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Nayib Bukele
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El modelo Bukele y el costo de nuestra tranquilidad

Al ver el éxito y aplausos que provoca el “milagro Bukele”, me pregunto si sentirnos más seguras equivale inevitablemente a ceder más y más derechos y libertades

El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, saluda a sus seguidores en San Salvador, el pasado 17 de enero.Foto: JOSE CABEZAS (REUTERS)

Hace algunas semanas presencié una conversación en la que una persona de El Salvador comentaba que, estando fuera de su país, había podido cantar en un karaoke una canción que ya no se atreve a cantar en su ciudad natal. Cuando pregunté cuál era me llevé una enorme sorpresa: Mis ojos lloran por ti. Un tema icónico para una generación (la mía) a lo largo y ancho de América Latina, de esas que se cantan a grito herido, prenden noches y cierran fiestas.

Al parecer, cantar canciones de artistas como Big Boy, usar modelos de calzado como los Nike Cortez o Adidas Superstar, o tener tatuajes religiosos en El Salvador puede hacer que te confundan con un pandillero, o que asuman que tienes alguna relación con estos grupos. Algunas pandillas se apropiaron de estos productos comunes y los convirtieron en marcas de pertenencia. Como parte de sus estrategias de control territorial, miedo y violencia, eran los únicos que, por ejemplo, podían vestir con ciertas prendas. Es más, la estética pasó a convertirse en una manera de reconocer a sus enemigos.

Esta forma de control por parte de las pandillas dejó en muchas personas un miedo arraigado que les limitó su libertad de elegir cuestiones tan cotidianas como la música que escuchan. Y aunque ahora el Gobierno de Nayib Bukele le muestra al mundo que varios de estos grupos están desarticulados y la gran mayoría de sus miembros está en la cárcel, muchas personas siguen con ese temor por las repercusiones que pueda haber, pero ahora no a manos de ciertas pandillas, sino del propio Estado.

Esta es pues una historia de renuncias, del precio que estamos dispuestos a pagar las personas para sentirnos seguras. Y como cada vez más voces en Colombia mencionan el modelo de seguridad de El Salvador como exitoso, casi milagroso, y sugieren que lo apliquemos en el país, vale la pena preguntarnos antes de seguir adelante: ¿cuánto vale nuestra tranquilidad? ¿Qué derechos y libertades estamos dispuestos a ceder para sentirnos seguros en nuestro barrio? ¿Cómo saber cuándo “se nos fue la mano” cediendo en derechos y libertades? ¿Habrá vuelta atrás? Una canción o unos tenis pueden parecer banales… o pueden ser el ejemplo más palpable y cotidiano de algo mucho mayor.

Volvamos de nuevo a El Salvador y pasemos por algunos ejemplos de esa tensión entre seguridad, libertades, derechos y poder, y cómo se están activando las renuncias ciudadanas. El primero es el régimen de excepción. Una figura conocida en nuestra región que suspende ciertos derechos y garantías constitucionales y otorga poderes excepcionales a las autoridades civiles o militares para afrontar situaciones graves o extraordinarias. En el caso de El Salvador, el objetivo declarado es reforzar la seguridad de los salvadoreños ante el repunte de crímenes que hubo casi un año atrás. Sí, este régimen lleva ya casi un año, así que a estas alturas poco tiene de excepción. La figura ha servido para efectuar, de acuerdo con cifras oficiales, al menos 61.000 detenciones de personas vinculadas a las pandillas, e incluye medidas como suspender la libertad de asociación, el derecho a que una persona esté debidamente informada de sus derechos y motivos de la detención, o ampliar a 15 días del plazo de detención preventiva.

Otro ejemplo son los argumentos del director de la Policía Nacional Civil de El Salvador en la Asamblea Legislativa para pedir la undécima prórroga del régimen de excepción. Afirmó lo siguiente: “Recordemos que el policía es un juez de la calle que tiene criterios para poder detener, identificar e individualizar a cualquier persona y lo pone a disposición de la justicia”.

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En paralelo, y como tercer ejemplo, el Gobierno de Bukele puso en marcha una reforma al Código Penal para castigar con entre 10 y 15 años de cárcel la difusión de mensajes alusivos a las pandillas. Esto incluye castigar a quien elabore o colabore con la producción de textos, dibujos, diseños, pinturas o “cualquier forma de expresión visual en bienes inmuebles de uso público o privado que explícita o implícitamente hagan alusión a grupos criminales”. También habrá la misma pena para quienes reproduzcan y transmitan mensajes originados por grupos criminales y que puedan ocasionar pánico o zozobra en la población. Hay una mención específica a los medios de comunicación, pero cabe preguntarse si la música o la manera de vestir entrarán en este marco tan amplio como difuso.

El cuadro completo es feroz: las autoridades, especialmente la fuerza pública, están adquiriendo un poder desbordado y la ciudadanía, especialmente quienes son inocentes, quedan cada vez más desprotegidos, con menos garantías, menos derechos y menos libertades. El resultado no es un sistema de justicia o un Estado más fuerte sino un sistema a discreción de unos pocos individuos. Hoy puede que haya un consenso en que vayan por las pandillas, pero ¿qué pasa si mañana deciden centrarse en otro grupo poblacional, o en otra dimensión de la libertad de expresión o de asociación? ¿Esto es lo que queremos copiar? ¿Conceder la arbitrariedad por ganar tranquilidad?

La respuesta habitual a estos cuestionamientos viene a ser que el que nada debe nada teme. Pero cómo no temer si los límites de lo que significa deber se van moviendo y dependen de unos pocos: ¿cómo y quién define que un texto o un dibujo no será considerado una alusión a un grupo criminal? ¿Cómo y quién define que un mensaje ocasiona o no pánico en la población? ¿Por qué un policía en la calle va a tener el poder de decidir, como un juez, si yo soy inocente o culpable sin un debido proceso, garantía última de justicia e imparcialidad?

Ciertamente, ceder como ciudadanos es algo que hacemos para convivir en una sociedad. Pero, ¿qué tanto debo ceder para que un policía no me considere un criminal? Sencillo. No cantes ciertos artistas que te gustan, no uses esos tenis que te gustan, no te tatúes ciertos símbolos, no uses ciertas expresiones, no reproduzcas ciertos mensajes, no elabores ciertos diseños, no hables con ciertas personas. Es decir: renuncia a tu cotidianidad y a tu individualidad. Sencillo…

Por supuesto que no todas las personas viven la violencia e inseguridad de la misma manera e intensidad (seguro que en las zonas de mayor poder adquisitivo de El Salvador sí debe haber libertad para usar Nike Cortez, y puede ser hasta cool), y por eso en las colonias intervenidas hay mucho apoyo hacia el modelo Bukele. Es entendible. Me atrevería a decir que las personas latinas que crecimos y vivimos en países con altos índices de violencia tenemos en común el cansancio, la rabia, la tristeza y la frustración de que, generación tras generación, tengamos que convivir con la violencia, que nada hace que desaparezca. Por eso al ver el éxito y aplausos que provoca el “milagro Bukele” me pregunto si sentirnos más seguras equivale inevitablemente a ceder más y más derechos y libertades, a que varias personas inocentes mueran o terminen en la cárcel. Me pregunto si vamos a estar bien con eso porque el bien común es supuestamente superior, y solo es alcanzable por esta vía.

Sobre todo porque, paradójicamente, con esta aproximación el miedo tampoco nos abandona. Solo intercambiamos el sujeto o el motivo que nos lo provoca. Siempre habrá que tener cuidado de no cantar Mis ojos lloran por ti en el lugar equivocado porque eso nos puede costar nuestra tranquilidad de ese instante, nuestra libertad, o incluso nuestra vida.

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