Luces y sombras del segundo final de ‘La casa de papel’
La serie se despide convertida en el mayor éxito global de la ficción televisiva española
A principios de 2017 se rodaba en un polígono industrial de Colmenar Viejo (Madrid) el comienzo de un atraco que, sin saberlo, marcaría un punto de inflexión para la industria televisiva española. La misma nave que antes había acogido el rodaje de Vis a vis se había transformado en una falsa Fábrica Nacional de Moneda y Timbre en la que unos ladrones con mono rojo y careta de Dal...
A principios de 2017 se rodaba en un polígono industrial de Colmenar Viejo (Madrid) el comienzo de un atraco que, sin saberlo, marcaría un punto de inflexión para la industria televisiva española. La misma nave que antes había acogido el rodaje de Vis a vis se había transformado en una falsa Fábrica Nacional de Moneda y Timbre en la que unos ladrones con mono rojo y careta de Dalí se acababan de atrincherar con rehenes para fabricar billetes y más billetes. La casa de papel llevaba a la pequeña pantalla el cine de atracos de toda la vida, el entretenimiento palomitero puro y duro, con una estética cinematográfica. Nadie imaginaba entonces que lo que se estaba fraguando en esa nave de Colmenar en la que hacía un frío absurdo terminaría casi cinco años después convertido en un fenómeno internacional que tendrá al menos una continuación en forma de serie derivada.
Se pueden decir muchas cosas de la última tanda de capítulos de La casa de papel, cinco entregas que ha estrenado este viernes Netflix y que ponen punto final al segundo atraco de la banda de los ladrones con nombres de ciudades. Se podría decir que la serie se ha alargado bastante más de lo que debería haber durado. Que los diálogos se han ido volviendo cada vez más artificiales, con frases grandilocuentes que nadie diría en circunstancias normales (y menos en circunstancias tan extraordinarias como un atraco de esa magnitud). Que algunas interpretaciones rozan la sobreactuación. Que, si se analiza detenidamente, muchas decisiones de los personajes no tienen sentido y que la trama lleva al extremo la suspensión de la incredulidad, ese acuerdo tácito entre espectador y obra de ficción por la que el primero decide no plantearse si lo que le están contando es realmente posible. Que los bailes sensuales no vienen a cuento. Que todo parece estar rodado con el piloto automático puesto. O que, en su desenlace, deja cierta sensación de déjà vu.
También se podrían decir muchas cosas que ya se han dicho antes, porque a estas alturas del juego todos sabemos a lo que venimos. Y a La casa de papel siempre se le han podido sacar pegas y también señalar bastantes virtudes. Como la conexión emocional que logra con el espectador. Porque a la acción (cada vez más frenética) se sumaban personajes con historias personales con las que identificarse, aunque esa parte emocional se había ido difuminando a favor de la acción. A lo que sí se ha mantenido fiel es a una apuesta estética contundente y a una iconografía que ya es marca de la casa (de papel). También a las secuencias cargadas de adrenalina y a los giros inesperados. Y al uso de la música para remarcar determinadas escenas y aliviar el estrés en otras.
Pero todo eso es lo de menos. Porque hoy no estaríamos hablando de La casa de papel si entre aquel rodaje en aquella nave de Colmenar Viejo y este final no hubieran sucedido un montón de pequeños milagros. A finales de 2017, la serie entró en el catálogo de Netflix y el resto es historia: se convirtió en el primer gran éxito internacional de un programa de habla no inglesa en la plataforma, que decidió recuperarla para contar un nuevo robo, al Banco de España en esta ocasión. El Profesor, Tokio, Denver, Río, Nairobi e incluso Berlín (porque ni la muerte pudo alejar a un buen personaje de esta serie) tuvieron 26 capítulos extra para seguir haciendo historia. Mientras, premios de todo tipo, incluido el Emmy Internacional al mejor drama —el único logrado por una serie española— sellaron el fenómeno internacional en el que se había convertido. Los fanes reconocían a los actores allá donde iban, los vitoreaban como héroes. El público había conectado con los personajes de una forma que solo la ficción puede conseguir.
La épica del perdedor
La casa de papel, al fin y al cabo, era desde el principio la historia de un grupo de personas a los que ya no les quedaba nada que perder y que decide echar un pulso al sistema. Y al mismo tiempo, esta creación de Álex Pina y Esther Martínez Lobato, la primera de la productora Vancouver Media, nacida con el impulso y respaldo de Atresmedia, terminó siendo decisiva para situar a la industria española en el foco de la producción de ficción en la era de las plataformas. El éxito de La casa de papel hizo que Netflix se fijara en España, que se viera el potencial de una industria con toneladas de talento y capaz de poner en marcha proyectos con una muy buena relación calidad-precio. En la era de la televisión global, no importa de dónde surjan las buenas ideas: puede llegar a cualquier rincón; lo importante es que logre conectar con el espectador. En la última rueda de prensa antes del lanzamiento de los capítulos finales, Álex Pina destacaba cómo el salto a Netflix permitió a la serie jugar en una liga en la que antes no se podía jugar y que ha conseguido que lo local pueda competir con lo internacional.
En un momento determinado, a falta de dos capítulos para el final, los ladrones supervivientes empiezan a cantar el Bella Ciao, ese himno que la serie ha hecho propio, a ritmo de batucada. Es difícil que quienes han seguido las andanzas de estos perdedores no suelten en ese momento una sonrisa de complicidad. Es la épica del perdedor. La casa de papel lo tenía todo para perder. Pero ni siquiera aquella primera vez, cuando era una serie de la televisión en abierto, ni siquiera entonces perdió: logró terminar en sus propios términos, como y cuando quería, con una primera temporada cerrada. Ahora, convertida en leyenda, vuelve a terminar. Y, como entonces, ha vuelto a ganar, y por goleada. El resto de lo que podamos decir da igual.
'Berlín', una continuación para 2023
Cuando una plataforma o una cadena de televisión tiene entre sus manos una de esas escasas gallinas que ponen huevos de oro, es difícil dejarla escapar. La casa de papel era carne de cañón para una continuación. La más evidente ya se había perfilado en la propia serie, que había viajado al pasado de Berlín, el personaje interpretado por Pedro Alonso, para contar sus andanzas antes del primer atraco y presentar la relación con su hijo. El pasado martes, Netflix confirmó que en 2023 se estrenará Berlín, serie centrada en el pasado de uno de los personajes más populares de La casa de papel. De hecho, en los últimos capítulos de la historia madre se mencionan muy oportunamente algunos atracos que el personaje dio antes de idear junto a su hermano (El Profesor, interpretado por Álvaro Morte) el golpe en la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, además de apuntar algunas circunstancias personales (como una mención a su padre) que podrían ser los hilos de los que tirar en esa nueva producción de la que no se han adelantado de momento más detalles.
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