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Coordinado por Gonzalo Fanjul y Patricia Páez

La Unión Europea ha convertido sus fronteras en espacios caóticos, y todos pagamos las consecuencias

El Pacto de Migraciones y Asilo consolida un modelo de externalización del control migratorio que viola los derechos de los africanos y perjudica los intereses de los europeos

Dos trabajadores de Salvamento Marítimo ayudaban el día 2 de mayo a uno de los 60 inmigrantes localizados en un cayuco a 22 kilómetros de Arguineguín (Gran Canaria).Ángel Medina G. (EFE)

Entre 2021 y 2024, durante los últimos años del Gobierno del presidente Macky Sall en Senegal, no menos de 60 personas perdieron la vida como consecuencia de la cruenta represión de las autoridades contra los grupos opositores. La comunidad internacional condenó de manera repetida estas acciones, pero pocos han señalado a uno de sus cómplices más destacados: los programas de cooperación de la Unión Europea (UE). Una reciente investigación de la cadena Al Jazeera y la Fundación porCausa demostraba que las fuerzas de seguridad senegalesas actuaron apoyándose en el material y la formación facilitados por el programa GAR-SI (Grupo de Acción Rápida para el Seguimiento y la Intervención) que la UE ha ido desplegando desde hace décadas en diferentes países del Sahel.

El propósito de este programa —financiado por el Fondo Fiduciario de Emergencia para África y que utiliza técnicas antiterroristas desarrolladas por la Guardia Civil y otras policías europeas— es combatir el crimen transfronterizo, con un interés particular en el control de las rutas de tránsito migratorio.

Senegal es uno de los muchos espacios de abuso, sufrimiento y corrupción derivados de un modelo de gestión de la movilidad humana empeñado en detener a toda costa el desplazamiento de africanos hacia la región europea. Este modelo, conocido como la externalización del control migratorio, vende a los ciudadanos de la UE la quimera de una Europa impermeable a las llegadas no solicitadas. El precio es un costoso juego de incentivos que garantiza la colaboración de los países de origen y tránsito en la “ordenación” de los flujos migratorios.

El modelo vende a los ciudadanos de la Unión la quimera de una Europa impermeable a las llegadas no solicitadas

Europa vende orden, pero ofrece todo lo contrario. Si existe una palabra que describe de manera fiel nuestro modelo migratorio, esa palabra es caos. Las fronteras de Europa se han convertido en espacios de desorden que cumplen a duras penas, y con consecuencias indeseables, algunas de las funciones para la que fueron creadas. Para la opinión pública en los países de destino de la migración, el caos deriva en una frustrante sensación de pérdida de control y constante emergencia fronteriza que justifica las respuestas más extremas. Para las personas migrantes y sus familias, el desorden se traduce en muerte, sufrimiento y deudas de por vida.

Para la industria de las migraciones —la legal y la ilegal— el caos es la fuente de un fabuloso negocio al que no están dispuestos a renunciar.

La lógica de la externalización ha alcanzado su paroxismo con el flamante Pacto Europeo de Migraciones y Asilo. Tratando de no dar argumentos a la extrema derecha, populares, socialistas y liberales han escrito en piedra la interpretación temerosa y xenófoba de la movilidad humana que aquella reclamaba. Pero los fundamentos este modelo se construyeron mucho antes, cuando la aprobación del Acuerdo de Schengen en 1985 estableció lo que Josep Borrell ha descrito como un “jardín” que debe ser preservado frente a la “jungla” que lo rodea.

De acuerdo con el informe más reciente de porCausa, hasta 27 instrumentos legislativos y políticos y cerca de 10.000 millones de euros han sustentado a lo largo de estos casi 40 años un proyecto de control fronterizo que empezó en los propios límites de la UE y que ha ido extendiéndose por África y Oriente Próximo a través de un entramado de fronteras verticales (ver mapa).

Verticalización progresiva de la frontera sur española (1992-2024).

Un proyecto cuya ambición solo está a la altura de su incompetencia. La gran paradoja de este sistema diseñado y microgestionado por los responsables de seguridad de los países de la UE es que cuanto más demuestra su ineficacia, más parece consolidarse en el imaginario narrativo y político de los gobiernos europeos. De acuerdo con los propios datos de la agencia europea de fronteras, Frontex, “2023 ha registrado un aumento significativo del número de cruces irregulares de fronteras, que se incrementó un 17% en los 11 primeros meses hasta superar los 355.300. Esta cifra ya ha superado todo el total de 2022, marcando el valor más alto registrado desde 2016”, en los estertores de la crisis de acogida por el conflicto sirio.

Lejos de la vista de los votantes europeos, la política de externalización es responsable de decenas de miles de muertos, esclavizados y torturados en la telaraña de las rutas de la migración africana. Pero la magnitud presupuestaria y política de este esfuerzo tiene también graves consecuencias en los intereses de los países de la UE. Las relaciones exteriores europeas están condicionadas en África por una colección de regímenes autocráticos o iliberales que utilizan la ansiedad migratoria europea para obtener concesiones y perpetuarse en el poder.

La cooperación de la Unión y sus Estados miembros ha quedado atrapada en un juego de palo y zanahoria que violenta los propósitos de las políticas de desarrollo y castiga a las mismas poblaciones a las que Europa niega la oportunidad de una migración ordenada. En el peor de los casos, la ayuda europea obstruye la propia movilidad intrafricana, fomenta la corrupción y deriva en la financiación indirecta de bandas criminales y grupos armados no estatales.

Si la política migratoria estuviese gestionada por expertos en pensiones, mercado de trabajo o desarrollo, y no por gendarmes, hace tiempo que habríamos dejado de pegarnos disparos en el pie en medio de una carrera global por el talento

En cualquier otro ámbito de la política pública, esta acumulación de desatinos hubiese llevado a una profunda reconsideración. No en el caso de las migraciones, donde cavamos cada vez más hondo en el mismo agujero. Porque lo más grave del nuevo Pacto Europeo no es lo que dice, sino lo que omite: las medidas que garantizarán la llegada legal, ordenada y segura de las decenas de millones de trabajadores migrantes que necesitamos para sostener nuestras economías y modelo de bienestar. La aprobación del acuerdo europeo ha coincidido con la publicación de diversos estudios e informes que alertan sobre el agotamiento demográfico de nuestra región y la dificultad para cubrir millones de puestos de trabajo en toda la escala de cualificación. También sabemos que una buena gestión de la migración laboral es uno de los secretos mejor guardados contra la pobreza y la desigualdad globales. Si la política migratoria estuviese gestionada por expertos en pensiones, mercado de trabajo o desarrollo, y no por gendarmes, hace tiempo que habríamos dejado de pegarnos disparos en el pie en medio de una carrera global por el talento. La propia UE es el escenario de numerosas iniciativas —discretas pero eficaces— para racionalizar este modelo migratorio, como demuestra la propuesta para la regularización de medio millón de migrantes sin papeles que se discute en este momento en el Parlamento español.

Para millones de senegaleses atrapados entre el mar, los abusos y la falta de expectativas, la respuesta de Europa ha sido cerrar las puertas y armar a los represores. ¿Quién puede sorprenderse de que muchos de ellos busquen su escapada en un cayuco? La buena noticia es que existen alternativas a esta catástrofe colectiva. Su discusión debería ser una prioridad en la campaña para las elecciones europeas que comienza ahora.

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