La paz de los ‘lavaperros’
El proceso para acabar con la violencia debe incluir a grupos de menor importancia en el narcotráfico, pero se requiere una estrategia específica para hacerlo
La “paz total”, la apuesta del presidente Gustavo Petro para cerrar el ciclo de violencia en Colombia, es una movida arriesgada que incluye no solo la negociación con el Ejército de Liberación Nacional, sino el diálogo con las organizaciones criminales. El riesgo es que, sin una estrategia judicial y de seguridad claras, las iniciativas que buscan cesar la violencia por la vía del diálogo se conviertan en oportunidades para que las facciones criminales ganen poder y legitimidad.
Estábamos acostumbrados a que el lenguaje de la paz y las gestiones del Gobierno se reservaran a organizaciones armadas ilegales de alcance nacional, con liderazgos más robustos. Así se desarmaron guerrillas y grupos paramilitares, que estaban involucrados en el narcotráfico pero tenían un propósito político.
En medio del proceso de paz con las FARC, el conflicto se fragmentó, asentado en disputas regionales, con múltiples grupos que no solo controlan economías ilegales, sino que también ejercen gobernanza. De esta manera, el país pasó de una guerra abierta que aún se vive de manera intensa en algunas regiones, a una zona gris, en la que ha quedado expuesto el peso del crimen organizado en el orden local.
En ese contexto surge la propuesta de la “paz total”. De acuerdo con el senador Iván Cepeda, su principal ideólogo, es “una solución simultánea y global de todos los factores de violencia”. Aunque funcionarios y congresistas del Pacto Histórico han insistido en que no se negociará con el crimen organizado, los criterios no son claros y abundan los mensajes contradictorios.
El Alto Comisionado para la Paz ha abierto la puerta para que todos los grupos manifiesten su intención de hacer parte de la “paz total”. Con cartas, videos y voceros, más de una decena de organizaciones armadas y facciones criminales han respondido a ese llamado. Eso incluye no solo a las disidencias de las FARC y el Clan del Golfo, sino a bandas locales de carácter urbano.
Un buen ejemplo es lo que sucedió la semana pasada en el puerto de Buenaventura, en la costa pacífica colombiana. Días después de que los medios de comunicación difundieron enfrentamientos armados en uno de los barrios de la ciudad, el presidente Petro aseguró que “Los Shotas” y “Los Espartanos”, dos facciones de banda “La Local”, “estaban dispuestos a entrar en el diálogo para la paz”.
En el pasado, capos del narcotráfico como Pablo Escobar y los Extraditables pretendieron saldar sus cuentas con el Estado por la vía política. Líderes de carteles y conocidos traficantes también han buscado colarse en los procesos de paz con las guerrillas y los paramilitares; algunos lo consiguieron exitosamente posando como miembros de las autodefensas. En medio de esos procesos, los llamados lavaperros, como se denomina a las personas y grupos de menor importancia en el narcotráfico, se han desarmado, reciclado y también trepado en la escala criminal.
Si bien estos grupos no llegan a tener una escala nacional, han logrado establecer gobernanza local en cascos urbanos y partes de las ciudades. Prestan sus servicios al mejor postor, garantizando el acceso a rutas y puertos, y cobrando cuentas. Además, extorsionan, imponen reglas y controlan los mercados locales de drogas. Su naturaleza es criminal pero también ordenan e imponen su autoridad. Han hecho parte del conflicto armado y son una pieza fundamental para explicar la violencia en Colombia.
Entonces tiene todo el sentido pensar en que la paz también los incluya, pero se requiere una estrategia clara para hacerlo.
El marco legal actual da pocas opciones para que se desarticulen a través de una negociación con el sistema de justicia. La propuesta de “acogimiento” que será discutida en el Congreso, tendrá que enfrentar debates que acotarán sus límites y reducirán los incentivos que puede ofrecer el Estado. Son pocas las opciones con las que cuenta el Gobierno en un asunto que está en el ámbito de los fiscales y los jueces.
El problema es que, en medio de los mensajes confusos, el efecto no deseado de la “paz total” es que los grupos criminales pretenden arroparse con un discurso político para acceder a un mejor espacio de negociación. Los recientes comunicados revelan esta aspiración, con un lenguaje reciclado de las insurgencias y el paramilitarismo. Las condiciones de mostrar control territorial, capacidad para hacer acciones militares y una estructura de mando reconocida, se convierten en incentivos para desplegar y justificar la violencia.
El gobierno Petro está a tiempo para trazar claramente las fronteras entre las distintas rutas de la “paz total”, con una estrategia que defina el tratamiento para los distintos grupos. La reciente propuesta de modificación de la Ley de Orden Público, que brinda el piso jurídico para adelantar negociaciones con grupos armados, no logró este propósito y, por el contrario, aumentó la confusión. Mientras tanto las trayectorias de la violencia y el conflicto se han intensificado ante la ausencia de una estrategia territorial de seguridad que sea compatible y respalde la “paz total”.
Si bien el sometimiento a la justicia depende en buena parte de la rama judicial, esto no significa que el Gobierno sea un espectador. Las treguas pueden conseguir reducciones de la violencia y, bien aprovechadas, pueden ser la oportunidad para fortalecer la presencia efectiva del Estado. A través de la política criminal y de seguridad, se puede el influir en el comportamiento de las facciones criminales e impactar las redes de corrupción y protección. Además, intervenciones locales pueden contribuir a disminuir el reclutamiento y abrir oportunidades a jóvenes que son víctimas y victimarios.
La “paz total” requiere de una estrategia específica para los grupos criminales locales, que debe evitar crear incentivos para que los lavaperros se conviertan en guerreros, abriendo un nuevo ciclo de la violencia en Colombia.
Juan Carlos Garzón es investigador asociado de la Fundación Ideas para la Paz y experto en políticas de seguridad y drogas.
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