Y los indígenas pintaron la pandemia
En las entrañas de la selva peruana, pintores de la etnia huitoto plasman, sobre lienzos y paredes, los estragos de la covid
“Una noche sentí que me asfixiaba”, cuenta Santiago Yahuarcani, un veterano pintor amazónico que vive en la localidad de Pebas, un distrito ubicado en la provincia de Mariscal Castilla, al oeste del Perú, a más de 12 horas en barco de la ciudad de Iquitos. Como a casi todos los miembros de su familia, la covid-19 lo alcanzó. Ellos pertenecen a la etnia huitoto, llamada también murui muinani. Al igual que otros indígenas de la selva, optó por la ayuda de las plantas. En el momento más intenso de la enfermedad su esposa decidió frotarle el cuerpo con toronjas, después de probar con hierbas legendarias como la uña de gato (Uncaria tormentosa) o el sacha ajo (Manso aliacea). Restablecido, sintió que “tenía que pintar”.
Entonces echó mano al pincel con devoción y atención. Pintó sobre cómo el virus llegaba a su pueblo, sobre la presencia inevitable de los abuelos, sobre los animales y su poder, sobre los chamanes. Sobre él mismo en su trance de curación. Y, especialmente, plasmó en los lienzos el protagonismo que tuvieron las plantas en este período.
“Las plantas son como seres humanos”, dice Yahuarcani, mientras procura explicar el contenido de sus cuadros. Cada una, añade, tiene su “dueño” y este puede ser un animal. Además están rodeadas por el aura de los ancestros y algunos seres del bosque como los usumas, una suerte de duendes amazónicos que él asegura haber visto una vez en medio de la selva.
La visita guiada por sus pinturas resulta conmovedora. En una de ellas, una especie de monstruo de color negro parece levantar unas manos de fuego y se enfrenta a varios hombrecillos montados sobre hojas, que lo atacan con lanzas. Se llama Covid 19 pelea con los abuelos.
Plantas, animales, ancianos. En otra de sus obras hay un ser que fácilmente podría figurar en El libro de los seres imaginarios de Jorge Luis Borges. Tiene piel de jaguar, pero patas de ave; en una mano sostiene una lanza y en la otra una hoja. Se llama Dueño del ajo sacha y forma parte de la cosmovisión de los huitoto, muy centrada en el respeto a las especies del bosque.
Según un trabajo del antropólogo peruano Hugo Delgado, publicado por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), para estos indígenas el mundo tiene tres espacios: el superior donde viven las almas; el intermedio donde vivimos los humanos, las plantas y los animales; y el inferior donde moran los antepasados. El mundo, a su vez, fue creado por Mooma y restaurado por Buinaima, dos deidades de las etnias amazónicas.
Otra pintura retrata a tres fumadores de tabaco echando humo para llamar a los abuelos y encontrar “la medicina más potente”. Una más representa el regreso del monstruo que trae el virus a Pebas. Este lleva a la espalda una mochila de Adidas, una alusión a los extranjeros, a los que se suele ver como portadores del contagio. Hay dolorosas experiencias históricas que lo confirman.
Omar Pérez Vásquez es un profesor que también pertenece a la etnia huitoto y trabaja en una escuela de la comunidad llamada Ocho de diciembre, ubicada en la zona del río Putumayo, cerca de la frontera de Perú y Colombia. Es robusto, de tez cobriza, y tiene un aire de ternura propio del trabajo con niños. Durante el año 2020, cuando la pandemia que asoló el planeta mostró su garra más perniciosa, armó un taller con sus alumnos, quienes aprendieron a usar los pinceles, los colores, la pintura satinada. Luego escucharon a los abuelos, quienes posiblemente decían lo mismo que Pérez narra en su lengua nativa: “Josiktkmo itikue. Manorc, okainia, nana ite” (Yo vivo en el bosque, en el monte, y allí hay animales, hay medicina, hay de todo…).
Es lo que salía del alma. La llegada del virus de la covid a la Amazonía produjo en principio una ola de miedo, pero poco a poco los distintos grupos indígenas optaron por algo que saben hacer con maestría ancestral: aislarse, no salir de sus comunidades salvo para abastecerse y evitar el viaje a ciudades como Iquitos.
Pero también pintaron. Plasmaron en paredes, papeles y cartones lo que la pandemia removía. En un muro del colegio de Omar Pérez, por ejemplo, hay una hermosa pintura multicolor, donde un personaje carga una alforja llena de hierbas. Lleva también un tocado de plumas azules y rojas; su máscara es la hoja de una planta e irrumpe como volando en un cielo oscuro.
Con su cuerpo vigoroso y rodeado de varias plantas intenta detener unas manos más bien siniestras, alargadas, de varios colores, que parecen representar la amenaza del virus. Lo pintaron los niños y adolescentes del taller, reflejando aquello que flotaba en la atmósfera amazónica durante los meses pandémicos: la sabiduría tradicional acumulada.
“Los abuelos pedían permiso cuando entraban al bosque”, explica Pérez, para reforzar la idea de que, en la selva amazónica, los árboles y las plantas lo son todo. En su comunidad no falleció nadie, pero sí hubo varios contagiados. La sensación era de que en el monte, donde “se respira aire puro” –dice él–, estaba la salvación, la posibilidad de sobrevivir al espanto.
Por eso, el personaje lleva en su canasta yuca, sacha papa (Dioscorea trífida) y otras plantas que en esos meses fueron providenciales. Por eso, varias hojas y ramas lo envuelven. “Las hojas nos dan el conocimiento para tejer, cocinar, curar”, afirma. Como en otros tantos pueblos indígenas, en esta comunidad se prefirió confiar en la memoria ancestral y el monte.
Dos pinturas individuales muestran a gente tirada en el piso y a alguien tosiendo, como esparciendo el mal. En otra, también plasmada en el mural, una mujer escucha mientras dos personajes, que representan espíritus del bosque, le revelan qué hacer cuando las epidemias vuelvan.
Porque otra dimensión inevitable de la vida de los huitoto, así como de otras etnias amazónicas, fue valorar el recuerdo de epidemias pasadas, que saltaron a la imaginación y finalmente a los lienzos. Brus Rubio, otro pintor -de ascendencia bora y huitoto- ha dibujado varias veces cuadros desde esa mirada, y en medio de la pandemia lo volvió a hacer.
“Yo soy del clan del pelejo”, declara al mostrarnos un cuadro donde, en efecto, aparecen representados dos individuos de esta especie de perezoso (Bradypus variegatus) sobre una balsa, al lado de un enfermo de covid. Este animal, afirma Rubio, es fuerte y come el cogollo del cetico (Cecropia polystachya), una planta que los indígenas usan para curar inflamaciones de la piel, heridas, picaduras de araña, dolores de riñón, y hasta para capturar peces. Su familia, según él, forma parte de ese linaje y actualmente vive en la comunidad de Pucaurquillo, cerca de Pebas, donde Santiago Yahuarcani. Para él, tal como escribió para la exposición virtual en el portal Canal Museal, los pelejos “difícilmente se enferman”, proveen equilibrio emocional, “son tranquilos y pacientes” y “nos fortalecen con su gran sabiduría”.
Brus ha paseado sus pinturas por París, Washington, La Habana y Shanghai. Tiene reconocimiento nacional e internacional. Pero siempre está asentado en sus raíces. Sostiene que su pintura refleja “una gran alegría cósmica porque está inspirada en los dioses y personajes míticos”.
Las imágenes viven
En otra de las pinturas de Brus Rubio aparecen nuevamente dos pelejos cargando una camilla donde va un enfermo. Los ayudan dos águilas que van adelante. Por encima del afectado hay flores de granadilla y hojas de otras especies. Nuevamente, las plantas son vistas como la salvación, y en el caso de este pintor también los animales, con cuyo espíritu parece fundirse.
Él y Santiago hoy están más tranquilos: últimamente ya no se producen muchos contagios. Los artistas siguen pintando y empiezan a superar los meses de encierro, cuando no se podía salir y tampoco llegaban los víveres de Iquitos. Pero sus imágenes han quedado como testimonio de lo sufrido. Como un rastro que junta un haz la memoria epidémica, los nuevos contagios y, también, la confianza en el bosque.
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