Trauma LGTBI+: “Es duro renunciar a quien eres”
El rechazo, el odio y la violencia sufridas durante la infancia y adolescencia dejan graves secuelas psicológicas
La primera vez que Enrique Aparicio (Alpera, Albacete, 35 años) fue al psicólogo ya era adulto. No pensaba que nada de lo que iba a tratar allí tendría que ver con su infancia y adolescencia, con su vida en el pueblo manchego en el que nació y que abandonó a los 18 años. “Cuando empecé terapia ya vivía en Madrid: estaba fuera del armario, tenía novio, amigos que me querían... pero, sorpresa, los traumas no se abandonan en un cajón, hay que tratarlos”, cuenta Aparicio, periodista y escritor.
Vivir fuera de la norma social puede ser un auténtico calvario. ...
La primera vez que Enrique Aparicio (Alpera, Albacete, 35 años) fue al psicólogo ya era adulto. No pensaba que nada de lo que iba a tratar allí tendría que ver con su infancia y adolescencia, con su vida en el pueblo manchego en el que nació y que abandonó a los 18 años. “Cuando empecé terapia ya vivía en Madrid: estaba fuera del armario, tenía novio, amigos que me querían... pero, sorpresa, los traumas no se abandonan en un cajón, hay que tratarlos”, cuenta Aparicio, periodista y escritor.
Vivir fuera de la norma social puede ser un auténtico calvario. No todo el mundo encaja en el estereotipo de persona blanca, heterosexual, de género binario y cisnormativo ―en el que se asume que todas las personas se identifican con el género asignado al nacer, siempre hombre o mujer― y de cuerpo delgado que no presente discapacidad física o psíquica.
“Cuando era pequeño, esa diferencia hacía gracia. En la adolescencia, la sociedad se encarga de reprimirte con esas leyes no escritas de la normatividad”, explica Aparicio, que narra esta experiencia en su novela La Mancha (Plaza&Janes). “Durante mucho tiempo me quedó la sensación de haber fracasado, de no haber sido capaz de adaptarme”, añade.
El actor Odín Maldonado (Madrid, 37 años) comparte esa sensación de fracaso. Es una persona trans no binaria, que durante gran parte de su vida ha sido socializado como una mujer. “Sentía que no encajaba. Intenté ser una niña, pero no me salía”, cuenta. En su adolescencia, le obligaron a “salir del armario de la homosexualidad”. “Se lo conté a una amiga que luego fue contándolo por ahí. Eso me creó una profunda desconfianza en la gente. Empecé a pensar: ‘¿Cómo me voy a relacionar si me pueden exponer en cualquier momento?”, relata Maldonado.
Como explica la psicóloga Camino Baró (Madrid, 41 años), las vivencias de las infancias y las adolescencias determinan las personas en las que nos convertiremos. “Si sentíamos que teníamos que guardar silencio o escondernos porque no hemos tenido acceso a referentes, es probable que hayamos interiorizado que éramos diferentes ―peores― que el resto. Esto influye en la manera de relacionarnos como adultos en todos los ámbitos, social, laboral, o afectivo”, apunta Baró, que también es activista intersex.
“Cuando el resto está viviendo cosas que tú no, te sientes frustrado, incomprendido”, lamenta Aparicio, en referencia a las relaciones sexoafectivas durante su adolescencia. “En mi caso, además, estaba atravesado por la gordofobia que decía que mi cuerpo no podía ser deseado por nadie”, añade, evidenciando que las dificultades aumentan cuando se suman varios ejes de opresión.
Ángeles Blanco (Madrid, 39 años) es abogada y sufre “una triple discriminación por ser mujer, discapacitada y lesbiana”. Fue diagnosticada a los 27 años con la enfermedad de Sheuermann. Su infancia estuvo marcada por el acoso escolar, fruto de una mala gestión de su centro educativo, donde la trataban de manera diferente por mostrar altas capacidades. De aquel bullying surgió la ansiedad generalizada, un diagnóstico que ella pidió ocultar de su historial médico por el miedo al estigma.
Para Sandra Carmona (Málaga, 40 años), ilustradora, el racismo es la discriminación que más ha condicionado su vida. “Soy mujer, gitana, mestiza y lesbiana. En el colegio sufrí el racismo de compañeros, familias y también de profesores”, explica Carmona. “No estoy racializada; puedo pasar por paya si no digo que soy gitana, algo que hice durante un tiempo, hasta que me harté. Renunciar a quien eres es muy duro”, añade.
Secuelas psicológicas de la discriminación
Camino Baró, especializada en terapia familiar sistémica con personas del colectivo LGTBI+, ve numerosos rasgos comunes en consulta. “Malestar, falta de atención, sobreprotección, soledad, incapacidad para hablar de sí mismos para no incomodar, inseguridad, culpa...”, relata.
Las personas que pertenecen a colectivos oprimidos reciben violencia simbólica continuamente, lo que lleva al miedo constante, según recoge el estudio Delitos e incidentes de odio hacia personas LGTBIAQ+: Prevalencia, consecuencias e impacto, elaborado por la Universidad del País Vasco. Este informe señala que la ocultación de la identidad, con respecto a la orientación sexual y/o de género, tiene impacto psicológico a largo plazo: rasgos depresivos, ansiedad, baja autoestima o pensamientos intrusivos. Unas secuelas aplicables a otro tipo de discriminaciones.
Como explica el psicólogo Vicente Alcántara (Córdoba, 59 años), la discriminación sistémica genera estigmas. Alcántara es especialista en un tipo de terapia de reprocesamiento del trauma, EMDR. Un trauma, aclara Alcántara, es también “algo que nos dijeron y que no nos tenían que haber dicho, o algo que tenían que haber hecho y que no hicieron”. “Eres adolescente homosexual, pero tu padre es homófobo. Dice comentarios en alto y te lanza miradas represivas. Creces pensando que algo en ti está mal”.
Acudir a algún tipo de terapia es fundamental para poder recuperarse de esas secuelas. “A mí me salvó la vida”, dice Odín Maldonado. A Ángeles Blanco le ha permitido “adquirir y trabajar capacidades sociales” que le habían sido negadas debido a la discriminación. Tras una década de trabajo psicológico, Enrique Aparicio es capaz de reconciliarse con el niño y adolescente que fue y controlar la sensación de fracaso.
Más allá de la terapia
“El armario ―y hay muchos armarios― es un mecanismo de la sociedad para imponer una supuesta normalidad. Si no te paras a cuestionarla, te la comes”, señala el sociólogo Javier Sáez (Burgos, 59 años), autor de Biopolítica del armario (Bellaterra Ediciones). “No hay nada de malo en la diversidad, el problema es el dispositivo de presión de la normatividad”, prosigue Sáez. A lo que añade que él ve el activismo como “una terapia colectiva”.
Para Sandra Carmona, la activación social ha sido un motor de cambio personal. “Encontrar una comunidad gitana LGTBI+ me hizo ver que no estaba sola, que no era rara”, detalla la ilustradora. Hace cinco años creó, junto a su pareja Tamara Gámez, Altramuz Editorial, con el empeño de contar historias reales que reflejen la diversidad, apostando especialmente por la realidad romaní desde el feminismo y el movimiento LGTBI+.
Odín Maldonado también ha querido revertir la falta de referentes, convirtiendo su experiencia en el espectáculo No Gender, que estrenó hace unas semanas en Teatros del Canal, en Madrid. Ángeles Blanco, por su parte, es abogada especializada en mujeres y personas LGTBI+ con discapacidad, y trabaja para intentar “evitarles la discriminación” sufrida por ella. “La diversidad hace al mundo mejor”, resume Blanco.
Asignatura universitaria
Si hay un ámbito crucial para la consolidación de referentes es el educativo. Como explica Mercedes Sánchez Sáinz, doctora en Educación y autora del libro Pedagogías Queer (Los Libros de la Catarata), el alumnado pasa mucho tiempo en colegios e institutos: "Es donde se proyectan los mandatos sociales y hegemónicos; se establece lo que es normal y lo que no”. Así, cree indispensable formar a docentes en diversidad, integrar esta cuestión como una asignatura en las etapas universitarias y en los temarios de oposiciones a maestro y profesorado de Secundaria.