“Nadie se hace una idea de la desolación”

Recorrido por la jornada de trabajo de un intensivista de la unidad de críticos de un hospital madrileño, la comunidad más golpeada por el coronavirus

Un médico de UCI en el Hospital La Paz, en Madrid, a través de una ventana.Pablo Blazquez (Getty Images)

Sus jornadas nunca son fáciles. Pero el coronovarius las ha vuelto más crudas, más complicadas. Son los intensivistas, los profesionales de las Unidades de Cuidados Intensivos (UCI), donde se trata a los pacientes más graves a causa de este coronavirus que este sábado ya rozaba los 25.000 casos, había provocado 1.353 muertes y tenía a 1.612 ingresados críticos. En Madrid, ...

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Sus jornadas nunca son fáciles. Pero el coronovarius las ha vuelto más crudas, más complicadas. Son los intensivistas, los profesionales de las Unidades de Cuidados Intensivos (UCI), donde se trata a los pacientes más graves a causa de este coronavirus que este sábado ya rozaba los 25.000 casos, había provocado 1.353 muertes y tenía a 1.612 ingresados críticos. En Madrid, donde la pandemia ha golpeado con más fuerza —acumula 767 de ese total de infectados de gravedad, el 47,6% de todos los que hay en España— ya hay hospitales con UCI al doble de su capacidad. Este es un recorrido por la jornada de Jorge, uno de estos intensivistas. La cuenta a través de videollamada. Verse, dice, “no es seguro”. [Los nombres de este artículo son ficticios, a petición del profesional sanitario]

07.00

Una ducha. En su baño, ese al que ya solo pasa Jorge. Ya no hay posibilidad de compartirlo, bajo ninguna circunstancia, con Elena, su pareja, también médica y ahora de baja por maternidad. Hace algo menos de un año nació Miguel. “Después toca vestirse y poner la correa a Mika”, una perra labrador que “no entiende de cuarentenas ni aislamientos”. Un desayuno, una despedida desde el quicio de la puerta a su familia. “Y al coche, al hospital, otro día”. Ahora sin atascos ni cláxones pitando cada tres minutos.

08.00

Pacientes, por todas partes. Pacientes, gente, más pacientes. Es lo que encuentra al llegar al hospital: “Y cada vez más”. Cuando entra a la zona de UCI recuerda cómo era la primera hora de la jornada solo un par de semanas antes: “Nos reuníamos todo el equipo, unas 25 personas, para hacer el pase de guardia. Es decir, quienes han estado de guardia por la noche y los que entramos por la mañana nos juntamos y vemos cómo ha ido, la situación en ese momento y cómo nos repartimos, solíamos estar unos 20 minutos”. Ya no. Ahora duran el doble porque entran y salen de la sala para hablar con el jefe de servicio en grupos de cinco. Se acabaron las reuniones conjuntas. Todo más concreto, más rápido.

09.00

Comienza la contrarreloj: “Cuantos más pacientes hay, más se extiende la zona de UCI, caminamos ahora a más sitios del hospital, ocupamos más espacio y nos quedamos antes sin material, sin camas”. Su unidad ha doblado en la última semana las plazas para críticos, pero solo cuentan con un intensivista más. Mismo equipo para un trabajo que se multiplica. A ello también contribuye la dificultad de trabajar con los EPI, los equipos de protección individual, que en su unidad todavía no han faltado aunque temen que lo haga pronto. Ellos, por si acaso, han empezado a optimizar.

09.15

Ponerse y quitarse un EPI requiere tiempo y un extremo cuidado: “Necesita bastante ayuda, del personal de enfermería o de los compañeros. Ahora ya sabemos la secuencia y es más fácil, pero no te puedes saltar nada”. Lavarse las manos, los primeros guantes, gorro, bata, calzas, la primera mascarilla, gafas, segundos guantes, segundo gorro, segunda y última mascarilla. ¿Una segunda mascarilla? “Sí, la quirúrgica, para proteger la primera, la especial y poder usarla varias veces en el mismo turno”. Y de repente una aparente anosmia: “Con tanta mascarilla es imposible que huela a nada”.

10.00

Vías, gomas, pantallas, pitidos intermitentes y el ruido amortiguado de los respiradores le esperan hasta las 15.00. Cuando llega un crítico se activa el protocolo, en el que tarda alrededor de una hora: intubación orotraqueal para conectarles a la ventilación mecánica, ajustar los parámetros del respirador para la oxigenación del paciente y su adaptación a esa nueva forma de respirar, colocar los catéteres para poder administrar posteriormente medicamentos y monitorizar la presión arterial. “Después pedimos analítica de control para ver si ha mejorado la oxigenación en sangre y ponemos tratamiento de mantenimiento: sedación, antibióticos profilácticos”, explica.

11.00

Entonces llega la llamada a la familia. “No es fácil, y menos aún por teléfono, explicarles que esa persona está en críticos”. Le ha tocado varias veces desde que comenzó esta crisis: “Te ponen en altavoz a veces, empiezan a preguntar, lloran. Te piden que les digas si va a morir, si se va a curar. No soy nadie para quitar el optimismo, pero hay que colocar las cosas en la realidad: que es un proceso lento, que hay que tener paciencia y que confíen en el trabajo que podemos hacer, que confíen en que haremos todo lo posible”. A veces todo lo posible no es suficiente y hay que repetir esa llamada. “A mí en esta crisis aún no me ha tocado, pero sí muchas otras veces. Es… Pues lo que es, no puede ser nunca fácil comunicar una muerte. Nunca lo es”, cuenta mientras arruga la barbilla.

12.00

Sigue el ruido de fondo. Pi-pi-pi-pi. Como un latido constante y agudo. Salta alguna alarma por un cambio en la presión arterial de algún paciente. Se escucha una carrera y una charla sobre el ajuste de un respirador. “Cuando vamos viendo a los infectados nos damos cuenta de que esto va para largo. ¿Están más estables? Sí, porque cuando los intubamos recuperan oxigenación, pero no hay una mejoría”. El tiempo medio de estancia en críticos es de 28 días en España. “Esa lentitud nos produce una cierta sensación de impotencia… Cuánto más rápido se recuperen, más rápido se liberan camas y más rápido puedes ocuparlas de nuevo para que otros también se recuperen… Pero la agresividad de esta enfermedad en los mayores y en los que ya tenían patologías hace que la evolución sea muy lenta”.

12.30

Los cruces con el resto del equipo por los pasillos son fugaces pero suficientes. Saben cómo se siente el que pasa rápido, el que camina despacio: “Hay mucha carga. Enorme, terrible. La ampliación de camas no para y la tensión tampoco”. Explica que una vez que entran a boxes, se quedan unas tres horas: “Hay que aprovechar los EPI, a veces gastas uno y a veces gastas tres, pero cuantos menos gastes, mejor. No todos los boxes son cerrados, por lo que es un área contaminada y entrar y salir no es lo más óptimo. Si hay una urgencia por supuesto, pero si no, hay que economizar”. Quienes sí alargan las horas dentro de esa “zona sucia” son las enfermeras: “Ellas están a pie de cama todo el tiempo, pero necesitan un respiro, necesitan descansar. Los equipos tanto tiempo puestos producen deshidratación, se suda. Y provocan úlceras, heridas, deja marcas en la cara”. Las mismas que se le atisban a él, junto a unas profundas ojeras, difuminadas por la pantalla a través de la que habla.

12.45

Un descanso, breve, cuando puede. Charlas también breves entre el equipo: “Sobre qué podemos mejorar, si hay alguna estrategia que podemos probar, que pueda ser útil para la evolución del paciente, pero también sobre ese momento, que va a llegar, en el que no demos más de sí”. También comentan estos días el poco valor que normalmente se da a su especialidad: “Que ni siquiera está reconocida como tal en muchos otros países de la Unión Europea”. Sin embargo, en medio de este caos, es sobre ellos donde el foco ha quedado fijo. Es en sus camas donde sobreviven al coronavirus, o no, los pacientes más graves. Depende de multitud de factores: “También de cuántos seamos, cuántos respiradores tengamos, cuántas camas. El material acaba agotándose y, sin refuerzo ni recambio, las fuerzas acabarán por hacerlo también”.

13.30

Alguien llora en un pasillo. Ocurre a veces, quizás más desde que todo esto comenzó. El intensivista habla de la incertidumbre al principio, cuando llegaron los primeros ingresos; del volumen de trabajo ahora, de la carga emocional, del estado de los pacientes y el miedo a no poder intubarlos, a no tener con qué hacerlo o a no tener quien lo haga. “No pensábamos que viviríamos algo así, jamás. Todo se ha movido dentro del Hospital. Neurocirujanos, cardiólogos… Muchos compañeros ajenos al servicio se han ofrecido a ayudarnos con lo que sea”.

14.30

En media hora llegará el reemplazo para la tarde. Algo que también se ha amoldado a esta situación “de batalla”. Hasta ahora, explica, toda la plantilla trabajaba de 08.00 a 15.00 y luego se quedaban los intensivistas a los que tocara hacer guardia: “Ahora nos hemos dividido en turnos de mañana y tarde para poder sobrellevar las jornadas, evitar el agotamiento”.

15.00

Se despide. Recoge sus cosas y mientras, rumia: si se habrá lavado bien las manos, si estará llevándose algo que comprometa a su familia, si realmente son conscientes de lo que está ocurriendo. “A veces miro los pasillos, las camas, la gente y creo que no nos terminamos de creer esta nueva realidad”. Pero sobre todo, dice, piensa en una especie de X en el calendario: “Un día más que estás vivo, sano y activo para ver a tu familia, y también para poder levantarte al día siguiente. Y seguir trabajando”.

15.30

Sale hacia el aparcamiento. Coge el coche, vuelve a casa. “Hemos ido tarde”, lamenta mientras se lleva el pulgar y el índice hacia los ojos. Los retira como si hubiese saltado un resorte. “Me acabo de lavar las manos, ¿eh?”. Sonríe. Lleva a cuestas la sensación de que esto les ha estallado en la cara y de que, a posteriori, tendrá consecuencias: personales, laborales, emocionales. “Nadie se hace una idea de la desolación de este panorama: gente que muere sola en las habitaciones. Gente que se entera por teléfono de que alguien a quien quiere ha muerto. Y ni lo ha visto ni lo volverá a ver”.

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