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Donald Trump
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Trump, imperial

El presidente de Estados Unidos no se enfrenta a un segundo mandato. Para él, se trata de su primer mandato imperial: sin límites, sin contrapesos, ni concesiones

Donald Trump en la Oficina Oval de la Casa Blanca en Washington, DC, EE.UU., el 20 de enero de 2025.
Donald Trump en la Oficina Oval de la Casa Blanca en Washington, DC, EE.UU., el 20 de enero de 2025.JIM LO SCALZO / POOL (EFE)
Antoni Gutiérrez-Rubí

Fue una exhibición: de poder y de ambición. Todo el evento de investidura de Donald Trump resultó un ejercicio litúrgico del nuevo imperio. “La edad dorada de Estados Unidos acaba de comenzar”, anunció profético. Y amenazó a continuación: “Nada se interpondrá en nuestro camino, el futuro es nuestro”. No fue una toma de posesión. Fue un ejercicio escénico de sumisión colectiva que mezclaba a los otros reyes de los imperios tecnológicos (Elon Musk, Mark Zuckerberg, Jeff Bezos y Sundar Pichai, entre otros aspirantes) con la nueva aristocracia política global de aquellos lideres mundiales que esperan, cortesanamente, una mirada —aunque sea furtiva— del nuevo emperador. Señales para poderlas exhibir como una confirmación inequívoca de complicidad geopolítica. Hemos entrado en el terreno interpretativo de la gestualidad simbólica.

Estados Unidos vive ahora entre dos realidades. Sus instituciones, sus tradiciones y formalidades protocolarias se esfuerzan por enviar el mensaje de que existe —todavía— una democracia funcional y saludable. Confiable. Sin embargo, al menos en lo que es menos visible para el gran público, la realidad parece ser distinta. Hay pistas de que estamos en el inicio de un verdadero cambio de época. No se trata de una saludable alternancia política. Ni incluso de una radical alternativa. Se trata de un adanismo político que inspira temor y pasión por igual. Trump no se enfrenta a un segundo mandato. Para él, se trata de su primer mandato imperial: sin límites, sin contrapesos, ni concesiones.

Ayer, Joe Biden recibió a Donald Trump antes de la ceremonia de inauguración. Fueron juntos hasta el Capitolio, donde el nuevo presidente juró el cargo ante el presidente saliente y todos los exmandatarios vivos. Tradiciones y formalidades respetadas nuevamente, no como hace cuatro años. Un punto para la democracia. Sin embargo, volvamos a lo visible para la gran audiencia global. En el discurso central del día, el más visto, Trump hizo algunos anuncios radicales, pero aseguró que no perseguiría a nadie y se concentró en prometer un país más grande y mejor. Habló de esperanza y de futuro. Aunque, en el discurso en el Emancipation Hall, uno mucho menos escuchado y difundido, varió la audiencia y también el tono, recuperando la denuncia sobre el hecho de que le robaron las elecciones de 2020. Atacó a Nancy Pelosi e insultó a la comisión de investigación del asalto al Capitolio. Desafiante y vengativo.

Y, a pesar de que en algunos momentos intenta mostrarse ante el gran público más sosegado (vestigios de la campaña y de cómo su equipo consiguió regularle), ahora parece ser un Trump más intenso, más polarizante, más combativo, más decidido y con ganas de demostrar que él es un líder que la historia debe recordar. Trump y sus asesores saben que el discurso extremo todavía asusta, que ahuyenta a los moderados. Por eso se muestran más sosegados cuando tienen las miradas del gran público sobre sí. Después, cuando hablan sólo a sus audiencias, cuando protagonizan cortes de vídeo que el algoritmo viralizará entre sus seguidores, se muestran más auténticos. No se esconden, caen las máscaras.

Pero el gran momento del día no fueron los discursos, las ceremonias, los protocolos o los asistentes. El gran momento fue la exhibición casi grosera y obscena de Trump firmando los decretos presidenciales (sin mirar los documentos, en un ejercicio de poder total, donde lo más relevante es su exagerada, grande y gruesa firma, no el contenido), mientras contestaba a algunas preguntas de los periodistas. Un ejercicio multitasking que mostró a un Trump con un control escénico total. El vicepresidente convertido en mayordomo protocolario (le llevaba los decretos uno a uno) y el presidente firmando una avalancha de decretos. Hace unos meses, Trump bromeó con que no sería mala idea ser dictador por un día, el primer día de su mandato. Prefiere decretos a leyes. Ayer bordeó esa escenificación. El poder es la escena. Lo sabe bien Elon Musk, quien, en el mitin en el estadio Capital One Arena, le robó el meme del día a Trump con su equívoco gesto de entusiasmo espacial. Un saludo en el que muchas personas vieron un remake del saludo nazi. Un detalle no menor de una persona que ha declarado su apoyo al partido de extrema derecha alemán AfD.

Trump promueve una polarización que activa una suerte de tribalismo político donde la fidelidad al líder importa más que los valores democráticos o el respeto por las diferencias ideológicas. La retórica del “ellos contra nosotros” puede llevar a Estados Unidos a un punto de no retorno, donde Trump y su manera de hacer política sea lo importante, aunque pise derechos, ignore realidades o desprecie continentes enteros. “No los necesitamos”, respondió ayer cuando le preguntaron sobre la relación con América Latina.

El presidente emperador se ha convertido en un catalizador de la polarización y una inspiración para líderes que ven en su estrategia una hoja de ruta para consolidar el poder a cualquier precio. Está cambiando la democracia de Estados Unidos y puede que también la del mundo. Trump sueña —y casi está consiguiendo que sea una realidad— con que el trumpismo sea más relevante que él mismo. Su huella, su herencia y su legado no será la política o su programa económico o gubernamental. Su imperio será el inicio de una nueva era que será histórica, inédita, radical. Esa es su ambición y desmesura. Ese es el peligro.

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