El fallido experimento de Sri Lanka tensa el debate sobre la agricultura orgánica
Sin apenas planificación, en medio de una grave crisis económica, el país asiático decretó el pasado año un régimen absoluto de cultivos solo orgánicos. El previsible fracaso ha servido en bandeja una oportunidad de oro para el ‘lobby’ agroquímico
El paso total a la agricultura orgánica en Sri Lanka se planteó como transición, pero acabó pareciendo un golpe de Estado. Un veto drástico, sin excepciones ni matices, fulminó en abril de 2021 la importación de fertilizantes y pesticidas químicos en el país asiático. Durante su campaña electoral de 2019, el expresidente Gotabaya Rajapaksa —dejó el cargo en julio de este año— prometió cultivos “libres de tóxicos” en un período de 10 años. A la hora de la verdad, prefirió cortar por lo sano.
Las prisas de Rajapaksa se unieron a su escaso don de la oportunidad. El salto sin paracaídas a lo orgánico se dio en plena turbulencia macroeconómica. Tras años pidiendo prestado sin mesura, Sri Lanka acumulaba una deuda insostenible (cayó en default en mayo de este año). Una rebaja de impuestos aprobada por el expresidente, al poco de acceder al cargo, estrechó aun más los fondos públicos. La pandemia y los atentados de 2019 habían dejado al sector turístico bajo mínimos y las reservas de divisas esquilmadas. “Sin apenas moneda extranjera y con un tipo de cambio desfavorable, las importaciones de alimentos ya iban a la baja mucho antes de que se prohibiera la compra de productos agroquímicos”, explica Jeevika Weerahewa, profesora de Economía Agrícola en la Universidad de Peradeniya, la más importante de Sri Lanka.
Mirado con perspectiva, hoy predomina la opinión de que el repentino furor orgánico del expresidente Rajapaksa escondía otras motivaciones. Más que un apasionado, poco reflexivo abrazo a la sostenibilidad, coinciden los expertos, se trató de un frío cálculo contable. “Ante la falta de divisas, el Gobierno pensó que una opción fácil era dejar de importar fertilizantes químicos”, apunta Nadia El Hage, que dirigió, hasta su jubilación en 2018, el programa de agricultura orgánica en la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO por sus siglas en inglés). Antes de la prohibición, el Gobierno de Sri Lanka gastaba 400 millones de euros anuales en adquirir productos agroquímicos en el mercado internacional.
La cosecha de arroz se redujo en cerca de un 40%; Sri Lanka dejó de ser autosuficiente en un alimento básico de su dieta
Con nula planificación, seguida de vagas promesas e incertidumbre logística, la medida dejó huérfanos de nutrientes a los campos esrilanqueses. “Los fertilizantes orgánicos solo se utilizaban en algunas zonas remotas, su producción era mínima”, subraya la profesora Weerahewa, de la Universidad de Peradeniya. Descartado un tiempo prudencial de adaptación, el suelo agrícola tuvo que seguir rindiendo bajo una especie de síndrome de abstinencia. “La gran mayoría de agricultores se servían de enormes cantidades de fertilizantes químicos, a veces más allá de lo razonable. El suelo se había acostumbrado a estas condiciones, olvidando sus propios procesos biológicos”, destaca Jayani Wewalwela, profesora de Tecnología Agrícola en la Universidad de Colombo, ubicada en la capital esrilanquesa del mismo nombre.
Sin dopaje químico ni ayuda orgánica, sin margen para restaurar su fertilidad natural, la tierra dijo basta. Durante los siete meses en que la medida estuvo en vigor, la productividad cayó en picado. La cosecha de arroz se redujo cerca de un 40% y Sri Lanka dejó de ser autosuficiente en un alimento básico de su dieta.
El Gobierno dio marcha atrás en noviembre de 2021, cuando levantó el veto a las importaciones de productos agroquímicos. Sri Lanka hacía propósito de enmienda: volvía al circuito antiguo de la agricultura intensiva hipertecnificada. Pero, a los pocos meses estalló la Guerra de Ucrania, que disparó el precio del combustible, hizo prohibitivo el de los fertilizantes químicos y sumió al mundo en un espiral inflacionista. Si el experimento orgánico había añadido fragilidad a una economía tremendamente vulnerable, el conflicto europeo terminó de hundirla.
Campañas insidiosas
La severa crisis económica provocó descontento social y revueltas populares, una revolución de baja intensidad que culminó con el asalto al palacio presidencial el pasado junio. También ha producido hambre, mucho hambre en millones de familias que, desde hace meses, deben racionar lo que comen. Según un informe de Unicef, el 70% de los hogares ceilandeses (gentilicio de uso común) se han visto obligados a reducir su ingesta diaria de alimentos. Más de dos millones de niños sufren malnutrición. Otro estudio reciente de Amnistía Internacional alerta de una situación cercana al colpaso en los derechos básicos a la alimentación y la salud.
Para la industria agroquímica y entes afines, el caso de Sri Lanka ha cargado de razones su argumento estrella: el movimiento orgánico solo traerá miseria. Desde el fracaso en la dénsamente poblada isla del Índico, proliferan escritos que, por extrapolación, advierten de un suicidio colectivo de cualquier futura apuesta —sobre todo sistémica— por lo orgánico.
El 70% de los hogares ceilandeses se han visto obligados a reducir su ingesta diaria de alimentos
Uno de los artículos más virales, publicado en Foreign Policy, está escrito por Ted Norhaus, fundador de The Breakthough Institute, un centro de investigación de California autodefinido como ecomodernista, corriente que aboga por tecnificar (aún más) la gestión de la naturaleza. En el texto, Norhaus admite que otros motivos de peso también contribuyeron al desastre ceilandés. Si bien el autor desliza, con robusta sutileza, una visión unifactorial, con esos siete meses de rigor orgánico en el núcleo de la tragedia, aprovecha para interperlar a los defensores del agroecologismo, a los que califica de “analfabetos numéricos y acientifícos”.
“Hace tiempo que no presto atención a lo que se escribe en contra de la agricultura orgánica. Cuando estuve en la FAO, leí muchas publicaciones al respecto: todas decían lo mismo”, sostiene El Hage. Esta ecóloga francesa, hoy embajadora de la Federación Internacional de Movimientos de Agricultura Orgánica (IFOAM Organics), no niega que los rendimientos a corto plazo bajen cuando se prescinde de fertilizantes químicos. Incluso, admite, cuando se intenta compensar el déficit de nutrientes con otros de origen orgánico. Se trata, afirma, de un “hecho indiscutible que exacerbó una crisis que venía de tiempo atrás”.
Sin embargo, continúa El Hage, “los productos agroquímicos degradan el suelo a largo plazo”. Este empobrecimiento de la tierra, explica, obliga a aumentar las cargas sintéticas hasta la extenuación. El resultado, arguye, son campos baldíos por sobredosis. La ecóloga traza un simil con lo que ocurre en la ganadería intensiva: animales exprimidos al máximo, con su ciclo de vida cruel y artificiosamente acortado. “Pero esto no importa en el paradigma de producción y consumo imperante: mucho ahora sin pensar en el futuro”, lamenta.
Según la profesora Weerahewa, ni siquiera un plan bien diseñado hubiera resultado viable hacia un objetivo de agricultura 100% orgánica en Sri Lanka. “Los fertilizantes naturales, como el estiercol o el compost, requieren de grandes extensiones de terreno para su producción. Quizá sea posible en un país como Australia, pero no aquí, donde la tierra es un bien escaso”, aclara.
También desde el ámbito académico, Jayani Wewalwela, de la Universidad de Colombo, estima que la pureza orgánica se antoja operativa en su país solo para “cultivos de tiempo largo”, como el té o el coco, pero no en los de “tiempo corto”, como el arroz. El Hage, por su parte, contrapone la autosuficiencia a la de seguridad alimentaria, dos conceptos que, en su opinión, a veces tienden a confundirse deliberadamente. “No resulta factible un sistema agrícola totalmente orgánico y autosuficiente, ni en Sri Lanka ni en casi ningún otro país, la gran mayoría de estados tendrían que importar alimentos”.
Sin consenso científico
Plagado de carencias, con la improvisión como estrella guía, el experimento de Sri Lanka quizá no sirva de referencia. Aunque sin duda ha espoleado una reflexión sobre el alcance potencial de la comida orgánica. En un debate altamente polarizado, pasión e interés ensombrecen con frecuencia a la lucidez y el sosiego. Mientras las posturas se enrocan, la ciencia avanza en su comprensión de un fenómeno altamente complejo, abierto a una combinación de variables casi infinita.
Un estudio publicado hace tres años en la revista Nature calculaba —para un hipotético escenario de agricultura totalmente orgánica en Inglaterra y Gales— una caída en la producción del 40%. Al tener que recurrir a otros mercados, la producción y transporte para asegurar el suministro en esos dos países implicaría un alto coste medioambiental, concluyeron los autores. En 2018, Nadia El Hage y otros autores lanzaron, también en Nature, una sofisticada proyección a partir de una ambiciosa premisa: alimentar al mundo en 2050 solo con agricultura orgánica. “Demostramos que técnicamente es viable, aunque no con las actuales estructuras políticas y económicas”, afirma. La transformación requeriría, además, modificar hábitos de consumo y dinámicas productivas: menos carne en nuestra dieta, más hierba y menos grano en la de los animales, minimizar el desperdicio de alimentos...
En algunas zonas rurales de Sri Lanka, más de un 15% de la población sufre insuficiencia renal crónica de origen desconocido
Otro análisis reciente —aparecido de nuevo en Nature, la biblia de las publicaciones científicas— iluminaba el asunto con nuevas evidencias. Al parecer, los rendimientos de las plantaciones agroecologistas no son, en comparación con los de los cultivos intensivos, tan bajos como hasta ahora se creía. Todo pasa por combinar prácticas naturales con rigor y eficiencia.
Sin consenso en cuanto a viabilidad productiva o perjuicio medioambiental, el dilema orgánico versus sintético encuentra otra amplia zona de sombra. Los supuestos efectos negativos sobre la salud humana de fertilizantes y pesticidas químicos son, en la mayoría de los casos, difíciles de demostrar. En algunas zonas rurales de Sri Lanka, más de un 15% de la población sufre insuficiencia renal crónica de origen desconocido. Ante una prevalencia anormalmente elevada, han saltado las alarmas. La mayor incidencia suele darse en áreas de extensos arrozales. Para el movimiento orgánico ceilandés, no hay duda de que la causa directa se encuentra en el uso incontrolado de productos agroquímicos. Según Ted Norhaus y otros apologetas del ecomodernismo, semejante acusación no es más que pura demagogia.
De nuevo, el estudio más exhaustivo realizado hasta la fecha no llega a resultados concluyentes. Fue, por cierto, uno de los grandes motivos esgrimidos por el expresidente Rajapaksa cuando decidió convertir, casi de la noche a la mañana, a Sri Lanka en el primer país que solo diera frutos orgánicos.
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