Hacer desaparecer 22,4 millones de coches de las carreteras en un año es posible
El margen para cumplir los objetivos del Acuerdo de París se estrecha y, sin embargo, aún estamos a tiempo. Hay fórmulas colectivas que funcionan, que han conseguido reducir toneladas de CO2 y que salvan vidas
Imaginen que 22,4 millones de coches desaparecen de las carreteras durante un año. Uno tras otro, evaporados del asfalto, sin dejar ni rastro. Es el equivalente a 96 millones de toneladas de dióxido de carbono menos en la atmósfera. En un planeta que se asfixia, tales cifras podrían parecer un ejercicio de ciencia ficción o de ingenuo optimismo, pero no lo son. En realidad, son el resultado concreto de algo que, a pesar de su potencial, pasa desapercibido: el enorme poder del hacer colectivo. Cuando los gobiernos se sientan a la mesa, el sector privado se compromete, las comunidades participan y los organismos internacionales acompañan, se logran resultados.
Estas cifras son reales y se han alcanzado gracias al trabajo realizado por el Fondo Verde para el Clima, la mayor iniciativa multilateral para financiar en países en desarrollo la reducción de emisiones y la adaptación al cambio climático. Este mecanismo, creado por la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC), está cumpliendo diez años, un tiempo en el que ha mejorado la vida de casi 250 millones de personas (unas cinco veces la población de España). Son mucho más que números: son escuelas que no se inundan, campos que vuelven a dar fruto, familias que no tienen que abandonar su tierra o mujeres que lideran sus comunidades.
Hace una década, el mundo decidió apostar por un instrumento de justicia y esperanza que diera cumplimiento a los compromisos asumidos en el Acuerdo de París. El Fondo nació con una idea clave: ningún país es inmune a la crisis climática, pero quienes menos la provocan son quienes más la sufren. Su razón de ser es enfrentar la crisis climática: convertir compromisos en resultados tangibles y apoyar a las comunidades más afectadas para que se adapten y prosperen.
El Fondo Verde para el Clima ha lanzado su propuesta “50 by 30” que consiste en movilizar 50.000 millones de dólares de aquí a 2030
Un camino guiado por resultados
En un contexto como el actual en el que la crisis climática avanza tanto como el cuestionamiento del multilateralismo, Bangladés, Paraguay o Ruanda, han demostrado que esta fórmula funciona. No como milagro, sino como consecuencia directa de una voluntad colectiva que respalda los compromisos con planificación, coordinación y recursos. Es también la prueba de que contribuir a ello no solo es un acto de justicia climática, sino una inversión inteligente con efectos multiplicadores: donde hay resiliencia, hay desarrollo; donde hay desarrollo, hay paz. Todo el mundo gana.
No asumir las responsabilidades supone pérdidas irreparables: vidas truncadas, oportunidades que se esfuman, bosques y entornos destrozados. Y no solo para quienes viven en las regiones más afectadas; también para el conjunto del planeta, porque todo está conectado. Lo que ocurre en un delta del Mekong, en el Amazonas o en el Mediterráneo acaba afectando, de un modo u otro, a la estabilidad global. Y sus consecuencias son gravísimas: muertes de personas, pérdida de modos de vida, inseguridad alimentaria o inestabilidad democrática.
No es casual que 19 de los 25 países más golpeados por la crisis climática sean también escenarios de conflicto. Cambio climático, pobreza y violencia forman un círculo vicioso que amenaza la paz y los derechos humanos. El planeta atraviesa hoy el mayor número de conflictos desde la Segunda Guerra Mundial, una realidad que no puede dejarnos indiferentes. Ignorar este vínculo sería, además de irresponsable, una peligrosa forma de ceguera colectiva.
La urgencia de lo posible
El margen para cumplir los objetivos del Acuerdo de París se estrecha y, sin embargo, aún estamos a tiempo. Consciente de ello, el Fondo Verde para el Clima ha lanzado su propuesta “50 by 30” que consiste en movilizar 50.000 millones de dólares de aquí a 2030 para ampliar su impacto y responder a la crisis con la escala y la urgencia que exige un momento tan crucial como el que vivimos. Una apuesta por la solidaridad y la acción concreta que puede marcar la diferencia entre el colapso y la esperanza.
El futuro no se espera; se comparte, se financia, se construye
La ciudad brasileña de Belém acoge la Cumbre de Naciones Unidas sobre el Clima. En pleno Amazonas, el pulmón de nuestra casa común, dirigentes de todo el mundo se sientan frente a un espejo incómodo: el del tiempo que se acaba, el de un calentamiento global que supera ya los 1,5 grados establecidos en el Acuerdo de París, el de un planeta que se retuerce entre inundaciones, huracanes y sequías. Esta cita no puede ser una más. Debe ser la oportunidad para consolidar un modelo de acción que ya ha probado su eficacia.
Reconozcamos lo evidente: hay fórmulas colectivas que funcionan, que han conseguido reducir toneladas y toneladas de dióxido de carbono, que protegen a nuestra madre Tierra y salvan vidas. Esta década ha demostrado que la adaptación ofrece resultados medibles; la próxima debe demostrar que el mundo está dispuesto a financiarlos antes de que se esfumen. La ventana para la acción se estrecha, pero aún está abierta. A estas alturas, empujarla no es una opción, es un deber ineludible. El futuro no se espera; se comparte, se financia, se construye.