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Gobierno de Gustavo Petro
Columna
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Acuerdo nacional o radicalismo total

El presidente Petro insiste en un acuerdo a la vez que insiste en que el Congreso debe aprobar sus reformas

Gustavo Petro
El presidente de Colombia, Gustavo Petro, en la Cumbre Amazónica, en Belém (Brasil).Antonio Lacerda (EFE)

¿Dónde ve usted al presidente Petro en su segundo año de gobierno? ¿Del lado de la convocatoria del gran acuerdo, o, por el contrario, asumiendo el postulado del radicalismo programático en el que, si el Congreso no aprueba las reformas sociales, el pueblo las impone? Por una parte, insiste en que este es el momento del Acuerdo Nacional. El momento de la Gran Colombia, el momento de ceder: “A quienes han dirigido al país hasta hace poco los invito a aprovechar las posibilidades de la paz total”, una disminución de la inequidad social, una sociedad donde la juventud pueda sentir que tiene futuro y muchos otros beneficios indiscutibles. Pero, en otro escenario, sostiene: “Que se caen las reformas, pues yo prefiero cambiar la relación política en Colombia. Las reformas las va a exigir el pueblo tarde que temprano, allá el Congreso si decide tumbarlas. Yo lo que estoy pensando –agregó— es que no estamos obsesionados con su aprobación. Las EPS se van a acabar, no se dieron cuenta de que la ley las salva y se fueron en contra, pues se acaban. El país quiere que esto salga bien y para que salga bien tiene que haber un acuerdo nacional, un avance en la paz, que está ligado”.

Para el presidente Petro el “acuerdo” solo se perfecciona si la oposición “cede” aprobando las reformas sociales que él propone para acabar con la desigualdad. Todos queremos acabar con la desigualdad, pero para lograrlo necesitamos ponernos de acuerdo en el cómo; ese sí sería un Acuerdo Nacional para conseguir el verdadero Cambio, en mayúsculas, que su Gobierno ha prometido.

El problema está en que el camino del radicalismo total, por cuenta de la imposibilidad de asegurar el acuerdo basado en la solicitud presidencial de “ceder” a los partidos de oposición, a los empresarios y a unas mayorías electorales que se darían en las elecciones regionales de octubre, tiene sus efectos peligrosos: coaliciones enfrentadas de sectores urbanos con organizaciones rurales. Ya de por sí tenemos los reclamos de los gobernadores al Gobierno central, en términos muy fuertes, porque no los están escuchando. Buscan frenar el accionar violento de los grupos armados ilegales fortalecidos al amparo “de las improvisaciones y vacíos de la paz total y por violentos bloqueos y anarquía. Los delincuentes intimidan, amenazan y atacan a la población civil”. Nadie puede restarle gravedad al escandaloso asesinato de policías. Colombia está herida en materia grave por esos delitos. Como lo he venido sosteniendo en esta columna, estamos condenados al acuerdo de paz total.

Otra preocupación en la mesa del próximo evento electoral es la amenaza de alteración del orden público en 380 municipios, según las alertas tempranas del Defensor del Pueblo. Por su parte, el registrador nacional del estado civil advirtió la injerencia de grupos ilegales en el proceso para afectar las votaciones de octubre y constreñir al elector. Es necesario que se considere la posibilidad de aplazar las elecciones en aquellos lugares donde la gravedad de los hechos así lo amerite. Las Naciones Unidas dejaron constancia de que las masacres han crecido este año y que 52 hechos verificados dejaron 168 víctimas, lo que confirma la necesidad de atender los reclamos de los gobernadores. Muy delicada la situación.

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