Francia aprende a vivir con el certificado covid
La medida, que busca incitar las vacunaciones, está en vigor desde hace casi dos semanas y se exige para casi cualquier actividad en lugares públicos. A pesar de las continuas protestas, cada vez más franceses se vacunan
Un café, una copita, un almuerzo, aunque sea en terraza. Hacer la compra en un gran centro comercial o realizar una visita a una residencia de ancianos. Viajar en tren de largo recorrido o en avión. O acudir al hospital. Desde el 9 de agosto, los franceses han tenido que añadir una nueva rutina a gran parte de sus hábitos: mostrar el certificado covid para casi cada acción o interacción en lugares públicos, como ya se exige desde finales de julio en cines, teatros o museos. ...
Un café, una copita, un almuerzo, aunque sea en terraza. Hacer la compra en un gran centro comercial o realizar una visita a una residencia de ancianos. Viajar en tren de largo recorrido o en avión. O acudir al hospital. Desde el 9 de agosto, los franceses han tenido que añadir una nueva rutina a gran parte de sus hábitos: mostrar el certificado covid para casi cada acción o interacción en lugares públicos, como ya se exige desde finales de julio en cines, teatros o museos. A pesar de las crecientes protestas sociales —más de 200.000 manifestantes anti “pasaporte sanitario”, como se llama en Francia, cada sábado desde hace ya cinco semanas, incluso en pleno agosto—, el Gobierno de Emmanuel Macron se dice dispuesto a no ceder.
Con los turistas extranjeros aún en gran parte desaparecidos por la pandemia y los parisinos de vacaciones, la cola ante el centro comercial Italie 2, en el sureste de París, es corta. Desde el lunes, es uno del centenar de grandes superficies francesas que también exige una prueba de que se ha completado la vacunación, se tiene un test negativo o se ha pasado el coronavirus. A la entrada, unos guardas de seguridad verifican con bastante celeridad, mediante una aplicación en sus móviles, el código QR del teléfono o en fotocopia. Funciona como un semáforo: si sale verde, adelante. Pero si salta el rojo, significa que hay algún problema con el certificado y la fila se atasca. En la otra punta de París, en la popular zona de bares y restaurantes de la calle Montorgueil, Francesco, gerente de un restaurante italiano muy popular entre turistas, conoce ese problema.
“Es un bordel”, se le escapa la forma poco elegante de decir caótico. “Sobre todo los turistas no europeos, vienen con unos documentos, a veces una foto de un certificado, que no reconoce la aplicación francesa”, explica. Aun así, asegura, se muestran implacables. “Acabamos de rechazar a un cliente que tenía solo la primera dosis. Se ha ido a hacer un test de antígenos para volver”, cuenta. Pierre Arnoux, propietario de un bar en otra popular zona de marcha, la rue de la Gaîté, también ha tenido que rechazar clientes, a pesar de lo flojo que anda el negocio en agosto. En los primeros días, cuenta, solo la mitad de los que querían consumir contaban con un documento válido. “Es duro, pero no puedo permitir que me cierren o que me pongan una multa fuerte”, dice.
Mientras que los usuarios que presenten un certificado falso se exponen a multas que van de los 135 euros a los 3.750, más seis meses de prisión si se reincide tres veces en un mes, los responsables de negocios que deben exigir el certificado se arriesgan a multas que oscilan entre 1.000 y 9.000 euros, así como a un cierre administrativo.
Arnaux compró el bar el 18 de febrero de 2020. Rodeado de teatros y cines, se las prometía felices. Un mes después, comenzó el primer confinamiento en Francia. A finales de año, se impuso un segundo encierro que acabaría con todos los teatros, cines, bares y restaurantes clausurados durante casi siete meses. Aunque sea más laborioso, Arnaux prefiere que se imponga un certificado covid y poder mantener su bar abierto. “Un tercer confinamiento sería la bancarrota”, advierte.
Ese es el argumento que esgrime el Gobierno insistentemente. La semana pasada, Macron habló de una “responsabilidad colectiva” ante una pandemia que está aún lejos de acabar. “Es esto o el cierre del país, de un nuevo toque de queda u otro confinamiento”, advirtió. El Ejecutivo suspiró aliviado cuando el Consejo Constitucional validó ampliamente, a comienzos de mes, la ley aprobada días antes en el Parlamento ―no sin duras y largas discusiones y denuncias de la oposición― que establece el certificado covid y otras medidas que buscan incentivar las vacunaciones, sobre todo la inoculación obligatoria del personal sanitario y otros profesionales en contacto con población vulnerable. A partir del 15 de septiembre, aquellos trabajadores afectados que no hayan comenzado la vacunación, serán suspendidos de empleo y sueldo. Francia no es el único país que emplea medidas restrictivas para incitar a la vacunación: también Italia tiene un “certificado verde” desde comienzos de mes y Nueva York se ha convertido en la primera ciudad estadounidense en exigir una prueba de vacunación para entrar en lugares cerrados como restaurantes, bares, gimnasios o salas de espectáculo.
Todavía no hay cifras oficiales sobre el cumplimiento de la nueva normativa en Francia, ya que tras una semana de “rodaje”, solo desde el lunes se hacen controles policiales. Pero el hecho de que la cifra de análisis covid se haya disparado, es indicativo: en la primera semana de implementación del certificado, se realizaron 5,7 millones de pruebas, un “récord absoluto” desde el comienzo de la pandemia, según la emisora Franceinfo. En zonas como las orillas peatonalizadas del Sena, donde en verano se levantan chiringuitos temporales, el Ayuntamiento ha establecido varios puntos para realizar análisis de antígenos hasta altas horas de la noche.
Catherine ni siquiera espera a que le pidan el certificado: llega al restaurante con el código listo en su teléfono. “Lo considero normal, no quita mucho tiempo, es la ley y además permite que los restaurantes sigan abiertos. Me parece razonable”, dice esta parisina que ya ha completado su vacunación. Un argumento que no le vale a Julie, que mira desdeñosa la cola que se forma a la entrada del centro comercial. No se ha vacunado ni piensa hacerlo, dice, por una cuestión de principios. “No soy antivacunas, pero me opongo a la pérdida de libertad, a que me obliguen a vacunarme, a las amenazas. Esto no es democracia”, afirma esta trabajadora en un zoo de 30 años que dice sale cada sábado a manifestarse.
Aunque sus protestas están muy mediatizadas, la verdad es que en Francia hay más gente como Catherine, la parisina vacunada, que como la rebelde Julie. Según una encuesta publicada por el dominical Journal du Dimanche, solo el 34% de los franceses dicen apoyar las manifestaciones o sentir simpatía por ellas, frente a un 50% que se opone y un 16% que se dice indiferente. Mientras, convencidos o resignados, cada vez más franceses piden cita para vacunarse: el primer ministro, Jean Castex, anunció el miércoles que 40 millones de franceses han completado ya la pauta de vacunación (el 59,6% de la población) y se mostró confiado en que, antes de que acabe el mes, 50 millones habrán recibido al menos una primera dosis, el objetivo fijado por el Gobierno.