Es muy difícil sacarse esa voz interior…
R. Creo que la loca de la casa lo acompaña a uno toda la vida. Entonces hay que frenarla un poquito para poder visualizar lo que pasa de verdad.
P. ¿Se va alguna vez el síndrome de la impostora?
R. A veces vuelve. Y yo pienso: ‘¿otra vez?’. Y vuelve. Me ha costado mucho. Pero ya no trato de atacarla, sino que dejo que vuelva. Y se va. Si tú no luchas con el enemigo, el enemigo se cansa.
P. Al volver de su intercambio cultural en Cuba, la acusaron de zurda; de pertenecer al M-19. El presidente actual, Gustavo Petro, formó parte de esa guerrilla. Usted también alabó mucho a la vicepresidenta Francia Márquez, a la que llamó “la Mandela colombiana”...
R. Mire, a mi no me gusta hablar de política, pero Petro es un tipo de mucha sabiduría. Un hombre que es más un líder mundial que un presidente colombiano porque aquí no lo van a dejar hacer absolutamente nada. Es un humanista. Y Francia destapó todo lo que uno creía que no sucedía, un racismo que pensábamos que ya no estaba.
P. Usted priorizó la música ante todo, incluso del amor.
R. Es que ni el amor se puso antes que el piano. ¡Qué pecado los hombres con los que estuve! —se ríe— Porque les decía, no puedo salir ahora, que tengo que memorizar el segundo movimiento de la sonata.
P. Prioridades…
R. Sí, y con otras cositas. La música se me había metido tanto que las cositas amorosas quedaban en un segundo plano. Es una monjitud musical —se ríe.
P. Y aún así todo el mundo la adora en Medellín...
R. Pero también fue difícil. Yo volví a vivir en Medellín para reconciliarme con los paisas. Fue muy difícil ser negra allá, pero uno tiene que sanar el sitio donde nació. “Todos vuelven al lugar donde vivieron” —canta—.
P. En el extranjero, la música colombiana que más se oye es el reggaeton...
R. Cada vez se escucha menos lo clásico, sí. Estamos entrando en un momento de industrialización de la música donde se da lo virtuoso sin alma. Hay ahora mismo una corriente de música fría. Pero, ¿anoche en el concierto qué fue lo que tocaron? ¿Eso era reggaeton?
P. No, era rap.
R. ¡Ay, qué maravilla! Yo hubiera sido rapera, de corazón. Si volviera a nacer sería una rapera. Una rapera incendiaria. Me encanta. Te juro, porque yo soy rebelde. No soy nada conformista, ya me habrían quemado en cualquier parte.
P. Usted cumplió 80 años en mayo. ¿Qué le trajo esta nueva etapa?
R. Es una maravilla, a uno se le cae toda la bobada de pensar en lo que quieren los demás. Ya ve las cosas como son, claro que también tienen sus despistes. Pero ahora soy más realista sin ser pesimista. La edad te da saber que las cosas no son como uno quiere o las imagina… Se acaban muchos sueños hechos por la sociedad, cuando descubre que no sirven de nada. Como el consumismo, que pega muy duro.
P. ¿Y cómo va a celebrar los 90?
R. Bailando.