Víctima de cinco pederastas en una década: una infancia de horror en el orfanato de monjas de Valladolid
La historia de Ángel Campos refleja la opacidad de centros públicos aún gestionados por religiosos en la Transición: denuncia abusos de tres clérigos, una religiosa y un responsable de la Diputación entre 1976 y 1984
EL PAÍS puso en marcha en 2018 una investigación de la pederastia en la Iglesia española y tiene una base de datos actualizada con todos los casos conocidos. Si conoce algún caso que no haya visto la luz, nos puede escribir a: abusos@elpais.es. Si es un caso en América Latina, la dirección es: abusosamerica@elpais.es.
─────────
Ángel Campos fue abandonado por su madre en e...
EL PAÍS puso en marcha en 2018 una investigación de la pederastia en la Iglesia española y tiene una base de datos actualizada con todos los casos conocidos. Si conoce algún caso que no haya visto la luz, nos puede escribir a: abusos@elpais.es. Si es un caso en América Latina, la dirección es: abusosamerica@elpais.es.
─────────
Ángel Campos fue abandonado por su madre en el hospicio público de Valladolid cuando tenía dos años, en 1968. Estuvo allí, en diversas instalaciones de la Diputación gestionadas por las monjas de las Hijas de la Caridad, hasta los 18 años, una infancia y adolescencia que recuerda como una pesadilla. Afirma que sufrió abusos de hasta cinco adultos distintos a lo largo de los años, entre 1976 y 1984, en la residencia Juan de Austria y en dos campamentos de verano: dos curas, un religioso salesiano, una monja e incluso un responsable de la Diputación Provincial. Cuando tuvo la mayoría de edad solo quería huir, y se fue andando y haciendo autoestop hasta París con 1.000 pesetas en el bolsillo y una mochila. “Pasé la frontera de Irún la Nochevieja de 1984, lloviendo, y el guardia civil me preguntó asombrado que dónde iba en una noche así”. Fue a París porque había hecho amistad con un niño francés en un campamento, con el que se había escrito cartas. Pero no lo encontró. Le robaron todo. Se quedó sin nada, pero desde ahí empezó a rehacer su vida. Y con 57 años ha decidido contarla: “Mi vida en el internado fue un infierno de abusos sexuales, físicos y psicológicos. Las palizas y los malos tratos eran lo normal, y fui sufriendo abusos desde los nueve años hasta que me fui de allí”. Afirma que otros niños pasaron por lo mismo, y espera que salgan más testimonios a la luz.
Su historia fue incluida por EL PAÍS en el cuarto informe con casos de abusos en la Iglesia, entregado en junio de 2023 a la Conferencia Episcopal Española (CEE) y al Defensor del Pueblo. Ángel también lo denunció luego personalmente a la unidad de atención a víctimas del Defensor del Pueblo y, por carta, al Papa. El secretario del dicasterio para los Institutos de Vida Consagrada, el español José Rodríguez Carballo, que dejó el cargo poco después, le respondió por escrito, con fecha del 4 de septiembre, pidiéndole más datos y le transmitió “un profundo y sincero perdón por todo el daño sufrido”. “Hacemos nuestro el dolor que ha tenido que padecer por culpa de sujetos que, como Ud. bien expone, no cumplieron con su deber de protegerlo y cuidarlo, sino que, abusando su poder y confianza, solo satisfacían sus propios deseos”, afirma la misiva.
Las Hijas de la Caridad aseguran que han abierto una investigación y se ponen a disposición de Campos, pero no responden preguntas ni dan ninguna información, se remiten a una abogada. La archidiócesis de Valladolid, dirigida por el exportavoz de la CEE, Luis Argüello, también ha abierto una investigación canónica sobre el único sacerdote acusado en la diócesis —otro cura y un religioso actuaron en sendos campamentos de verano en otras provincias y Ángel desconoce su procedencia—. La investigación del arzobispado castellano aún está abierta, aunque no da ninguna información sobre ello. Con la mediación de este diario, Ángel accedió a prestar su testimonio en la archidiócesis en septiembre. Sin embargo, seis meses después de conocer el caso, la archidiócesis no ha tomado medidas contra el sacerdote acusado, J. C. G., que sigue dando misa en su parroquia del centro de Valladolid, según ha comprobado EL PAÍS y confirmó el domingo el propio cura. En conversación con este diario, el sacerdote ha negado las acusaciones.
El último acusado es un laico, un responsable de la Diputación de inicios de los años ochenta, con el primer equipo del PSOE que llegó a la institución en 1983. Sus iniciales son F. C. y, contactado por este diario, también rechaza las acusaciones y asegura que “es todo absolutamente mentira”. Por su parte, la Diputación de Valladolid asegura que no consta ninguna denuncia recibida en el pasado de abusos en este centro, que se cerró a mediados de los ochenta.
“Empecé a recordar al ver un documental de Netflix sobre abusos, Examen de conciencia. Yo hasta entonces tenía una vida como la de cualquiera, el pasado era algo que tenía apartado, pero entonces empezó a surgir todo de golpe con mucha fuerza. Y empecé a escribirlo”, relata. Ángel acaba de publicar un libro donde describe lo que vivió en el orfanato, Verdades silenciadas, autoeditado y disponible en su web angelcampos.net, cuya recaudación irá a organizaciones que trabajan con víctimas.
Sus primeros recuerdos son del antiguo hospicio, situado en el palacio de los Condes de Benavente, en la plaza de la Trinidad de Valladolid, que hoy es una biblioteca pública. Evoca el frío, el trato severo de las monjas, los golpes y los castigos. También tiene buenos recuerdos, no lo niega, pero se borran ante los negativos. Allí estuvo hasta 1975, año en que se derrumbó parte del edificio y los niños fueron trasladados provisionalmente a una residencia en Las Salinas, en Medina del Campo.
Tiene un recuerdo de allí. Por la noche, tenía tanto miedo de levantarse para ir al baño que a veces prefería orinarse en la cama, pese a lo que suponía: una monja lo llevaba a la piscina, en pleno invierno, y le sumergía la cabeza en el agua para castigarlo. También relata que cuando les dolía una muela, se las sacaban con alicates, sin anestesia. O que para castigarlos, a veces los dejaban por la noche en la terraza medio desnudos, en invierno.
En 1975 el orfanato se instaló definitivamente en un antiguo seminario de los redentoristas, un gran complejo en las afueras de Laguna de Duero, cerca de Valladolid, que pasó a llamarse colegio residencia Juan de Austria. Hoy está abandonado, rodeado de alambradas, aunque se usa una parte de los edificios. En un ala, por ejemplo, está la sede local de RTVE. Allí, con el uso de razón, además de la violencia física, llegaron también los abusos. Primero de los propios compañeros más mayores: “Eran más grandes que nosotros, y abusaban de los pequeños. Te pegaban palizas si no hacías felaciones. ¿Qué podías hacer? No tenías a quién acudir, estabas solo”.
También refiere en su libro tocamientos de una monja cuando lo secaba tras la ducha. Se llamaba sor Mercedes, y afirma que ocurrió en varias ocasiones entre los 11 y los 14 años, y no solo a él. Hace unos años, Ángel relata que fue a visitar a la exdirectora del centro, sor Cecilia, al lugar donde residía, en Olmedo: “Me dijo que no sabía nada de eso, que si lo hubiera sabido se hubiese encargado de apartar a esa monja. Sobre las palizas y el maltrato solo dijo que era otra época”.
El primer abuso de un cura, relatado en su libro, fue con nueve años, en 1976, en un campamento de la OJE (Organización Juvenil Española) en Covaleda, Soria, donde las monjas mandaban a los chicos en verano. Ángel no recuerda cómo se llamaba ese sacerdote, que describe como alto, con barba, con una especie de medallas militares en la sotana. Ocurrió en la enfermería, le masturbó y cuando acabó le dijo: “Lo que pasa en Covaleda se queda en Covaleda”.
También sufrió tocamientos de un salesiano en 1980, con 13 años, en otra colonia, en la residencia de Antromero, en Candás, Asturias, que la orden utilizaba en verano. Tampoco recuerda su nombre, solo que era corpulento y atlético, y bajaba con ellos a jugar al fútbol a la playa. Los salesianos, que también se ponen a disposición de la víctima, informan de que hasta ahora no tenían constancia de ninguna denuncia de abusos en ese lugar. Los abusos fueron casi una infernal rutina en la vida de Ángel, que creció soportándolos como una faceta más de la vida: “Sabían que estabas solo, que detrás de ti no había nadie”.
Un día, con 12 años, le pareció que se abría una puerta para salir de allí: una familia de Barcelona se interesó por él para adoptarlo. Pasó temporadas con ellos, en vacaciones, y el resto del año se escribían cartas. “Era una familia de clase media alta, que vivía en el barrio de Gracia, con una casa de veraneo en Vilassar de Mar. Con ellos empezabas a sentirte diferente y que a lo mejor tu vida podía cambiar. Volvía muy ilusionado”. Pero algo pasó y después de dos años de pasar las vacaciones con ellos la adopción se truncó. Fue un duro golpe para Ángel, que aún se pregunta qué ocurrió, porque nadie le dio una explicación. Luego, según relata, se enteró de que la familia pagaba a las monjas por la adopción, y no sabe si hubo algún problema con eso. Sostiene que las religiosas cobraban por las adopciones. Pero con el papeleo de esas gestiones supo algo más: Ángel descubrió que no se llamaba Ángel.
Por primera vez vio documentos suyos en el despacho del director y ahí estaba escrito que se llamaba Luis M. A. Ni lo único que tenía, su nombre, era real. Llevaba una vida despersonalizada en la que ni siquiera tenía ropa propia, se vestía cada día con la que le daban, en un mundo aparte, del que nunca salían. El orfanato tenía incluso su propio cementerio, donde Ángel fue al funeral de uno de los niños, del que hoy apenas quedan restos en la maleza. Solo en sexto de EGB Ángel empezó a ir y volver en autobús a un colegio externo.
A partir de ese día se llamó Luis Ángel. Ha seguido utilizando su primer nombre, Ángel Campos, en el libro que ha escrito, y así desea aparecer en esta información, era como lo conocía todo el mundo. Saber algo más de su identidad ha sido un laberinto burocrático. Cuando fue al registro civil a pedir su partida de nacimiento, cuenta que llamaron antes a un psicólogo para que estuviera presente: afirma que la primera inscripción estaba hecha con 12 años, en el momento en que le iban a adoptar. También sostiene que en la Diputación no le han permitido ver su expediente y acceder a sus datos. “Me explicaron que son confidenciales durante 50 años, aunque son mis datos, no lo entiendo”, apunta. La Diputación de Valladolid, consultada hace mes y medio al respecto, aún no ha aclarado este punto.
Frustrada la adopción, Ángel entró en la peor etapa de abusos. Y sí recuerda el nombre de los que cometieron los más graves y continuados. Acusa a un sacerdote, J. C. G., y a un responsable de la Diputación de Valladolid, F. C. Estos abusos, narrados en su libro, se sucedieron entre 1981 y 1984, de los 15 a los 18 años, hasta que por fin logró huir.
El cura, J. C. G., apareció en verano en la casa de Las Salinas, en Medina del Campo, donde los internos regresaban en vacaciones. Es un lugar hoy derruido, frente al balneario de la localidad. “Venía un cura joven, risueño, a darnos misa, y como no salíamos de allí, estábamos todos locos por ser monaguillo, porque te dejaba beber el vino de misa, te daba dulces, una propina. Todo desde la inocencia, no teníamos ningún contacto con el mundo exterior, ninguna malicia. Aunque nos repetían todos los días que éramos malas personas y acabaríamos mal. Este cura abusó de mí durante un año, era un depredador de manual”. Este sacerdote ha sido párroco durante décadas en la provincia y en la ciudad de Valladolid. Actualmente, es alguien cercano a Luis Argüello, ocupa cargos en la archidiócesis y está en una parroquia del centro de la ciudad.
Ángel relata que había una sacristía improvisada en una habitación donde el cura se cambiaba. “Cada vez le ayudaba un monaguillo, solo uno, y no quería dos. Y no entendíamos por qué, porque eran siempre dos, pero él quería solo uno. Tenía un coche y le acompañábamos a dar misa a algún pueblo cercano, a Brahojos de Medina y Bobadilla del Campo”. Los tocamientos y las masturbaciones ocurrieron, afirma, tanto en esa sacristía como en el coche. “Luego daba misa como si nada. El problema es que no entiendes lo que está pasando y no lo aceptas, y luego te preguntas por qué no te rebelabas”.
“Se aprovechaba de que no teníamos una familia a la que ir, porque a las monjas no ibas a decírselo, la que no era un monstruo era una abusadora. Nadie iba a vernos. Siempre te decían: ‘Tú eres hijo de la casa. Tus padres no te quieren y por eso estás aquí. Cuando salgas si no eres un hombre derecho, irás al reformatorio o a la cárcel”. Algunos de los compañeros de Ángel, recuerda, acabaron así al salir, en la delincuencia o en la droga.
El sacerdote fue a más, continúa Ángel, cuando le propuso, porque tenía habilidad para el dibujo, hacer una exposición de sus creaciones en el pueblo donde era párroco. “Fui a su casa en la Navidad de 1981, creo recordar. Con 15 años. Ya no fueron solo tocamientos. Me dio una habitación y por la noche se metió en mi cama: me lo encontré al día siguiente a mi lado, y yo no tenía el pantalón del pijama, y tenía el calzoncillo húmedo. Yo pensaba: pero si están aquí sus padres, ¿cómo se atreve a acercarse? Luego no volví a verlo más, o le cambiaron de parroquia o algo hubo”.
Este sacerdote, en conversación con EL PAÍS, niega los abusos, pero admite que las circunstancias generales del relato son ciertas, aunque señala algunos detalles y fechas que en su opinión no coinciden con la realidad. Confirma que conoció a Ángel en Las Salinas, donde iba a dar misa en verano, y también que lo llevó a su casa con sus padres aquella Navidad. Pero rechaza las acusaciones, y también niega que llevara a los monaguillos en coche a dar misa a los pueblos. Desea precisar que ha escrito una carta de protesta al Defensor del Pueblo, porque en su reciente informe sobre pederastia en la Iglesia aparece un listado de localidades donde se han denunciado abusos y figura esa localidad donde fue párroco. “Creo que eso se ha hecho a la ligera, porque me señala, y no se ha tenido en cuenta la presunción de inocencia”, opina.
Ángel continúa su relato: “Aún me culpo mucho por no haberlo cortado. Jugaban con nuestro silencio, sabían que nunca hablaríamos, porque nadie te quería, nadie te creería, nadie miraba por ti. Hasta que alguien miró por mí, con 16 años, pero fue otra persona que también abusó de mí”.
Con la llegada de la democracia y del primer Gobierno socialista, apareció en el orfanato el nuevo presidente de la Diputación, Francisco Delgado, del PSOE, con otros miembros de su equipo. Querían cambiar las cosas, modernizar la institución. Fueron a hablar con los chicos más mayores, los más preocupados con su futuro cuando salieran de allí con 18 años, para asegurarles que los ayudarían. Ángel tenía 16 años y sabía que en dos años se iba a la calle, sin saber nada del mundo y sin oportunidades. “Nos dieron una charla. No los conocíamos de nada, en todos los años del colegio allí no fue nadie. Para nosotros la Diputación era lo que ponía en el cartel del colegio. Que alguien de repente se preocupara por nosotros nos ilusionó”.
Terminada la charla, una de las personas que acompañaban al presidente, de iniciales F. C., se quedó un rato con los chicos. “Me pasó el brazo por el hombro, muy campechano, se interesaba por nosotros. Poco después, como un mes, apareció con su coche. Me llamaron y fui al despacho del director, que me dijo que me fuera con él. Me llevó en su coche a la Diputación, a su despacho, para hablar un rato de mi futuro y yo estaba muy impresionado. Luego me volvió a llevar al colegio. Esa fue la primera de muchas visitas, intempestivas”.
Ángel relata que en varias ocasiones esta persona aparecía en el colegio, le hacía llamar y aunque estuviera en clase o en el comedor, le hacían salir para irse con él. “Me llevaba con el coche a la ciudad, a veces a un restaurante del centro, yo nunca había ido a uno. Allí me daba de beber chupitos de orujo tras la comida, para luego tenerme más sometido. Luego me llevaba a pinares y empezó con los tocamientos. No sabía qué hacer, porque tenía poder, y eso te asusta. Una vez me llevó a un hotel del centro, cerca de su casa, y allí ya se puso muy agresivo, violento, con abusos graves a todos los niveles, mucha depravación. A veces me devolvía al colegio de madrugada, ¿y nadie se preguntaba de donde venía este hombre con este chaval a estas horas?”. F. C., contactado por este diario, niega de plano las acusaciones y dice que son “mentira”. Solo admite que pudo estar en alguna ocasión en el colegio, con el presidente.
Francisco Delgado, que era entonces el presidente de la Diputación, no recuerda una visita suya al centro, aunque no la descarta por la dificultad de recordar con el tiempo transcurrido, porque confirma que se ocupó del colegio. Asegura, en todo caso, que nunca tuvo conocimiento ni sospecha de ningún abuso. Sí confirma que la disposición y estructura de su despacho coincide con la descripción que hace Ángel, por aquella ocasión en que afirma que F. C. lo llevó allí.
Un antiguo empleado del orfanato, que prefiere no ser identificado, sí recuerda aquella visita del presidente de la Diputación y su equipo, y cómo ese otro responsable apareció en ocasiones a buscar a Ángel. Recuerda que alegaba que le iba a ayudar a buscar un empleo, y en el centro estaban muy esperanzados por si se les abría una vía que arreglara su futuro. De hecho, Ángel y otros compañeros de su edad acabaron trabajando en centros de la institución provincial. La Diputación confirma que algunos chicos entraron entonces a trabajar en distintas sedes de la entidad con 18 años, y que han seguido hasta el día de hoy. Al conocer la denuncia de Ángel, este empleado se siente consternado, porque afirma que nunca sospecharon nada y en aquellos años intentaron volcarse en ayudar a aquellos muchachos. De hecho, siempre se preguntó por qué Ángel desaprovechó aquella oportunidad, un trabajo fijo, y desapareció. Por su parte, la persona acusada, F. C., afirma que recuerda “visitas de dos personas” a las que atendía: “A una de ellas le dimos un puesto de trabajo en la residencia de ancianos de la Diputación, estuvo un tiempo y le perdí la pista, y no he vuelto a saber nada”.
Ángel tenía entonces 16 años, y los abusos de este responsable de la Diputación duraron, asegura, hasta los 17 y medio. “Me tenía en sus manos. Me puso a trabajar en una residencia de ancianos de la Diputación, que también llevaban las monjas de las Hijas de la Caridad. Hacía un poco de todo, también amortajar muertos. La primera nómina fue de 130.000 pesetas. Las monjas me tuvieron que abrir una cuenta corriente, porque aún era menor de edad. Yo estaba aún en el colegio, y él dijo que me buscaba una pensión. Estaba al lado de su casa, para tenerme controlado. Además, cada dos por tres iba a la residencia a verme, me iba a buscar. Hasta que un día me dije: no vengo más”.
Tenía 18 años pero no sabía hacer nada, nunca había estado en la calle, nunca había entrado en un supermercado, ni había comprado unos zapatos, ni manejado dinero, no sabía mantener relaciones sociales. Tenía la dirección de aquel amigo francés, al que hacía años que no veía. Se fue andando de Valladolid a París. Una huida del pasado que termina hoy.