La revolución del arquitecto cuidador
Mauro Gil-Fournier propone diseñar, como “acto de escucha”, en ‘Las casas que me habitan’, un libro reciente en el que muestra de qué está hecho su propio interior
Cuando Mauro Gil-Fournier habla de Las casas que me habitan (Mincho Press, 2021), se refiere a “realidades afectivas”, no a proyectos. Este libro es el punto de partida de un trabajo introspectivo y, a la vez, expresivo, de un arquitecto que ha concebido su propia vida interior como una serie de edificios (o sus partes) que manifiestan diferentes estados de ánimo, sentimientos, inhibiciones, alegrías, complejos, propósitos, titubeos, creatividad y las seguridades que dan las nuevas libertades.
El ego y el apego –también la culpa– se ponen en cuestión en la elección de materiales, las dimensiones de las habitaciones, el tamaño de las ventanas, el estilo, el aislamiento térmico, las chimeneas, la calidad de los desagües, la cantidad de superficie transparente de la fachada, y la ausencia o presencia de escaleras de cada una de las viviendas que Gil-Fournier (Burgos, 1978) imagina para describir los estados interiores por los que transita, o ha transitado. Sin duda, ha recorrido similares senderos vitales a los del resto de personas de esta época, aun cuando sus sensaciones son particularísimas y desusada (e inspiradora) su manera de manifestarlas.
El resultado de ese minucioso abismarse en sí mismo para contarlo en palabras e imágenes se plasma en un libro hecho de dibujos y plantas de casas para admirar antes de construir, acompañadas por textos que explican los devaneos que antecedieron al diseño y las razones de las decisiones. “Diseñar como acto de escucha”, propone el arquitecto y docente, fundador de Arquitecturas Afectivas, que ha trabajado durante quince años en proyectos constructivos y de urbanismo que potencian la iniciativa ciudadana y consideran que el arquitecto es un “cuidador urbano” que debe garantizar derechos.
Lo que el diseño escucha son los afectos. Así, esta confesión gráfica está hecha de expresiones espaciales y materiales de lo que sentimos, tanto lo gozoso como lo perturbador, sin eludir justamente lo que sentimos en los momentos de los naufragios, antes de saber si alcanzarán los salvavidas para todos. Se trata de una “autobiografía afectiva” que ha encontrado su propio lenguaje, que excede a las palabras de un idioma para ser, además, línea, mancha, vacío, color, ángulo o bóveda.
Lo que se representa es el resultado, pero también el proceso. Allí enraíza lo que sana. “Abandonar la urgencia por definirse a uno mismo o dejar de hacer el esfuerzo por construir una idea de nosotros son tareas del atrevimiento de sí que nos permiten atravesar miedos y lugares en los que habitar la vida puede ser una tarea más fácil”, se lee.
Las viviendas proyectadas (nunca mejor dicho) por Gil-Fournier son algo más de una docena: la casa de las preguntas y la de las certezas, la de la ansiedad, la de los egos escondidos, la casa de las culpas, la del deslumbramiento, la de la raíz-rizoma, la guardería de mí mismo, la del apego, la casa cualsea, la de crecer para aprender a ser niños, la de las desinhibiciones y la de ganar tiempo. A ellas las acompañan unas páginas primeras dedicadas a las explicaciones de por qué la arquitectura es –o debería ser– un hecho afectivo, o “una promesa de crear comunidad” y unos “planos para construir una vida”.
¿Cuántas inhibiciones propias trasladamos a nuestros proyectos? ¿Cuántas vergüenzas tapamos y escondemos con nuestros diseños?
Esa vida podría estar cobijada por una casa diferente a la “de la ansiedad”, que “no está acabada” ni tiene ventanas ni puertas. “Los muros flotantes, del mismo grosor los exteriores que los interiores están abiertos”, y por ahí “todo se cuela”. Esos muros fragmentados contienen un lugar en el que “no hacen falta escaleras, pues la ansiedad no tiene paciencia para ir de peldaño en peldaño, así que trepa o salta de un forjado a otro”, escribe. Al fin, la casa en sí misma es un hueco.
“Todos somos arquitectos”, aventura el autor, porque somos capaces de abrir lugares exteriores, sinceramente, desde dentro. “Las casas ya no son algo solamente exterior a nuestros cuerpos”, ya que podemos construir espacios que anulen la diferencia entre el exterior y el interior, convirtiéndolas en “una mediación”. Por ejemplo: “Para llegar a la casa desinhibida pensamos en la Maison Dom-Ino de 1911, en la que Le Corbusier mostraba su invención como un nuevo sistema constructivo, que no mostraba nada del funcional”. Frente a este prototipo histórico, clama: “¡Mostremos nuestro funcionamiento! ¡Atrevámonos a mostrar nuestras vergüenzas!”
El arquitecto imagina, pues, esa residencia desvergonzada –en el buen sentido– que nos habita cuando podemos dejar de competir por todo y dejamos de pensar en ganar: “La casa desinhibida capta tanto como expulsa. Existen paneles solares que captan energía y la transmiten al resto de las plantas. En su cubierta están los tanques y depósitos que mantienen el agua limpia, alejada del agua de la lluvia (...) Pero no escondamos lo que pasa dentro. Tuberías y cableados la recorren. Y en sus plantas bajas y sus cimientos también el agua sucia ha podido desbordar y crear un charco no previsto en la cimentación, que puede hacerla débil. Hay que abrir, ventilar y sanear (...) Una casa ligada al mundo por un cordón umbilical que transmite nuestras verdades y nuestras vergüenzas. ¿Cuántas inhibiciones propias trasladamos a nuestros proyectos? ¿Cuántas vergüenzas tapamos y escondemos con nuestros diseños?”
Las casas que me habitan, con algo más de 100 páginas, intenta repensar nuestros saberes técnicos a partir de un pacto honesto con nuestro ser interior. Sus ilustraciones y textos desnudos dan pistas sobre nuevas posibles maneras de convivir en nuestros edificios: “La arquitectura también nos compone. Lo material nos afecta. Si esto es así, ¿podemos trabajar en el desarrollo de un materialismo afectivo? ¿Podemos pensar una arquitectura material que nos ayude a crecer juntos como sociedad?”.