Las artistas sin sombrero están de vuelta
Un documental persigue las huellas de las mujeres que engrosaron la nómina del 27. De Maruja Mallo a Margarita Manso o Concha Méndez
Los cajones de una casa cobijan secretos. Abrirlos es para un niño como crecer de golpe, antes de tiempo. Un hallazgo menor ya puede sumergirlo de lleno en el universo siempre vedado del adulto. Margarita Conde Manso tuvo aquel pálpito cuando, con 11 años, se aproximó a la cómoda del salón. Allí rebuscó entre cartas y facturas hasta dar con la enigmática fotografía de una pareja joven. Ella lucía pelo corto, acaso masculino, muy distinto a las permanentes de peluquería que la pequeña había visto hasta el momento. Tampoco él guardaba similitud con otras figuras conocidas, lo que empujó a Margar...
Los cajones de una casa cobijan secretos. Abrirlos es para un niño como crecer de golpe, antes de tiempo. Un hallazgo menor ya puede sumergirlo de lleno en el universo siempre vedado del adulto. Margarita Conde Manso tuvo aquel pálpito cuando, con 11 años, se aproximó a la cómoda del salón. Allí rebuscó entre cartas y facturas hasta dar con la enigmática fotografía de una pareja joven. Ella lucía pelo corto, acaso masculino, muy distinto a las permanentes de peluquería que la pequeña había visto hasta el momento. Tampoco él guardaba similitud con otras figuras conocidas, lo que empujó a Margarita a formular con más miedo que vergüenza una pregunta a su niñera: “¿Quiénes son estos señores?”. La tata se alteró y contestó entre titubeos: “Ella es tu madre, pero cierra eso corriendo, como se entere tu padre te va a regañar”.
Margarita solo fisgó en aquella cómoda una vez más. Suficiente para advertir que alguien había recortado al caballero de la fotografía. Este no era otro que el primer esposo de su madre, el pintor Alfonso Ponce de León. La checa lo detuvo por su adscripción falangista el 28 de septiembre de 1936, cuando la pareja paseaba de la mano por el Paseo de la Castellana de Madrid. Una pérdida que empujó a Margarita Manso a rehacer su vida y olvidar la Academia de Bellas Artes de San Fernando, donde había trabado amistad con Dalí, Lorca o Maruja Mallo. Asumió hasta su muerte en 1960 el silencioso rol femenino del nacionalcatolicismo. Como otras muchas creadoras contemporáneas, cuyos pasos rastrea en tres partes el documental Las sinsombrero, disponible en RTVE Play y desde el próximo lunes también en Filmin.
Algunas de ellas decidieron quedarse en España tras la guerra, como Manso o la pintora Delhy Tejero, mientras que otras se encaminaron hacia un exilio que tampoco les proporcionó la anhelada libertad creativa, atadas como estaban a muchas cargas familiares en la distancia. Entre estas huidas se encontraban la poeta Concha Méndez, la filósofa María Zambrano, la escritora Rosa Chacel, la pintora Maruja Mallo o la actriz de teatro y directora María Teresa León. A todas les costó integrarse en la industria cultural de sus países de acogida. El documental que facturan Tània Balló, Serrana Torres y Manuel Jiménez levantó testimonio de estas biografías con el apoyo de TVE, una docena de fundaciones y otros tantos expertos. El primer episodio ya reavivó la conversación sobre las mujeres en la generación del 27, con eco en el Congreso de los Diputados, donde se aprobó en 2015 una enmienda para “reparar el injusto olvido histórico del que son víctimas”.
Las siguientes entregas del documental se han ido estrenando con tres años de diferencia. Contribuyen a mantener vivo el legado de aquellas pioneras en una España que por épocas pendula entre el interés y la desmemoria. Tanto es así que algunos libros de texto han elevado el título de la cinta a categoría historiográfica, cuando en realidad este procede de una anécdota que narró Maruja Mallo a su vuelta del exilio en 1962. Tras un cuarto de siglo entre Buenos Aires, París y Nueva York, donde había conocido a Warhol, la artista irrumpió en televisión con su aire cosmopolita y noctívago para contar cómo decidió quitarse el sombrero en la Puerta del Sol de los años treinta y fue apedreada. “Sentí que aquel objeto nos congestionaba las ideas”, dijo. La acción tuvo lugar en compañía de Dalí, Lorca y Manso.
Esta última publicó varios poemas en Verso y la Gaceta Literaria. Ilustró además otras revistas de la época con universos femeninos de gran carga simbólica, deudores de las vanguardias europeas. Cuando ya había fallecido, unas obras completas de Federico García Lorca cayeron en manos de su hija. Impresas por Editorial Aguilar, piel en la cubierta y papel de biblia, excluían los versos más comprometidos y explícitos del autor. Margarita Conde relata por teléfono a este diario: “Llegué a la parte del Romancero gitano y encontré una dedicatoria que decía ‘A Margarita Manso, escritora’. Apenas tenía 12 años y pensé que aquella mujer se llamaba como mi madre, pero que no podía ser la misma, pues ella no se había dedicado a escribir”. Solo dos décadas después lograría encajar las piezas de un rompecabezas familiar sin instrucciones de uso: parecía obvio que el poeta granadino había amado y admirado a su madre.
Ella fue tal vez la única mujer que le indujo semejante estado. “En casa se impuso un silencio absoluto sobre quién era Margarita Manso. Mi abuela y mi tía, exiliadas en México, tampoco quisieron aclararme nunca mucho sobre su pasado”, prosigue Conde. “En cierto modo pienso que esta segunda parte de su vida fue impostada, obligada por razones históricas. Ya no era una mujer sin sombrero, era una mujer con sombrero”, asegura. Aquel cuadro de un rostro andrógino que la miraba de pequeña resultó ser el retrato de su madre que tres décadas antes había trazado Ponce de León. La tela acabó colgada del Museo Reina Sofía durante una retrospectiva que en 2001 recuperó al genial pintor del realismo mágico. La exposición incluía sus decorados para el grupo de teatro La Barraca, que impulsaron tanto Lorca como Eduardo Ugarte y con el que peinaron buena parte de la península Ibérica.
Más allá de una escena en la que pintoras o escritoras se conocían y retroalimentaban, la película destaca a un nombre fuera de foco: la vibrante Margarita Gil Roësset, cuyo suicidio a los 24 años truncó una prometedora carrera como ilustradora y escultora. Su obra naíf pero poderosa influyó a Antoine de Saint-Exupéry para crear El Principito. Ambos se conocieron durante una de las habituales visitas a Madrid del aviador y escritor francés. Su contribución a la historia del arte es, sin embargo, difícil de determinar. Aquella voluntad final de no dejar tras de sí rastro alguno de su trabajo la llevó a destruir muchas piezas. Sí trascendieron sus diarios, en los que dejó escritas ciertas frases que años más tarde retomaron sus colegas para definir el exilio: “Tengo bastante miedo, parece que tendré que morirme sin corazón, sin voz de plata ni besos. Ay, imaginar, siempre imaginar. Yo no sé si en ese momento sabré engañarme aún o me moriré de pena”.
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