“Plan pistola”: Cuando la vida no importa
Julio fue el mes con más ataques a la fuerza pública en Colombia en los últimos 20 años
Julio fue el mes con más ataques a la fuerza pública en Colombia en los últimos 20 años. 90 ataques con múltiples muertos y heridos, según reporta El Cerac (Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos).
¿Por qué no se paraliza este país completo para protestar por la masacre de policías? Será tal vez porque es el mismo país que se indigna solo a medias frente a los jóvenes víctimas de masacres o el asesinato de líderes sociales.
Será tal vez porque estamos acostumbrados a vivir con la violencia y hay posiciones políticas que justifican unos muertos y consideran que hay unos que merecen justicia y repudio y otros que merecen aplauso. Será tal vez porque matar jóvenes uniformados o de civil es parte de nuestra historia desde hace tiempo.
Son varias generaciones sobreviviendo bajo amenaza de muerte. Muchos no lo logran. Jóvenes vestidos de guerra, convertidos en héroes o delincuentes que matan o mueren en nombre de causas irracionales.
Vidas perdidas, vidas truncadas: la del joven policía asesinado que deja atrás a su pequeña hija aferrada a su gorra sin entender muy bien su dolor. Ella no llora a un héroe, llora a su papá. Vida truncada la de la lideresa asesinada frente a su hijo que lloró desconsolado ante su cadáver.
¿Qué traerá la vida para esa niña, para ese niño, para tantos niños huérfanos? Uno de los mayores retos del nuevo Gobierno es convencer al país de que la vida vale y que todas las vidas valen. Tendríamos que recuperar la humanidad y bajarle al otro la etiqueta de “enemigo” que merece morir. Desactivar la violencia pasa por dejar de usarla como materia prima para hacer política.
La Policía necesita reformas y necesita también recuperar el respeto y el respaldo pleno de los ciudadanos. Que no nos resbalen estas muertes y que la protección de las vidas sea con hechos concretos y no solo con homenajes póstumos que en el fondo visten de heroísmo lo que es un delito atroz que no tiene ninguna justificación. Los policías muertos son padres, hijos, esposos, hermanos. Como lo son los demás colombianos asesinados. Seres humanos como usted que lee y como yo que escribo para decir lo tantas veces dicho.
En el informe de Cerac de la última semana de julio, al lado de los reportes detallados de los ataques a la fuerza pública en Antioquia, Córdoba, El Cauca, Chocó y Bolívar, aparecen también los asesinatos de un líder de víctimas en el Meta, un activista LGBTI en Medellín, un desmovilizado de las Farc y varias personas más. Aunque los he visto muchas veces, hoy este reporte me genera algo de desazón porque siento que periodistas y analistas nos dedicamos a hacer conteo de víctimas y análisis socio-políticos para explicar lo inexplicable. El trabajo de esta ONG nos permite tener una mirada macro de lo que pasa y eso es importante.
Sin embargo, tener que llevar esas estadísticas semana tras semana, año tras año, evidencia el fondo que tocamos. Este es un país que tiene desde hace décadas violentólogos y personas expertas en analizar un conflicto que no hemos podido desactivar del todo. Y vamos a un nuevo intento.
Dicen esos expertos que en cada cambio de Gobierno los grupos violentos se hacen sentir y ante el anuncio de posibles diálogos la intensidad de los crímenes se eleva porque es una manera de llegar más fuertes a una eventual mesa. Dicen entonces algunos que hoy quieren presionar al Gobierno Petro y otros que quieren despedir al Gobierno Duque con retaliación por los golpes recibidos.
En ese péndulo eterno que se mueve entre la guerra abierta y la búsqueda de la paz hoy vamos hacia el diálogo con los violentos, otra vez.
El clan del Golfo muestra los dientes con su plan pistola, emulando lo que hizo hace décadas Pablo Escobar que pagaba por cada policía muerto en un reto macabro. Desde las regiones que viven la violencia claman por salidas. Algunos creemos que es mejor hablar que matar, pero es importante caminar como pisando cáscaras de huevo para que no se manden los mensajes equivocados que se reiteran con frecuencia: que paga más ser delincuente que tratar de ganarse la vida con decencia y que hay más oportunidades para quienes llevan un arma. “La paz total” ha dicho el presidente electo Gustavo Petro. Suena a utopía.
El nuevo Gobierno tendrá que hacer de equilibrista para intentar desactivar fusiles sin que la impunidad por los crímenes cometidos se convierta en la moneda de pago. Cuando no hay justicia suele venir más violencia.
Parece que viajamos en el tiempo y de nuevo estamos en la disyuntiva que existía en los diálogos en la Habana: ¿Cuánto estamos dispuestos a ceder en justicia para desarmar grupos criminales? ¿Se podrán desarmar del todo mientras exista el narcotráfico? ¿Podrá el Estado copar los espacios que esos grupos se han tomado? ¿Habrá futuro para los jóvenes que reclutan estos grupos que se alimentan de la miseria? Ojalá en este nuevo proceso logremos rescatar un mínimo de humanidad para que la vida importe. La de policías y la de civiles.
Al cerrar esta columna recibo el primer reporte del Cerac de agosto: 12 personas asesinadas en un fin de semana. Sigue la cuenta.
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