El fin de la impunidad

Puedo decir por experiencia que no hay mayor curación que la verdad. La creación de una comisión para investigar los abusos sexuales cometidos en la Iglesia nos debe hacer sentir orgullosos

Víctimas de abusos sexuales de miembros de la Iglesia, la semana pasada a las puertas del Congreso, con los diputados de Unidas Podemos Sofía Castañón y Jaume Asens (ambos con carpetas moradas).Emilio Naranjo (EFE)

Puede resultar difícil imaginar, salvo para quien lo haya vivido, el proceso por el que pasa un niño desde el momento en que sufre abusos sexuales, un proceso que se inicia en el más desolador de los desconciertos al venir, en la mayoría de los casos, de adultos en los que confiamos o a los que nos confiaron. Lo explico brevemente.

Cuando sucede, en el primer momento de indefensión, hay vergüenza, miedo, incluso una voluntad inocente de justificar o comprender al verdugo —un adulto responsable de nuestra educación—, una voluntad en la que se muere el último reducto de inocencia que nos ...

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Puede resultar difícil imaginar, salvo para quien lo haya vivido, el proceso por el que pasa un niño desde el momento en que sufre abusos sexuales, un proceso que se inicia en el más desolador de los desconciertos al venir, en la mayoría de los casos, de adultos en los que confiamos o a los que nos confiaron. Lo explico brevemente.

Cuando sucede, en el primer momento de indefensión, hay vergüenza, miedo, incluso una voluntad inocente de justificar o comprender al verdugo —un adulto responsable de nuestra educación—, una voluntad en la que se muere el último reducto de inocencia que nos quedaba dentro. Luego sigue un secreto lleno de dudas que carcomen, acaso alguna confidencia a un amigo adolescente o a un superior que promete tomar alguna medida difusa, y ya, fuera del colegio o del entorno del crimen, la decisión de vivir quitándole importancia a aquel suceso, con un trauma interior de mayor o menor importancia. Algunos fuimos alimentando nuestros libros con aquellas experiencias; otros sobreviven gracias a tratamientos psiquiátricos o, sencillamente, nunca han podido recoger las riendas de su vida. Porque alguien, un profesor, un entrenador, un sacerdote, o quizá un familiar, se las quitó de las manos y las arrojó a los pies para satisfacer una secreta pederastia.

El pederasta es un depredador habilísimo que actúa sobre los más débiles, en momentos calculados en los que se siente seguro, poniendo mientras tanto máximo cuidado en aumentar su prestigio personal en el entorno que ha convertido en su campo de caza: allá donde haya una relación de poder sobre un menor. De hecho, suele ser un líder sólido, una referencia para padres, profesores y alumnos que, con el tiempo, cuando sus fechorías salgan a la luz, lo defenderán, desprestigiando los sucesos o, en el mejor de los casos, con un silencio estruendoso en el corazón de las víctimas.

Romper ese silencio resulta un muro muy alto para la mayoría, pero puedo decir por experiencia propia que no hay mayor curación que la verdad. Para la gente de mi generación, cuando llegamos a la madurez suficiente para comprender el alcance de los hechos, los delitos habían prescrito y no encontramos más consuelo que contar la historia a quien quisiera escucharla. Por eso, los trabajos sólidos de investigación, como los que emprendió este periódico desde 2018, tienen consecuencias inimaginables. Por fin sentimos que nuestra sociedad está despertando a un gran problema colectivo. Como hoy me decía una de las víctimas, las noticias que están apareciendo estos días la hacen sentir esperanza en lugar de abandono por primera vez en muchos años. Porque no se trata solo de curar el pasado sino de cuidar el presente. Señalar lo que sucedió 20 años atrás sirve, sobre todo, para tomar medidas para evitar la indefensión de los niños y adolescentes de hoy.

Es una obligación de las sociedades ir legislando las injusticias de las que va siendo consciente: así en nuestra historia se equiparó la mujer al hombre, se aprobó el matrimonio homosexual o, hace unos meses, la llamada ley Rhodes, que amplió el plazo de prescripción de los delitos de pederastia. Si hubiese existido años atrás, muchos nos hubiésemos acogido a ella.

La admisión por parte del Congreso de la solicitud de crear una comisión de investigación de los abusos sexuales cometidos en la Iglesia es un paso descomunal en la lucha contra la impunidad de una acción delictiva negada y encubierta durante décadas. Habría que añadirle, sin duda, todo el ámbito educativo de cualquier otra confesión, también el laico, el mundo deportivo y, en fin, allá donde los adultos tutelen la infancia y la adolescencia, para impedir que este paso se quede definitivamente corto, ignorando los casos de las víctimas que sufrieron (recordemos el caso Millán) y sufren abusos en otros contextos.

La iniciativa admitida en el Congreso es un símbolo de madurez democrática que nos debe hacer sentir orgullosos de nuestro país. Esta comisión (y las comisiones independientes que se añadan, pues me temo que hay casos para todas ellas) es un asunto de tal relevancia ética que debe superar la división interna del Congreso y unir a toda la sociedad.

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