De la decepción al miedo
El gran peligro para nuestras democracias presentes son estos caudillos civiles que hace poco navegaban sobre la ola de la decepción y ahora comienzan a detectar las posibilidades del miedo
El periodista inglés Michael Reid, que lleva más de cuarenta años escribiendo sobre América Latina, es un hombre prudente y además tranquilo (las dos cosas no tienen por qué ir juntas), y uno tiene la sensación hablando con él de que no sería capaz de exagerar ni siquiera para salvar la vida. Por eso me preocupó la opinión que le escuché hace varios días, cuando dijo, hablando frente a un público de latinoamericanos, que éste era el momento más complicado de América Latina desde que él empezó a ocuparse de la regi...
El periodista inglés Michael Reid, que lleva más de cuarenta años escribiendo sobre América Latina, es un hombre prudente y además tranquilo (las dos cosas no tienen por qué ir juntas), y uno tiene la sensación hablando con él de que no sería capaz de exagerar ni siquiera para salvar la vida. Por eso me preocupó la opinión que le escuché hace varios días, cuando dijo, hablando frente a un público de latinoamericanos, que éste era el momento más complicado de América Latina desde que él empezó a ocuparse de la región. Se refería sobre todo al avance sin remedio de los autoritarismos, que nos ha puesto frente a la realidad incómoda de tres dictaduras y otros regímenes que, sin ser dictaduras todavía, sin duda aspiran a serlo; pero también habló de los populismos de nuevo cuño, que no sólo son preocupantes en sí mismos, por el deterioro que les causan a nuestras democracias, sino que lo son también por ser el síntoma de un desarreglo más profundo de nuestras sociedades.
Los populismos siempre han llegado vestidos de todos los colores, y el panorama latinoamericano no es distinto. Esa variedad es lo que estamos viendo, desde el disfraz de progresismo de López Obrador en México hasta el despotismo posmoderno de Nayib Bukele en El Salvador. Porque el populismo, a pesar de que hoy parezca estar sobre todo del lado de la izquierda, no tiene color ideológico (y da un poco de vergüenza ajena ver a tantos políticos que ignoran o convenientemente olvidan esta verdad tan simple). La esquizofrenia de América Latina produjo a Chávez y poco después, en ese mismo barrio, produjo a Álvaro Uribe, que se alimentó de Chávez y lo sigue haciendo: hay que ver lo rentable que le ha sido al populismo de derecha la catástrofe de la democracia venezolana, que hoy agitan en el aire hasta los candidatos republicanos de Miami. Incluso los probables e inverosímiles votantes de Trump están convencidos de que su líder es un perseguido por una justicia politizada, y dejar que lo condenen es dejar que Estados Unidos se convierta en otra Venezuela.
¿De qué pasado ha salido este presente? Es fácil decir que el populismo nunca se ha ido en realidad de América Latina, por lo menos desde los tiempos de Juan Domingo Perón. Decía también Michael Reid que el populismo fue en un principio un fenómeno rural, sobre todo, y América Latina, que ha inventado tantas cosas, podía también jactarse de haber inventado esta forma del populismo urbano que surgió con Perón (éstas ya son mis palabras, no las de Reid) para no dejarnos nunca más. Sea como sea, ese populismo estaba agazapado y alerta cuando el continente entró en una década larga de estancamiento económico, y en el curso de esos años se instaló sobre las vidas más precarias de estas sociedades desiguales la convicción de que la democracia les estaba dando la espalda. Fue un momento de paradojas y contradicciones profundamente latinoamericanas: a comienzos de los años 90, por primera vez en décadas, la caída de la Unión Soviética con todos sus fantasmas de Guerra Fría produjo el raro espejismo de la democratización: creímos que hacia allí se avanzaba. Pero lo que estaba sucediendo era muy distinto.
América Latina se convirtió en un continente decepcionado. Esa decepción ―con el Estado, con eso que llamamos contrato social, con los partidos políticos que todo prometen y nada cumplen― se convirtió, por los tiempos en que dejaba de existir la Unión Soviética, en lo que algunos han llamado resentimiento. Una emoción: y es eso, las emociones, lo que mejor explotan los populismos. Todos quieren ―y logran― que la gente salga a votar emberracada. Por eso comenzamos a asistir a elecciones en que ya no se votaba por, sino contra: se votaba por la oposición, fuera la que fuera. (Michael Reid me señaló esta estadística: de las últimas 16 elecciones que han tenido lugar en América Latina, 15 las ha ganado la oposición.) Así, desde la rabia o la frustración, hemos votado en tiempos recientes, y cuando no se vota desde estas emociones, se vota desde la resignación de estar eligiendo el mal menor. Cuando hablamos de polarización, hablamos acaso de estas democracias fragmentadas, de partidos débiles o, por decirlo de otro modo, de movimientos maximalistas que reemplazan a los partidos y desprecian su desesperante necesidad de negociar: estos movimientos lo quieren todo y lo quieren ya. No es difícil entender que provoquen con frecuencia una reacción igual de radical, pero de signo opuesto.
Pero lo que estamos viendo ahora es un cambio de emociones en muchas partes. No sé si me equivoco, pero a veces me parece que la rabia ha sido reemplazada por el miedo en nuestros populismos más recientes, o la acompaña o es su contracara. El discurso populista de ahora se construye sobre la sensación de inseguridad, que es común a todos nuestros países, y no seré yo quien se sorprenda de la inmensa popularidad de Bukele, un presidente que tiene encarcelado al 2% de la población adulta de su país. El populismo no es una ideología, sino un método; y parte necesaria del método es la invención de un enemigo. Cuando ese enemigo no es inventado, sino que está ahí y es real y sentimos su intimidación y su violencia moldea las vidas de la gente, nadie tiene derecho a sorprenderse demasiado de que el deseo mínimo de seguridad se convierta en el motor de sus campañas y en la razón de sus victorias.
El gran peligro para nuestras democracias presentes son los autócratas electos sobre el deseo de una vida sin amenazas, estos caudillos civiles que hace poco navegaban sobre la ola de la decepción y ahora comienzan a detectar las posibilidades del miedo: ofrecen seguridad o la sensación de seguridad, aunque sea a costa de atropellos que después nos pasarán factura. Nadie se toma en serio al payaso de Ortega, por más daño que haga, pero Bukele sí es un modelo temible que los aprendices de populista pueden copiar: en Colombia hay algún candidato. Ése es el riesgo. Una situación de caos social y de violencias descontroladas –la percepción de que el Estado se ausenta o se desentiende de una de sus primeras obligaciones: la protección de los ciudadanos– puede muy bien ser el caldo de cultivo de un futuro autoritarismo. Y no podremos decir que no lo hemos visto a tiempo.
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