Sastres en Gambia: grandes oportunidades en un país donde no abundan
Cientos de talleres de confección pueblan las ciudades gambianas. En este oficio tradicionalmente masculino, las mujeres rompen moldes y se abren paso a zancadas
Están por todas partes. En locales minúsculos y destartalados. En otros de mejor planta, con aspecto más sólido. Al aire libre, compartiendo hábitat con la levedad de los puestos callejeros. Dentro de las casas, solapando sus máquinas de coser al sonido de los televisores. En mercados laberínticos de frágil estructura: auténticos entramados de chatarra y madera. Los sastres gambianos despliegan en cualquier lado su paciencia de artesano. La minuciosidad del corte y la confección.
No hay momento para la pausa en el Albert Market, a unas calles del puerto de Banjul, la capital de Gambia. Se acerca el tabaski —la fiesta del sacrificio musulmana— y los clientes abruman con pedidos para ya mismo. Un año más, los fieles quieren honrar a Alá luciendo diseños de nuevo cuño. El mercado se ramifica en un sinfín de irregulares pasillos y recovecos que obligan al quiebro permanente. Cubre el suelo un manto de retales, basura y (cuando suena la llamada a la oración) alfombras reservadas para el rezo.
La mayoría de micronegocios cuentan con un jefe y un par de empleados. Todos hombres. Al acercarse el periodista, los encargados reaccionan a la defensiva, incluso con hostilidad. No permiten tomar fotos, tampoco admiten preguntas. A lo mejor no tienen tiempo para distracciones, o solo quieren preservar con celo su imagen. Muchos aprendices de corta edad cosen en el Albert Market. Chavales que aparentan 12 años, muy serios, precozmente adultos, afanados en la precisión de la puntada.
Tras varias interacciones fallidas, Hamadou Tougou da la bienvenida al oasis de su inmensa sonrisa. Vino a Gambia desde Guinea en 1996, con 16 años y una urgencia que resume escueto: “Buscar comida”. Ya conocía el oficio, así que pronto encontró tarea. Hoy trabaja solo y su humilde sastrería le permite mantener sin apreturas a su familia. Repite con orgullo que le va “muy bien”.
En las calles adyacentes al mercado, una sucesión de tiendas amontona las telas que los clientes compran por metros y llevan directamente a su sastre de confianza. Tampoco aquí escasean historias de migrantes que un día eligieron Gambia como destino. Llegaron atraídos por la pujanza de la ropa a medida en el pequeño país africano. Youba Sarry se afincó en Banjul hace 20 años. Viajó desde Mauritania animado por su tío, dueño de una tienda de telas. Ahora es gerente de otra y tantea la posibilidad de abrir su propio negocio.
La sastrería ha permitido a muchos extranjeros abrirse camino en Gambia. Ahora toca que la costura ayude a fijar población
La venta de tejidos también permitió a Elvis Kollie encontrar paz y prosperidad tras una epopeya de violencia y penuria. Liberiano de nacimiento, huyó de la guerra civil en su país a finales de los ochenta. Primero recaló en Sierra Leona y, al poco, tuvo que escapar de nuevo tras estallar también allí un conflicto bélico. Kollie recuerda caminatas de semanas en plena temporada de lluvias. Una odisea que hoy narra sereno, sentado frente a su boyante establecimiento, esperando a que su hija vuelva del colegio.
Renovación de armario
La sastrería ha permitido a muchos extranjeros abrirse camino en Gambia. Ahora toca que la costura ayude a fijar población. Muchas voces apelan a su potencial de crecimiento como antídoto contra las escasas perspectivas laborales. A sus oportunidades como disuasión para tantos jóvenes gambianos que lo apuestan todo a la lotería del cayuco.
El pasado año, Momodou Salieu, dueño de Baxi Bombong Couture, presentó su iniciativa para vestir a familias golpeadas por la pandemia. La ministra de Asuntos Sociales de Gambia, Fatou Sanyang Kinteh, dijo durante el acto que Salieu encarna “la voluntad de tener éxito en su propio país”. El sastre es toda una celebridad. Además de lanzar proyectos solidarios, desde 2019 concede un premio a la personalidad del año. Como figura pública, Salieu simboliza la relevancia social de los sastres.
No existen datos fiables sobre cuánto dinero mueve el sector. “Mucho, cada vez más”, asegura Suwaibou Fabureh, fundador del SS Institute of Creative Design, un centro que ejemplifica cambios profundos en la formación. Se van imponiendo el rigor y la innovación, en contraste con la simplicidad mecánica de la relación maestro-aprendiz, hasta hace pocos años, la única manera de aprender el oficio.
Sentado en su despacho, Fabureh explica que la sociedad gambiana prioriza, a pesar de sus extensas capas de pobreza, el buen vestir y la renovación de armario. “Sobre todo las mujeres, pero también los hombres”, comenta. En la calle conviven la moda occidental de bajo coste –con imitaciones por doquier– y los diseños oriundos. Sus códigos informan sobre grupos étnicos, posición social, estatus religioso. Su colorida geometría irradia preferencias estéticas. Y quizá una toma de postura contra los envites del colonialismo cultural.
No es infrecuente que los gambianos elijan, para su día a día, fusiones eclécticas. Flanquean a Fabureh –total look blanco entallado– una alumna, Aby Sow, y un profesor (además de sastre), Mamajang Camara. Ambos visten pantalones vaqueros y camisas diseñadas por ellos mismos, con volumen y estampados de inconfundible aroma africano.
Los sastres de Gambia van adaptando su creación a las tendencias. Moldean cortes a gusto del consumidor. Y mantienen un coto inasequible a la producción en cadena: las festividades religiosas (Ramadán y tabaski) y los eventos sociales (bodas, graduaciones, grandes reuniones familiares...). Suelen ser momentos de estreno, casi rituales para mostrar atuendos customizados, únicos.
El mercado doméstico siempre tendrá un tope. Volcarse en exportar ropa hecha a mano, insisten las organizaciones del sector, podría suponer una mina para el progreso del país. Con menos de tres millones de euros en textiles enviados al exterior, el margen de subida resulta enorme. También implicaría desvirtuar el oficio. Habría que soltar el metro y elaborar prendas para clientes anónimos.
Volcarse en exportar ropa hecha a mano, insisten las organizaciones del sector, podría suponer una mina para el progreso del país
Muchos creadores ya rechazan las categorías estancas. Se mueven sin problemas a ambos lados de la difusa frontera que, sobre el papel, distingue a sastres y diseñadores. Sow y su compañera Sally Sohna obtendrán un diploma en tailoring (sastrería en inglés), pero se consideran diseñadoras. Divergen en aspecto y coinciden en aspiraciones. Sow ciñe su figura a ropa ajustada y lleva trenzas de colores. Sohna se tapa el pelo con un hiyab; un vestido ancho le cubre el cuerpo hasta tobillos y muñecas. Ambas sueñan con abrir un taller que les permita, en palabras de Sohna, “ser creativas y ahorrar”. Cartografiando la silueta de sus clientes, aconsejando sobre armonía cromática, animando al riesgo en las formas. Y ofertando, poco a poco, creaciones prêt-à-porter.
Un monopolio masculino
En un histórico monopolio masculino, las sastres van comiendo terreno a bocados. Se enfrentan a mil escollos para entrar como aprendices en un taller, así que han hecho de la necesidad virtud copando la vía cualificada. En clase de Sohna y Sow solo hay un alumno entre 10 chicas. “Siguen siendo minoría en el mercado laboral, pero cuentan con ventaja: la gente se fía más de ellas, considera que se organizan mejor y que cumplirán con su palabra”, reconoce Camara.
Pocos sastres trabajan en Gambia con productos autóctonos. El grueso de telas son de importación, industriales, en su mayoría batik o african wax print, dos técnicas basadas en la impresión con cera sobre una superficie de algodón. Con casi un 60%, China encabeza las importaciones, según el portal Textile Infomedia. Le siguen a distancia India y Turquía. En su tienda de telas, Sarry también compra a proveedores de Alemania o Australia. Dice que estos países “producen material de mejor calidad”. Apenas comercia con telas artesanales: solo para encargos concretos y en cantidades muy limitadas “porque, si sobra algo, luego no se vende”.
Fabureh corrobora que los tejidos hechos a mano en Gambia están en vías de extinción. Su extrema laboriosidad redunda en precios prohibitivos. Perviven ciertas técnicas minoritarias que casi entran solo en los escaparates de lo folclórico o en los exclusivos vestidores de clientes con los bolsillos bien desahogados (sobre todo extranjeros).
En la tranquila Bakau, Mariama Ceesay confecciona sin prisa ni pausa. Afronta los picos de pedidos con determinación y mano firme. Empezó formándose en una escuela especializada y pidiendo a su padre una ayuda para comprar su primera máquina de coser. “Trabajaba en otras cosas y, el resto del tiempo, no paraba de hacer patrones sobre papel. En cuanto pude ahorrar algo, compré tela y me hice mis propios vestidos: era mi forma de publicitarme”, cuenta. Las vecinas de Lamin (su localidad natal) se interesaron por la pulcritud y originalidad de sus diseños. Llegaron las primeras oportunidades, con las que Ceesay se granjeó reputación de sastre diligente.
Tuvo que arrancar de nuevo al mudarse a Bakau, de donde es su marido y donde vive su familia política. La pareja habilitó la sastrería en un anexo de su vivienda que da a la calle, bien visible para los transeúntes. “Mi esposo supo desde el principio que yo tenía ambiciones. Siempre me ha apoyado”, afirma.
En todos estos años, Ceesay no ha parado de formarse: marketing, emprendimiento, atención al cliente... En comparación con la simplicidad de otras sastrerías, su negocio llama la atención por el mimo en los detalles. Reparte tarjetas de visita. Ha elegido Thea como nombre artístico. Un coqueto cartel anuncia “sastrería, diseño de moda y creación de oportunidades”. Ante el vaivén de clientes, atiende con calma. “¡Una mujer muy trabajadora! ¡La mejor en su oficio!”, grita un hombre a lo lejos.
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