Comer para salvarse

“Qué duro es sentirse acorralado por la voz imperante cuando uno cree genuinamente en lo que le susurran sus entrañas”

Plató S Moda

Recuerdo que vi La sociedad de la nieve con el corazón encogido durante los 144 minutos que duró la película. Recuerdo, también, cómo se agolpaban en mi cabeza las aterradoras escenas que conforman la secuencia del accidente de avión; qué impacto visual más salvaje, qué agarrotamiento en el estómago, qué sensación de estar dentro de la cabina, cayendo en picado con todos aquellos chicos, sufriendo con ellos ...

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Recuerdo que vi La sociedad de la nieve con el corazón encogido durante los 144 minutos que duró la película. Recuerdo, también, cómo se agolpaban en mi cabeza las aterradoras escenas que conforman la secuencia del accidente de avión; qué impacto visual más salvaje, qué agarrotamiento en el estómago, qué sensación de estar dentro de la cabina, cayendo en picado con todos aquellos chicos, sufriendo con ellos el desmoronamiento que cambiaría —para muchos sería el fin— sus vidas para siempre. En algún momento sentí que, quizás, no quería seguir viendo la película: la historia ya la conocía, ¿qué necesidad de repasar, con la fidelidad con la que lo hace Bayona, tanta angustia? Por supuesto, me alegro de haberla terminado, primero por ser una joya audiovisual y segundo por ser una lección de galantería al replicar las situaciones más atroces sin perder ni un ápice de delicadeza. La comida juega un papel fundamental en esta historia. Por un lado, la que se come. Por otro, la que no se quiere comer. El dilema moral que supone para los protagonistas el imaginarse con la piel de sus amigos entre los dientes es más paralizante que la idea de verse morir a sí mismos por no tener nada que llevarse a la boca. La atrocidad de comerse a otro implica un desgarro interno tan salvaje que de alguna forma conlleva también el comerse a uno mismo: es el ultraje más escandaloso al sistema de creencias del ser humano, que nunca, repito, nunca, se ha concebido a sí mismo como un ente comestible.

Y sin embargo, no tienen alternativa. Me enternece profundamente cómo los dos estudiantes de medicina, encargados de despiezar los cuerpos para facilitar a sus compañeros las piezas comestibles, lo hacen alejados de la vista de los demás; un intento por ahorrarles el trauma de reconocer la identidad de los muertos, una manera de eliminar del cuerpo material —solamente un recipiente físico, cuyo aprovechamiento podría salvarles la vida— cualquier resquicio de identidad espiritual, esa que nublaba la toma de decisión. Pero hay algo que me impacta aún más: la fortaleza, la claridad mental de quienes plantean por vez primera, frente al estupor del resto, la posibilidad. Imagino que en algún momento, la sociedad de la nieve fue también una sociedad de pensamiento único, en la que posicionarse del lado de quienes querían comer se percibía como una traición.

A veces, en circunstancias mucho menos extremas, yo también siento que posicionarnos genuinamente no es algo tan sencillo como podría parecer en nuestra sociedad. Siento que pertenecemos a una cultura que se enorgullece de las libertades conquistadas, a la par que anula y condena las voces que difieren de una visión previamente pactada de la realidad. Cualquier esbozo de contrariedad se mira con escepticismo, cualquier opinión disidente se etiqueta. Es pesadísimo tener que pensar exactamente lo mismo que el resto y además, siempre o blanco o negro, los matices no interesan. Qué duro es sentirse acorralado por la voz imperante cuando uno cree genuinamente en lo que le susurran sus entrañas. No pocas veces me acuerdo de los chicos de los Andes, de la dimensión de su dilema y del arrojo que debieron reunir para trasladar la idea que acabaría por salvarles la vida a todos. Imagino que si ellos pudieron, a todos nos debería de ser posible compartir sin miedo nuestras opiniones. A fin de cuentas, manifestarnos libremente es lo único que nos puede salvar, en todos los sentidos.

*Clara Diez es activista del queso artesano.

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