Matar al padre: los diseñadores navegan entre la reverencia y la revancha hacia los fundadores de sus respectivas casas
Glenn Martens profundiza en las verdaderas raíces de Martin Margiela, Pieter Mulier se aleja de las premisas de Azzedine Alaïa, Michael Rider encuentra su sitio en Celine y Stefano Gallici recrea a Ann Demeulemeester
Freud se pondría las botas con las pasarelas de estos días. Más allá del trasfondo psicoanalítico con el que se pueden leer las tendencias pasadas y presentes (hay una exposición ahora en el museo del Fashion Institute of Technology de Nueva York que va precisamente del tema), estas semanas parisinas repletas de debuts en grandes casas históricas nos hacen cuestionarnos cómo de alargada es la sombra de sus fundadores o tótems. No solo en términos de creación, también de recepción. Hay quienes buscan actualizar iconos clásicos, quienes rescatan de los archivos piezas que resitúan al cliente, quienes claman por una vuelta a los orígenes (aunque la nostalgia, en general, no suele llevar a buen puerto) y quienes escogen solo un enfoque del pasado, una mirada concreta, para escribir su propia historia. Matar al padre, en definitiva, para seguir adelante. Aunque a veces la culpa no deje avanzar.
El belga Glenn Martens conoce a la perfección a su mentor, el también belga Martin Margiela. Mucho más, incluso, que la mayoría. Margiela es quizá el diseñador más reverenciado de los últimos cuarenta años, pero es posible que muchos se hayan quedado en la superficie. Solo sus (muy numerosos) devotos lo conocen de verdad. Y Martens es uno de ellos. Por eso aprovechó su debut en la alta costura, que en esta casa se llama Artisanal porque todo sale de telas y prendas recicladas, para dar rienda suelta a ese Margiela disidente y provocador. Pero el pasado sábado, en su debut en el prêt-à-porter, Glenn decidió profundizar en el Martin que de verdad cambió el modo de vestir contemporáneo.
La banda sonora la puso una orquesta de niños que arrancaron las sonrisas de los asistentes con sus versiones de Mozart, Beethoven o Strauss y que fueron un guiño a aquel desfile de Margiela en el que varios niños correteaban libremente entre las modelos. Con el ambiente alegre y relajado, el también director creativo de Diesel demostró que conoce a la perfección dónde está: la sastrería repleta de pequeños detalles irónicos, los vestidos lenceros con celofán pegado como recurso decorativo o las piezas envejecidas de apariencia vintage recordaban al Margiela de verdad, o lo que es lo mismo, a las personas que sí visten de Margiela más allá de tener un par de zapatos Tabi en el armario.
No estaban las clásicas máscaras esta vez, pero sí una especie de herramienta de dentista que abría la boca de todos los modelos y que mostraba en los labios los cuatro pespuntes que funcionan como logo de la marca. Una sonrisa estándar que, aunque no ocultaba el rostro, sí lo desfiguraba y lo hacía completamente igual en cada modelo. Era una especie de sonrisa falsa y muy forzada, que interpelaba al público y en cierto modo dice mucho de las sociedades actuales.
Nada parecía presagiar que Martens eligiera este camino (el más inteligente) para su debut. En primer lugar, porque su predecesor en el cargo fue el diseñador más grandilocuente que existe, John Galliano, que utilizó su etapa en la marca para realizar desfiles cercanos a las obras de teatro (es decir, para dramatizar cualquier prenda) y se despidió en 2022 con uno de los shows más asombrosos y recordados. En segundo lugar, porque Martens es un genio de la viralidad, y el primero en apuntarse a inventar espectáculos disruptivos (basta ver cualquier desfile de Diesel). Que haya optado por este enfoque pausado y respetuoso dice mucho del amor que le tiene a ‘su padre’. Mucho más que el de otros que se declaran fans pero nunca se tomaron el tiempo de conocerlo a fondo.
En el caso de Pieter Mulier, la sombra de Azzedine Alaïa se alarga, literalmente, a través de la experimentación con los tejidos, en su caso hasta el límite. El pasado sábado el (también) belga introdujo al público en un espacio en el que las proyecciones del suelo se reflejaban en los espejos del techo envolviendo a invitados y modelos en imágenes de caras y cuerpos. Pretendía mostrar un espacio bello, una colección bella, pero en la que la angustia tuviera su lugar, en la que la ropa de algún modo llorara, traduciendo el estado de ánimo actual. Con más color del que suele utilizar y con menos fijación en las siluetas marcadas, Mulier mostró su virtuosismo en el manejo de las telas. Puede jugar con ellos como quiera, tal es el control técnico del diseñador. Alaïa, que creó la marca en 1970, fue precisamente quien logró con su innovador desarrollo del punto de seda elástico realzar la figura femenina sin restarle movimiento jamás. El tunecino, que pasó su vida rodeado de mujeres como Naomi Campbell, Farida Khelfa o Tina Turner les dedicó también su trabajo. No eran sus musas, eran sus amigas y, de alguna forma, su refugio. Azzedine inventó algo revolucionario: la ropa ajustada, sensual y a la vez cómoda, un prodigio del diseño solo al alcance de unos pocos, los pocos que no ven en las mujeres meros maniquíes para lucir sus creaciones.
El sábado Mulier mostró faldas en punto de seda con los volantes y dibujos del archivo de Azzedine. Trabajó con piel, con algodón, con lana. El mono de cuero con cazadora perfecto, otro clásico de la casa, convivía con faldas de corte lateral y americanas estilizadas. Se recreó en los flecos de seda, en negro, rojo y verde, que caían de un liguero a media pierna. También con los volantes en cascada y con borlas de pasamanería con flecos que construían faldas asimétricas. El punto de seda sirvió también para envolver a las modelos en monos por los que no se podía sacar los brazos pero que sin embargo dejaban la espalda al descubierto y en crop tops que unían las mangas a los dedos haciendo complicado mover las manos. Fue un desfile bellísimo y de técnica insuperable pero en cierta manera alejado de las premisas de libertad de movimiento de Azzedine Alaïa. Quizás era una metáfora, pero lo cierto es que en este momento necesitamos nuestras manos también para protestar.
Alaïa
Otras de esas figuras totémicas del sector, Ann Demeulemeester, abandonó su marca en 2013 y su actual director creativo, Stefano Gallici, asumió el cargo una década después, tras unos años convulsos en los que la compañía terminó siendo adquirida por Claudio Antonioli (el emprendedor italiano que apoyó los inicios de Off-White). Haber trabajado en la marca dentro del equipo de diseño, pero no haber recogido el testigo directamente de manos de la creativa le ha servido a Gallici para reverenciar desde la distancia. Para reinterpretar el histórico de la diseñadora, una de los Seis de Amberes, con una admiración que solo concede el tiempo y que permite rescatar con furor colecciones que ya son históricas. En este caso, para su cuarto desfile al frente de la casa, ha tomado referencias de las de 2007 y 2008 (una época a la que ya recurrió para su colección debut) y las ha aderezado con elementos historicistas.
La inspiración partía de una mezcla de dos instantes de la adolescencia de Gallici, su pasión por el baloncesto y por los libros. En su estantería hay clásicos de la literatura como Orgullo y prejuicio o Wonderland Avenue, las memorias del manager de The Doors Danny Sugerman. “En este mundo imaginado, la uniformidad se deshace con gracia, en lugar de la rebelión por sí misma, el estilo es expresión emocional”, explicaba en la carta enviada tras el desfile. Por eso en la pasarela, instalada en el refectorio del antiguo convento de los Cordeliers, se trenzaron prendas que podían haber salido del armario de Jim Morrison, con otras que podrían haber pertenecido tanto a Elizabeth Bennet, como al señor Darcy. Solo que lucidas por una troupe de jóvenes (entre los que estaban Kim Peers, el actor Jamie Campbell Bower, Scarlett White hija de Karen Elson y Jack White o Coco Gordon Moore, hija de Kim Gordon y Thurston Moore) que las portaban con irreverencia y esa actitud rockera y decadente propia de la firma (y de sus padres). Casacas de inspiración militar, pololos, batines brocados o vestidos con encajes y de corte imperio, sobre pantalones cortos de deporte. Una mezcla de referencias o estéticas que en los noventa convirtió a Demeulemeester en diseñadora de culto y que, además, está muy alineada con la manera desacralizada de vestir que practican hoy muchos jóvenes.
Ann Demeulemeester
Nadège Vanhee no soporta la presión de un fundador carismático, sino la de toda una cultura. Su herencia es la de Hermès, que es un poco la de toda Francia: el peso de la artesanía elevada a símbolo patrio, del cuero como religión y del saber hacer como dogma inquebrantable. La única marca de lujo que ha superado, y con éxito, la reducción de las ventas en el sector, quizá porque se toman su tiempo, no pretenden sorprender a nadie a estas alturas y, paradójicamente, porque no sienten la misma presión que agota al resto de enseñas. Vanhee, una de las pocas mujeres al frente de una gran marca, sabe (y muy bien) recoger el pasado ecuestre y marroquinero de la artesanía y adaptarlo a la libertad de movimientos femenina. Su colección esta vez era más literal que nunca en ese sentido: mujeres que enseñan piel, que tienen libertad de movimiento y que utilizan el imaginario de la firma como una forma de libertad y ruptura de las convenciones. Son algo así como amazonas urbanas. Mujeres que demuestran que, además del mito de clasicismo y la exclusividad, Hermès también es la casa de la experimentación y, a su manera, de la liberación. De ahí que a Nadège la precedieran en el cargo de directora creativa Martin Margiela y Jean Paul Gaultier, un hecho que muchas veces queda enterrado por la enorme leyenda del bolso Birkin, pero que conviene no olvidar.
Hermès
El caso de Michael Rider, recientemente llegado a la casa Celine, es complicado porque no solo sucede a una figura reverenciada y controvertida como es Hedi Slimane sino que, además, tiene al diseñador francés enfadado. El hombre que quitó la tilde a Céline y cambió todas las tiendas después de hacer algo parecido con Saint Laurent se queja en redes de que la marca sigue utilizando su estilo, sus referencias. Nada de eso sucedió este domingo en el parque Saint-Claude donde Rider presentó su primera colección de primavera-verano apenas dos meses después de debutar con la marca fuera de calendario. Parece que Rider no se deja amedrentar por la pataleta de su predecesor y, por supuesto, no rompe del todo con la historia de la casa.
No habría por qué hacerlo, Celine goza de buena salud. Había referencias al Celine preppy de Slimane, también actitud y siluetas que miraban al rock y al garaje de los setenta. Pero salvo que Slimane tenga la patente de los pantalones pitillo, los botines de tacón y el pelo a capas, lo que puso Ryder sobre la pasarela era mucho más verosímil en la vida del siglo XXI. También recogió el guante de Phoebe Philo, la mujer que transformó Celine en una marca de culto, de ropa real para mujeres reales con una pátina arty y un poco snob. Se vio este recuerdo en vestidos largos de punto con colores en lugares estratégicos, en la superposición de prendas. También en los accesorios relajados como la mezcla de collares y cinturones o los bolsos enormes en colores intensos. Pero Rider, más allá de conservar un legado, ya introdujo un toque maestro en su anterior desfile que en esta ocasión ha llevado al máximo: el pañuelo. Sí, él es el responsable de esta nueva moda mainstream de lucir pañuelos colocados encima de los hombros o en la cintura. Y en ello se recreó mostrando vestidos elaborados con pañuelos o tops resultado de la mezcla de varios pañuelos. Una estrategia muy eficaz porque es fácilmente replicable por la moda rápida y al mismo tiempo permite a la marca mostrar el logo y el nombre de una manera menos evidente que estampándolo en gorras y sudaderas. Introdujo también vestidos cortos con volumen, estampados de flores y jugó con las siluetas del traje mezclando indistintamente el pantalón pitillo y el pantalón ancho. Supo contentar a todos los públicos de Celine y salir airoso del reto.
Al final, todos los (buenos) diseñadores acaban enfrentándose al mismo dilema: si el padre no muere, no hay espacio para crecer, pero si lo entierran demasiado pronto, corren el riesgo de perder su apellido.