Cognición social: sé lo que estás pensando (y probablemente me equivoque)
El cerebro humano funciona como una máquina predictiva diseñada básicamente para reducir la incertidumbre del entorno. El estudio de la cognición social permite comprender el desarrollo de psicopatología
Aunque no seamos conscientes de ello, en una conversación informal de pocos segundos nuestro cerebro procesa una cantidad ingente de información. ¿Qué está pensando la persona que tenemos enfrente, qué siente, qué intenciones tiene, qué sabe de mí, qué cree que sabe, pero en realidad no puede saber, qué se imagina? De forma implícita y automática, nuestro cerebro procesa innumerables señales en paralelo para descifrar el mundo mental del otro, decodificar la expresión de su cara, la mirada, la voz, el cuerpo, el movimiento, el ritmo... A través de estas habilidades, ...
Aunque no seamos conscientes de ello, en una conversación informal de pocos segundos nuestro cerebro procesa una cantidad ingente de información. ¿Qué está pensando la persona que tenemos enfrente, qué siente, qué intenciones tiene, qué sabe de mí, qué cree que sabe, pero en realidad no puede saber, qué se imagina? De forma implícita y automática, nuestro cerebro procesa innumerables señales en paralelo para descifrar el mundo mental del otro, decodificar la expresión de su cara, la mirada, la voz, el cuerpo, el movimiento, el ritmo... A través de estas habilidades, que acordamos llamar cognición social, los seres humanos nos asomamos al abismo de una representación de la realidad distinta de la propia, asumiendo entonces que la nuestra es subjetiva y falible y producto de unas circunstancias concretas, que podían haber sido otras. Por selección natural, hemos desarrollado una gran capacidad para inferir correctamente las ideas, emociones o intenciones de los demás, a detectar la mentira, el fraude o la amenaza, a identificar la insinuación, el deseo y la posibilidad de cooperar. El encuentro con el otro, con el diferente, es el auténtico reto para nuestro cerebro, concebido como una máquina predictiva diseñada básicamente para reducir la incertidumbre del entorno. Los demás nos descolocan, nos alteran, nos cuestionan, nos hacen cambiar. Nos vemos en los demás, y, como dice el poema de Ángel González, “yo sé que existo porque tú me imaginas”.
La psicopatología emerge de las dificultades en esta interacción social y se expresa a menudo con retraimiento, huida, ensimismamiento (en la depresión, en la psicosis, en la demencia…). La mayoría de los primates viven en el seno de una rígida jerarquía social, donde el acceso al alimento y al apareamiento son los principales privilegios. Al cobijo de estos grupos, la incertidumbre para nuestra adaptación y supervivencia surge del a veces inescrutable comportamiento de nuestros compañeros de especie, casi tanto que de los depredadores externos. Homo homini lupus. Organizarnos socialmente, a través de alianzas, frente al lobo de fuera, y a la vez identificar y acabar con el lobo de dentro: un desconcierto que podría hacernos colapsar. Por eso el tamaño del cerebro social evolucionó a medida que crecía el tamaño del grupo de convivencia.
En la interacción social, nuestro cerebro no descansa: observamos la cara del otro, sus ojos, su sonrisa, su pelo, el movimiento que hace con los brazos, analizamos su tono de voz, esa risa entrecortada que creemos algo forzada, ese bostezo que quizá sea de aburrimiento o desinterés o sueño atrasado. El quid de la cuestión es que podemos acertar e inferir fina y sofisticadamente el estado mental del otro, pero también podemos errar de infinitas maneras. La psicopatología ofrece un amplio catálogo de errores de la cognición social. La persona con autismo, por ejemplo, crece con enormes dificultades para comprender el significado básico de la interacción social, lo que suele asociarse a problemas del lenguaje y a patrones restrictivos y repetitivos de comportamiento e intereses. Lógicamente, ante estas dificultades, la persona tiende a evitar esos desbordantes e indescifrables estados mentales, y a centrarse en el mundo concreto, material, predecible, de las cosas. Las personas con un trastorno psicótico pueden oscilar desde la hipo-mentalización (analizar al otro, sí, su rostro, expresión, tono de voz… pero de forma demasiado simple, poco sofisticado, grosera) a la hiper-mentalización (inferir un exceso de información a partir de una interacción breve, asumiendo muchos fallos de juicio). En la vida normal, todos hiper-mentalizamos, sacamos conclusiones rápidas, precipitadas, infundadas, basadas en sesgos y prejuicios. Pero, llevado al máximo, este error cognitivo nos conduce al delirio, a alcanzar la convicción imposible de que la realidad es como yo la pienso. La vacuna eficaz frente al delirio, por tanto, es un sabio escepticismo acerca de nuestras propias creencias sobre los otros: por muy claro que lo veamos, podemos estar equivocados. La mente de los demás es opaca.
También podemos tener una buena, o muy buena, cognición social y, al carecer de empatía, convertirnos en un psicópata. La cognición social es un requisito necesario para la empatía, pero claramente no suficiente. Uno puede utilizar sus dotes mentalizadoras exclusivamente para satisfacer los propios deseos y necesidades. Hay que ser muy hábil socialmente para mentir, seducir, manipular, traicionar y matar (física o metafóricamente): al psicópata no le temblará el pulso porque no comparte el sufrimiento del otro, no le llega el eco afectivo del dolor. Y porque es inmune a la reprobación externa (la vergüenza) y carece de sentimientos de culpa. Otro patrón de la cognición social, completamente distinto, es el observado en personas víctimas de trauma. A partir de una situación extrema en la que se ha puesto en juego su supervivencia o su integridad física o psíquica, el paciente puede sobrevivir con una cognición social aparentemente intacta. Pero de repente, algún estímulo del entorno le recuerda la escena traumática, y se dispara el sistema centinela de alarma social y surge un alud de defensivas hiper-mentalizaciones. Igual que huye de la escena del crimen, el superviviente huye del peligroso y amenazante estado mental del otro, porque ya no puede permitirse el lujo pasado de la confianza.
Y todo esto, tanto cuando funciona como cuando yerra, no se hace con la razón sino con el cuerpo. La cognición social está siempre corporeizada; en sus tareas se activan zonas cerebrales como la ínsula o la corteza somato-sensorial derecha, íntimamente relacionadas con las sensaciones viscerales y la sensibilidad corporal. Sabemos en el cuerpo lo que el otro está pensando, aunque sea mentira. Conocemos intuitivamente a los demás, en una sucesión de pálpitos, corazonadas y señales potentes e indescifrables que vienen de nuestras células. Y ello nos pirra, encontrarnos con el otro a través del propio cuerpo, porque, como dice Elizabeth Costello (un personaje de J.M. Coetzee) “al hecho de pensar, al raciocinio, le opongo la plenitud, la encarnación, la sensación de ser”.
Y la cognición social está íntimamente ligada a la metacognición, al conocimiento de uno mismo. En cada interacción mostramos y ponemos en juego una parte de nosotros, una cara, un rol, la estimación de lo que creo ser para el otro. El self, la idea de uno mismo, no es más que la narración autobiográfica formada a través de las sucesivas relaciones de rol, es decir, de las imágenes que hemos visto en el espejo de los demás. Pero si la interacción es real ya no será un espejo sino un elemento transformador. El self se forma a través de los encuentros transformadores con los demás. Pero, finalmente, ¿cómo mejorar nuestra cognición social? Aparte de promoviendo el sistema de oxitocina-vasopresina (para quien pueda, lo estimulan el parto, la lactancia, el orgasmo, el contacto corporal no amenazante), alcanzando una serenidad y una calma con los demás que nos permitan no juzgar, no vernos obligados a reaccionar constantemente a lo que haga o diga el otro, ser capaces de solamente observar, percibir, atender a las sensaciones, emociones y pensamientos, propios y ajenos. Conseguir la calma necesaria para atrevernos curiosamente a sondear el territorio inexplorado del otro. A partir de ahí, todo cambia.
Guillermo Lahera Forteza es profesor titular de Psiquiatría en la Universidad de Alcalá y Jefe de Sección en el Hospital Príncipe de Asturias