Nuestro único hogar

La esperanza de un futuro habitable exige una transición hacia el color verde

Balcones en Barcelona el 20 de marzo de 2020, durante la primera semana del estado de alarma.Albert Garcia

En la primavera de 2019 viajé a Suecia por asuntos de trabajo. Era el momento álgido en España de los chistes inspirados en Greta Thunberg, una réplica de los que hacía Donald Trump desde su Twitter. Aunque la determinación de esta adolescente resulta impactante, cuando se tiene la oportunidad de conocer el universo en el que se educó no sorprende tanto. Por esos días, el término Flygskam, literalmente, vergüenza de volar, asomaba en algún momento de las conversaciones de ese país escandinavo, contrapuesto al tagskryt, orgullo de viajar en tren. El propio Gobierno había trasladado el debate a los ciudadanos, convirtiendo el asunto en una cuestión de ética personal. Se ofrecían páginas de opciones alternativas para viajar en tren y algunas compañías artísticas comenzaron a optar por los transportes que redujeran su huella de carbono. La iniciativa cuajó en otros países del norte de Europa. Lentohapea, en Finlandia, Vliegschaamte, en Holanda, Flugscham, en Alemania. Toda una pesadilla para la industria de la aviación.

Para una española siempre resulta sorprendente que el activismo ambiental movilice la sociedad o se sitúe en el centro del debate público. Detesto ser agorera, pero cuando regresé de aquel viaje, en una cena de compromiso en la que se hablaba de la situación política, algunos trajimos a cuenta la urgencia de asumir ciertos cambios de comportamiento en los países ricos, donde el consumo se había acelerado exponencialmente y ponía ya en serio peligro no al planeta, como suele decirse, sino la mera supervivencia de los seres humanos en nuestra casa común. La manera airada en la que algunos comensales defendieron su sagrada libertad de movimientos me sorprendió. El razonamiento basado en la libertad individual se ha convertido en un lugar común, inspirado sin duda en el libertarismo americano y asumido por cierta derecha que ha abandonado cualquier viejo principio de protección social. La idea fundamental de este feroz individualismo es que uno no puede ver constreñidos sus deseos a favor de un interés colectivo. Si un individuo puede costeárselos, ¿quién se arroga el derecho a restringirlos, aunque conlleven un ineludible deterioro ambiental? Reconozco que ante el descaro con que algunas personas afirman que solo al dinero le corresponde condicionar nuestros actos respondí irritada que tal vez surgirían impedimentos de orden superior que decidieran por nosotros y que puede que se nos presentaran mucho antes de lo que nos cabía imaginar.

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Seguía el recuerdo de esa conversación en mí, porque tendemos a fijar en la memoria las discusiones agrias en las que perdimos la paciencia, cuando meses después, en febrero de 2020, pasaba unos días en Milán mezclando deberes del oficio con paseos. El 21 de febrero se confirmaban 16 casos de coronavirus en Lombardía y 60 casos un día después. A consecuencia de esta multiplicación asombrosa, el alcalde de Milán tomó una decisión insólita para una Europa que aún creía que el virus era cosa de asiáticos: anunció el cierre de colegios y centros de trabajo. Los últimos paseos transcurrieron por una ciudad despoblada y me sumieron en la extrañeza. Durante los días anteriores una corriente considerable de españoles se había apiñado alegremente en la plaza del Duomo y sus alrededores comerciales. Hinchas del Valencia, profesionales de la moda, fabricantes de zapatos y restauradores llenaban restaurantes y se nos cruzaban en grupos bullangueros. La tarde del 23 de febrero formábamos la fila, ya muy inquietos, para subir al avión de vuelta a España. Algunos pasajeros llevaban mascarilla, aunque más que el miedo al contagio cundía el temor a que se anulara el vuelo.

Tan acostumbrados como estamos a nuestras rutinas nos cuesta aceptar un cambio dramático que las desmorone. Ni la amenaza certera de una guerra mueve a la gente de sus casas. Ese apego forma parte de nuestra naturaleza. Hasta ese 14 de marzo en el que se decretó el estado de alarma se sucedieron como si nada ocurriera los encuentros masivos, los amontonamientos en las barras de los bares, la asistencia a partidos, y sí, también el célebre 8 de marzo. La vida siguió tal cual, y si en algún momento mostrabas tus reticencias a dar un beso en los últimos actos públicos que se convocaron, cosa que en España es para las mujeres casi una obligación, se te miraba como a alguien aprensivo y descortés.

El mundo cambió de un día para otro. De la pura normalidad a la mañana en la que comenzó el confinamiento. No hubo posibilidad de amoldarse. El paso de un estado a otro fue traumático. Aprendimos a desinfectarnos, a mantener las distancias, a guardar colas callejeras para entrar en los supermercados, a reducir nuestras necesidades, o lo que creíamos que eran necesidades. Nuestra capacidad de movimientos se reducía a dar la vuelta a la manzana. Los que éramos conscientes de nuestros privilegios, del espacio generoso de un hogar, del trabajo que no faltaba y de las buenas compañías íntimas, tratábamos de no exhibirlos, porque en este tiempo el aumento de la brecha entre quienes podemos resistir confortablemente y los desamparados provoca vértigo. El silencio se hizo notar y los pájaros volvieron a entonar sus cantos casi tan clamorosamente como los escuchábamos de niños en las plazas de los pueblos. Algunos animalillos salvajes se acercaron a las riberas de los ríos urbanos, curiosos y extrañados, como reconquistando una antigua posesión de la que fueron injustamente expulsados. Había quien celebraba esas irrupciones insólitas de lo salvaje en el asfalto y quien se mofaba de lo que consideraban un sentimentalismo contagioso e indeseable.

Atmósferas más limpias

Entre todos los negacionismos posibles que se dieron cita a cuenta de la pandemia, hubo uno más sofisticado y estrechamente ligado a las reticencias españolas al compromiso con el medioambiente: se trataba de negar cualquier relación entre la pandemia y la manera en que el hombre ha vulnerado los espacios y las especies hasta favorecer la difusión de virus para los cuales nuestro sistema inmunológico no está preparado. ¿No es ridículo —esgrimían—, habiendo existido la peste o la gripe española, relacionar el coronavirus con la deforestación? Por fortuna, los medios de comunicación hicieron visibles a aquellos científicos y divulgadores cuyas palabras habían sido ignoradas. David Quammen, autor de Contagio, un ensayo de referencia para entender el mecanismo de una pandemia, declaraba a este periódico: “Los humanos somos responsables de esto: lo que comemos, la ropa que vestimos, los productos electrónicos que poseemos, los hijos que queramos tener, cuánto viajamos, cuánta energía quemamos. Todas estas decisiones suponen una presión al mundo natural. Y estas demandas al mundo natural tienden a acercar a nosotros los virus que viven en animales salvajes”. No está de más citar el esfuerzo divulgativo del científico español Fernando Valladares, que hace tan solo unos días escribía: “En la lista de lo que nos ha enseñado la covid-19 no olvidemos las vidas que se salvan con atmósferas más limpias. Que no haga falta otra pandemia para mejorar el medio ambiente y nuestra salud, son dos cosas que van de la mano”.

Alumnas de la academia de baile Corella de Barcelona el pasado mes de diciembre. Samuel Aranda

La cuestión es que, cuando estábamos inmersos en el confinamiento más duro, confirmar que las advertencias de los epidemiólogos habían sido ignoradas y el presupuesto de sus investigaciones esquilmado nos llenaba a muchos de rabia y perplejidad. Se respiraba en esos días de forzada reclusión una especie de voluntad colectiva de mejorar la atmósfera, de cambiar hábitos, de reducir consumos caprichosos. Existía como es lógico el discurso cursi de aquellos que humanizan la naturaleza hasta cargarla de sentimientos de revanchismo o rencor, pero la fantasía y el romanticismo no empañaban la conciencia honesta y racional que estaba ligada a la supervivencia. Se nos repitió hasta la saciedad que el impacto del virus sería más benévolo que los desastres inmediatos que conlleva el cambio climático y que ya se han hecho presentes, que determinan las migraciones del sur más pobre al norte. Pero los estados de ánimo que favorecen el compromiso se diluyen si no se aprovechan en su momento álgido. Fatigados y propensos a la tristeza como nos ha dejado una experiencia tan larga —el año que se les ha robado a los ancianos es tal vez el más irrecuperable— , hay una necesidad imperiosa de vuelta a la normalidad. Unos se refieren a la normalidad de antes, la que se movía por la lógica del liberalismo económico, y otros defendemos un cambio de modelo que acorte la desigualdad y promueva modificaciones en la concepción de lo que es el progreso.

Catastrofismo estéril

Como decía Naomi Klein hace unos días, si la gente se ve desesperada comienza a creer en conspiraciones. Por tanto, es necesaria la acción y no dejarse acogotar por un catastrofismo estéril. Si Joe Biden, un político del establishment del que se esperaba no más que un correcta andadura sin grandes decisiones, ha anunciado que para 2030 un tercio de la tierra y del agua de los Estados Unidos quedarán protegidas, eso quiere decir que las políticas concretas importan, que es fundamental vigilar en qué se van invertir esos fondos de recuperación que nos llegan de Europa, que la esperanza de un futuro habitable exige una transición hacia el color verde. A pesar de que el proceso de extinción de la biodiversidad es enorme, el discurso meramente pesimista conduce a la inacción. Mi amigo Raúl Gómez, director de la Fundación Transición Verde, con quien charlo a menudo de estos asuntos, me dice: “Si uno mira los datos no ve salida a la crisis ambiental. Todos los indicadores siguen empeorando. Pero si presentamos esta información sin esperanza, nos lleva a su opuesto, a la desesperanza. Y la desesperanza es, por naturaleza, desmovilizadora. Se necesita un cambio de conciencia, no deprimirnos con la que tenemos ahora mismo encima y concentrar nuestros esfuerzos. Mitigar nuestro impacto y respetar a lo vivo se merece todos los esfuerzos que podamos hacer”.

No es cierto que en este año la insolidaridad haya crecido. En los barrios humildes se ha reactivado un movimiento vecinal de apoyo a quienes subsisten en el desamparo. Tal vez haya aumentado el cinismo en los cínicos y el individualismo en los egoístas, pero eso es un indicativo de que más que cambiarnos las experiencias fuertes radicalizan las inclinaciones de nuestro carácter. Precisaríamos de una clase política que se centrara en las necesidades urgentes y proyectara para nosotros un futuro más benévolo, pero la impresión desoladora es que, mientras los ciudadanos hemos hecho un largo viaje, muchos de ellos (no todos) no se han movido del sitio, siguen envolviéndonos en debates estériles que ignoran lo esencial y promueven el enfrentamiento y la ira. Lo más sensato que podemos hacer por nosotros y por las generaciones venideras es salir de ese fango, exigir que nos rindan cuentas. Como dice el etólogo Carf Safina: “Debemos tener una actitud moral sobre el valor de la vida en el único planeta habitado, que es nuestro único hogar”. Ojalá que en un año hayamos aprendido eso.

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