Los velcros de la vida
De pasito a paso penetramos en el futuro, aunque arrastrando a farsantes antediluvianos que usan nuestro dolor como asidero
Voy de la ciencia-ficción a mis asuntos, rozando el arte conceptual de tal modo que he aprovechado cual Yoko Ono un excedente de velcro, que adquirí para pegarme unas plantillas, utilizándolo como un parrús añadido a cada una de las vacas alegres de cerámica (era anterior, Vinçon; ver foto en mi Instagram). Ahora se agarran con más impulso.
De pasito a paso penetramos en el futuro, aunque arrastrando a farsantes antediluvianos que usan nuestro dolor como asidero, y que han encontrado en los parlamentos (en Cortes y en cortes de voceros) un lugar donde reproducir su covacha en est...
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Voy de la ciencia-ficción a mis asuntos, rozando el arte conceptual de tal modo que he aprovechado cual Yoko Ono un excedente de velcro, que adquirí para pegarme unas plantillas, utilizándolo como un parrús añadido a cada una de las vacas alegres de cerámica (era anterior, Vinçon; ver foto en mi Instagram). Ahora se agarran con más impulso.
De pasito a paso penetramos en el futuro, aunque arrastrando a farsantes antediluvianos que usan nuestro dolor como asidero, y que han encontrado en los parlamentos (en Cortes y en cortes de voceros) un lugar donde reproducir su covacha en este viaje a ninguna parte al que quieren arrastrarnos. Me desahogo arrojándole un chorro de ozono a los orificios de mi MacBook Air, a ver si se le pasa el molesto zumbido que surge de sus entrañas: lo hago como si fumigara asientos, pero sólo consigo cargarme a un triste mosquito que, cual replicante, vagabundeaba entre mis teclas.
También la poesía forma parte de mi vida cotidiana. Marlene y yo hemos desarrollado un nuevo lenguaje para comunicarnos, mientras limpia y permanezco encerrada en una habitación. Mando mensaje por WhatsApp: “Baño”. Oigo portazo: vía libre. Doy portazo: salgo. Otro portazo: entro. Ella: “Haga el favor de dejar fuera las sábanas del cajón”. Enésimo trajín mutuo de puertas. Nos hemos acostumbrado. Me visitó la otra tarde un colega fotoperiodista para inmortalizarme en mi decrepitud (de su arte espero favorecedoras poses), él con su mascarilla y su cámara. A dos metros, estuvimos charlando. Y tan contentos.
Más lírico aún, mi encuentro con el afilador. No sé si es del barrio o se trata de un espontáneo. El caso es que le escuché desde la ventana: sus trinos resultaban tan virtuosos que los grabé y se los mandé a mi amiga de guardia. Cometí también el error de saludarle. “Señora, ¿tiene cuchillos?”. “Sí, pero no quiero bajar”. “Yo le subo, estoy preparado”. Allá vino el hombre con su uniforme verde reglamentario, su mascarilla y su aparato para que se lo entrara a la hembra en mi cocina. Media docena de cuchillos y tres tijeras después me dio tal palo, tal palo económico, que cuando se marchó tuve que sentarme y respirar hondo, como en las series de televisión. Un timo a la vieja de toda la vida, pensé. No lloré porque, calculando la cantidad, pensé que alcanzaba las propinas que habría dado durante los dos meses y pico de confinamiento. Siempre me gustó dar propinas. Mi madre nunca estuvo de mejor humor que mientras hizo de lo que hoy sería kelly en el hotel Victoria de Barcelona (años cincuenta), en donde está el Corte Inglés más antiguo de la ciudad. Le daban propinas los americanos y podía traer a casa las sobras de comida que dejaban en las habitaciones.
Pues sí, entre la ciencia-ficción y lo de siempre. Entre la poesía y los timadores. Pienso pegar los velcros más negros esta noche.
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