El chiringuito de los lamentos compartidos bajo el volcán
Los vecinos que lo han perdido todo empiezan a despertar de la conmoción y a pedir explicaciones
Visto desde fuera, no es un lugar donde apetezca pararse. Un chiringuito que se llama El Chiringuito, al costado de una rotonda en obras, cuatro chapas de uralita pintadas de un verde que estaría de oferta, el típico lugar para tomarse un café rápido antes de meterse bajo las plataneras y una cerveza bien fría de regreso a casa. Pero ahora ya no hay plátanos que cuidar ni casa a la que volver. El volcán de La Palma sigue rugiendo ahí mismo,...
Visto desde fuera, no es un lugar donde apetezca pararse. Un chiringuito que se llama El Chiringuito, al costado de una rotonda en obras, cuatro chapas de uralita pintadas de un verde que estaría de oferta, el típico lugar para tomarse un café rápido antes de meterse bajo las plataneras y una cerveza bien fría de regreso a casa. Pero ahora ya no hay plátanos que cuidar ni casa a la que volver. El volcán de La Palma sigue rugiendo ahí mismo, un par de kilómetros más arriba, y acaba de saberse que ya son tres las bocas que alimentan dos ríos de lava más líquida que la de días anteriores. En una de las mesas, solo, serio, con un botellín por la mitad, la gorra negra calada y una mascarilla a media asta, un cliente mira al vacío. La camarera confía en voz baja:
—Ese hombre también lo ha perdido todo.
Nunca un también ha significado tanto. En la barra, Diego Martín, un joven que trabaja en una empresa de transportes, está contando que la lava derribó su casa el mismo día que echó abajo la iglesia de Todoque, una de las localidades de La Palma más afectadas. Fue el jueves de la semana pasada. El volcán ya llevaba cinco días destruyendo la isla a paso lento, y Martín, como todos sus vecinos, albergaba cierta esperanza de que su casa, situada frente al centro de salud, se salvara de la quema. “Yo el lunes le había dicho a mi jefe”, explica Diego a dos conocidos, “si quieres me despides, pero me voy a dedicar a ayudar a mis vecinos. Sabía el peligro que corría mi casa, y me acercaba cada día para asegurarme de que seguía en pie. Me encontraba bien ayudando a poner a salvo las cosas de los demás, pero el jueves, mi casa y otras muchas de Todoque se vinieron abajo”.
Ismael Cabrera, que así se llama el hombre sentado a solas con su cerveza, ni siquiera tuvo tiempo de sentir la angustia. El domingo 19 de septiembre se despertó con el ruido de un helicóptero volando sobre su casa, situada en la calle Alcalá de El Paraíso, una pedanía de El Paso. “Volaba un kilómetro para allá y otro kilómetro para acá”, cuenta Cabrera. “Pero siempre sobre nuestra casa, así que nos imaginamos que el peligro estaba allí. Sobre las dos o las tres de la tarde, el volcán nos reventó encima de la cabeza, a un kilómetro de distancia. Vimos prácticamente cómo se abrió la tierra y el chorro de humo negro. La lava tardó en salir, tardó, pero luego se lo llevó todo, todo. Mi casa y la de mi hija, que está embarazada y se la había terminado de construir hacía seis o siete meses. En total, dos casas con sus garajes en una parcela de 1.600 metros. Solo nos dio tiempo a salir corriendo. No pudimos salvar casi nada. Las escrituras de la casa sí, porque las teníamos en una bolsa en la puerta por si había que salir corriendo. Pero todo lo demás… Ahora estamos en el piso prestado de un amigo y sin saber qué va a pasar. Se quedaron allí enterrados todos nuestros recuerdos, nuestras costumbres, y lo peor es que ellos lo sabían…”.
Ellos… Hay un momento que en El Chiringuito las penas compartidas encuentran compañía. La incertidumbre, el enfado y hasta la rabia en algunos casos se van sumando al lamento repetido. Ismael Cabrera y Daniel Martín, también Josué Hernández, el dueño del bar, dicen que aún están bajo la conmoción del volcán, que sigue rugiendo, y que todavía deberán soportar el trago de acercarse al lugar donde estaban sus casas y ahora hay 20 metros de lava, pero añaden que viven bajo una incertidumbre absoluta. Que “ellos”, y aquí no hay distinción de colores, ni ofrecieron toda la información que tenían antes de que estallara el volcán ni ahora, casi dos semanas después, le han ofrecido algo más tangible que promesas y buenas palabras. A eso de las dos de la tarde, una hora más en la Península, los lamentos dejan paso a los agravios comunes. Dice Martín: “Nadie nos ha dado ninguna información de lo que va a pasar con nosotros”.
Ismael Cabrera vuelve una y otra vez a una pregunta que no le deja dormir: “¿Por qué no pusieron el semáforo naranja? Hay cuatro niveles de alarma: verde, amarillo, naranja y rojo. Si hubiesen puesto el semáforo naranja no hubiéramos esperado tanto tiempo para poner a salvo las cosas. Pero nunca lo llegaron a poner y ellos sabían que iba a pasar. Todo lo aguantan, todo lo callan y todo lo sujetan para no alarmar. ¿Cuánto podría haber salvado yo? Hasta un vehículo tengo enterrado bajo la lava. Lo sabían, lo sabían, ¿por qué no cambiaron el jodido semáforo amarillo?”.
—¿Y ustedes no sabían que vivían sobre un volcán?
Cabrera da un trago a su cerveza, el primero en mucho rato, y sonríe. No se trata de una sonrisa amarga, tampoco de reproche por una pregunta que hace suya.
—¿Lo sabíamos? Pues sí. Siempre supimos que vivíamos sobre una bomba atómica. Estas son islas volcánicas, hechas por islas volcánicas, pero aquí han vivido todos nuestros antepasados, qué le vamos a hacer. En realidad es que no lo piensas. Y, si te lo preguntas, te respondes: ¿qué nos va a pasar? Y a lo mejor a mis hijos les vuelve a pasar, porque yo ya llevo dos —el de Teneguía, hace 50 años, cuando yo tenía 10, y este— y mi padre ha visto tres, el del 49, el del 71 y este. Aquí hay un viejo dicho: el que ve dos terremotos no ve tres. Pero fíjese, ya hasta ese dicho no vale, mi padre ya ha visto tres...
No es un lugar bonito El Chiringuito, no. Esa chapa verde chillón, ese techo de uralita, ese baño fuera del local. Y ahora además, envolviéndolo todo, la lluvia de ceniza que lo tiñe todo de negro. No es un lugar bonito, pero tal vez ahora más que nunca es un lugar necesario. Los clientes que el viernes, como todos los días a la hora del aperitivo, fueron llenando la barra con sus uniformes de trabajo, sus chalecos fluorescentes de trabajar en el asfalto, se comportaron ante la tragedia de los demás con un respeto hondo, verdadero, respetando el silencio del que no quería hablar, y escuchando al que sí lo necesitaba.
Dice el dueño del local que él también perdió su casa, y que su hija pequeña y su esposa marcharon a Tenerife. “Y de aquí a unos días”, añade, “también se marcharán los periodistas, y ya se verá en qué quedan las promesas de los políticos, si cumplirán sus promesas o si no, y aquí nos quedaremos nosotros. Se me parte el alma cuando llega aquí un amigo, o un conocido, o un cliente con el que antes no habías cruzado tres palabras, pide una cerveza y al cabo de un rato cuenta que también él ha perdido su casa. Porque no son cosas que se puedan sustituir solo con dinero. Se ha perdido el pasado, la esencia, el lugar donde volver”.