Mendigar para que te quiten los puntos: el resultado del racismo sanitario en Sudáfrica
La falta de información, la limitación de recursos públicos y la xenofobia dificultan el acceso de migrantes y refugiados a la atención sanitaria en el país africano
“He intentado quitármelos yo mismo, pero no me atrevo. Me duele mucho por dentro. Necesito que me ayuden”. Esta es la petición de auxilio de un hombre desesperado. Jabulani Molawesi fue operado de apendicitis en un hospital de Pretoria, la capital administrativa de Sudáfrica. Le costó lo suyo que le hicieran caso, asegura: le tuvieron esperando una semana hasta que ya, gravísimo, los médicos vieron que no quedaba más remedio que abrir y, aunque la intervención fue gratuita, hubo de pagar por los medicamentos 900 rands sudafricanos, unos 50 euros, que le costó reunir porque no tenía empleo. Molawesi tiene 37 años, es zimbabuense, carece de papeles y asegura ser una víctima de la xenofobia sanitaria y burocrática. Con él, una docena de migrantes, todas mujeres, han sido convocadas a una reunión por trabajadores sociales de Médicos Sin Fronteras para que relaten sus experiencias con la Administración sudafricana.
La historia de Molawesi no necesita de tantas palabras, en realidad. Se levanta la camisa y muestra la evidencia: una alargada herida, con la sutura negra, reseca y tirante, recorre su vientre. “Una semana después de la operación fui a una revisión y me dijeron que no podían hacer nada más por mí. Pero tengo los puntos todavía y no me los quitan sin pagar”, asevera. Lleva así un mes.
Sudáfrica es el destino principal para migrantes del sur de África, tanto económicos –sobre todo de Zimbabue, Mozambique y Malawi– como solicitantes de asilo, cuya mayoría llega desde Somalia, República Democrática del Congo, Burundi, Eritrea y Etiopía. Es el Ministerio de Interior el responsable de procesar las peticiones de visado y asilo aunque, según datos del propio organismo, el 96% de los solicitantes son rechazados en primera instancia, es decir, solo una de cada 20 personas acaba siendo reconocida legalmente en este país.
La xenofobia en Sudáfrica no es un secreto ni una novedad: en los últimos años se han sucedido episodios de diversa gravedad en un país donde, casi 30 años después del fin del apartheid, aún persisten unos problemas de desigualdad, pobreza y acceso a empleo tan profundos que el pasado verano provocaron los disturbios más graves de las últimas tres décadas, con al menos 337 muertos. Y en este caldo de cultivo, quienes carecen de documentación y dinero quedan en una posición de absoluta fragilidad. Las olas de violencia desatadas por grupos locales hacia población extranjera se suceden con cierta frecuencia: por ejemplo, en 2008, cuando un ataque en Johannesburgo dejó 60 víctimas; en 2015 con nuevos asaltos a negocios de migrantes en varios puntos del país; en 2019 con otros 22 fallecidos...
En el ámbito sanitario también se reproduce el racismo, según señalan diversos estudios tanto de académicos como de organizaciones no gubernamentales. En realidad, se trata de una cuestión compleja porque las leyes chocan entre sí: la Constitución, la Ley Nacional de Salud y la Ley de Refugiados establecen que todas las personas, independientemente de su estatus, tienen derecho a disfrutar de servicios de atención médica y que a nadie se le puede negar el tratamiento de emergencia. Sin embargo, la Ley de inmigración obliga al personal sanitario a averiguar la situación jurídica de los pacientes e informar a Interior sobre cualquiera que no presente la documentación adecuada. Además, un Proyecto de Ley de 2019 limitó los derechos de los migrantes sin papeles a acceder a la atención médica a pesar de que todos ellos, y en particular las mujeres embarazadas y los niños menores de seis años, tienen derecho a recibirla gratuitamente.
La xenofobia se alimenta de bulos que condenan a la comunidad migrante. El más común, que este colectivo sobrecarga los servicios públicos. Sin embargo, solo alrededor de cuatro de los 55 millones de residentes en Sudáfrica son extranjeros. También los no sudafricanos pagan igual que los sudafricanos cuando la atención sanitaria es secundaria o terciaria: una cantidad acorde a sus ingresos que se calcula a la hora de emitir la factura. De hecho, los extranjeros están sujetos a las mismas tarifas hospitalarias o incluso a unas más altas si están indocumentados.
Las personas migrantes no tienen fácil regularizar su situación. Un extranjero que no tenga visa en vigor queda en situación irregular. Si cumple con los requisitos establecidos por la Agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR), puede solicitar la condición de refugiado, y si se lo conceden, gozará de los mismos derechos de un nacional. Pero obtener este estatus supone un proceso que puede llevar años. Lo saben bien en el Consejo Nacional de Congoleños por el Desarrollo (NCCD), una asociación creada por ciudadanos de RDC para ayudar a compatriotas. Tienen su sede en las Torres Esselen de Sunnyside, un barrio ruidoso, lleno de tráfico y repleto de negocios de pollo frito para llevar, peluquerías y puestos callejeros. También uno de los que cuenta con mayor presencia de población congoleña.
“El documento de solicitante de asilo no vale más de seis meses, luego tienen que darte una resolución final o renovártelo, y siempre en el mismo lugar donde te lo hicieron la primera vez independientemente de dónde vivas. Yo llevo 10 años esperando”, afirma Florence Nzimbula, secretario de la organización. “Somos más de 300.000 congoleños en Sudáfrica y no más del 10% tiene este documento. No han dado ningún papel nuevo en más de cinco años”, se queja. Gloria Shukrani, de 27 años, explica que la última vez que fue a renovar su solicitud tardó seis horas. “Y si vives fuera y no puedes pagar el transporte, no puedes renovarlo… Podrían permitir hacer el trámite en más ciudades, es incomprensible”, lamenta. Ella querría estudiar en la universidad, pero las trabas burocráticas le impiden matricularse.
El confinamiento provocado por la pandemia impidió, además, que muchas personas renovaran sus solicitudes, por lo que estas caducaron. Y si esto ocurre, al renovar hay que pagar una multa de 1.000 rands, unos 56 euros. Un problema más para quien vive al límite. Al final, afirma Nzimbula, mucha gente deja de hacerlo y se queda en situación irregular. Pedir ayuda a Acnur es “inútil” porque el documento temporal, ese que hay que ir renovando, es competencia del Gobierno. Según el secretario, 348 congoleños les han pedido información en los tres últimos meses para retornar a su país de origen aun habiendo guerra.
Problemas con los hijos
Otro de los problemas burocráticos más recurrentes es el registro de los recién nacidos. Debido a distintas regulaciones que existen, un número creciente de niños no nacionales vive sin ninguna prueba de nacimiento, según afirman desde el Centro Scalabrini, una de tantas organizaciones que velan por los derechos de los migrantes. De las estadísticas del Gobierno se desprende que al menos cien mil menores de edad están sin registrar. “Uno de los requisitos es que ambos padres demuestren que residen legalmente en Sudáfrica, pero esto puede ser complejo y, a veces, imposible, debido a las estrictas normas de inmigración”, indican en la web del centro.
“Cuando vas a dar a luz, no te dan documentación para tus hijos. Hemos acudido a organizaciones de derechos humanos y al Ministerio de Interior... Sin resultado”, se aflige Noela, congoleña, durante la reunión en las oficinas de MSF. Clarisse añade que su vástago ya tiene 20 años y sigue sin papeles, por lo que no puede ir a la universidad. Salomé, que prefiere no dar su nombre real, relata cómo al llegar al país, hace tres años, sí registraron a su hija mayor, de seis, pero no al pequeño, que entonces tenía tres. Ahora va a cumpir los siete y está inmersa en un laberinto de papeleo que parece no tener fin. “Cuando no queda más opción, buscamos falsificaciones”, reconoce.
Todas estas madres preocupadas se ganan la vida vendiendo ropa, zapatos y productos alimenticios o chucherías en la calle. Sus relatos describen existencias miserables en habitaciones compartidas por hasta ocho personas, desvelos por el futuro de sus hijos, a quienes ven indocumentados y sin posibilidad de acceder a una educación reglada, también por no llegar a pagar ni siquiera la comida diaria, y una lucha permanente con problemas de salud mental, fundamentalmente depresión y ansiedad. Más de una llora durante la charla.
“Hay mujeres que están con sus maridos solo porque necesitan que las mantengan, para que les paguen el alquiler porque ellas no tienen dinero. Y son abusadas en su propia casa y no pueden ir a ninguna parte. Otras acaban prostituyéndose para tener una opción de supervivencia”. Así de categórica efectúa su denuncia Memory, de 40 años, que cuenta lo que ella observa entre sus convecinas.
Y apunta también otro obstáculo menos evidente: la falta de entendimiento. “Un reto es la barrera lingüística, y en el hospital es un problema cuando un paciente no sabe hablar inglés y explicar qué le pasa. En Malawi no vamos siempre al colegio porque los niveles educación son muy bajos y llegamos aquí únicamente con la lengua materna. Tampoco sabemos dónde ir cuando tenemos problemas con los documentos, con la búsqueda de empleo, con la educación, con los médicos… Muchos se mueren en sus casas por no saber a quién acudir”.
Este fue, de hecho uno de los factores que influyeron en que la congoleña Patricia Kabinka se quedara sin útero. “Fui víctima de la xenofobia en 2008, cuando parí a mi hijo. Dos estudiantes entraron en mi habitación, miraron mi expediente y me hicieron preguntas que yo no entendía, porque no sabía inglés. Luego me enteré que al hacerme la cesárea me extirparon el útero sin mi autorización”, explica la mujer, madre soltera que sobrevive como vendedora ambulante.
Otras afirman haber experimentado partos traumáticos porque fueron presionadas para pagar. Linda, nombre ficticio, asegura que le cobraron 5.000 rands –casi 300 euros– por dar a luz. “Y yo también pagué eso”, completa otra mujer, más joven, sentada su lado. Ella, además, asevera que a su cuñado le operaron por un fallo renal y fue dado de alta el mismo día por no abonar la factura: “Le dijeron: ‘No pagas los servicios aquí, así que tienes que dejar la cama libre”, recuerda.
Un espacio de desahogo
“Si estás ilegalmente aquí, no puedes abrir una cuenta bancaria, no puedes comprar un coche, ni una casa. Puedes estar en el limbo durante mucho tiempo. Y lo que termina sucediendo es que es difícil para las personas acceder a la atención médica”, resume Astrid Samuels, coordinadora médica de un proyecto de MSF iniciado en 2019 para dotar de asistencia sanitaria a personas indocumentadas en Pretoria con un enfoque en el apoyo psicológico. “Nos situamos aquí porque hay una oficina de recepción de refugiados a la que la gente va para renovar sus permisos de asilo y refugio, pasaportes... Y debido a que esa oficina no es realmente funcional, la gente se queda aquí durante mucho tiempo esperando”, explica. El centro, que trabaja junto a la clínica comunitaria Sediba Hope, proporciona algunos servicios de atención primaria de salud y asesoramiento. Además, dispone de orientación legal y de un espacio abierto los días laborables con servicios gratuitos que incluyen conexión inalámbrica a internet y ordenadores, duchas, taquillas y cargadores de teléfonos móviles.
Frente a una de las computadoras, Fusi Hlanami, de Zimbabue, busca empleo. A su lado, Moeti Maumbi, de Lesoto, chatea con su familia. La trabajadora social Oratile Marungwana asiste al primero, que necesita elaborar un curriculum. “Es bastante difícil lograr un empleo, así que organizamos sesiones para enseñar a buscar, a prepararse para una entrevista, habilidades de comunicación... La mayoría viene por eso”, resume. Su compañero Didier Bizimana está especializado en la asistencia legal, pero estima que, desde el inicio de la pandemia, quien se acerca por allí lo hace principalmente buscando comida. “Muchos se han visto afectados negativamente. Perdieron sus trabajos y, por tanto, su fuente de ingresos. Desde principios de septiembre de 2020 hemos estado distribuyendo paquetes de alimentos a unas 50 familias cada mes”.
La doctora Samuels, por su parte, explica que las principales necesidades médicas de sus pacientes son la atención prenatal y el diagnóstico y tratamiento de tuberculosis y VIH, así como los servicios de planificación familiar. Cuando no pueden solucionar el problema in situ, MSF se vale de una herramienta diseñada junto a la Universidad de Pretoria para facilitar que los pacientes obtengan atención sanitaria en centros de salud u hospitales. “Es una especie de pasaporte sanitario que llamamos el libro verde que contiene toda la información sobre el historial médico”, explica. Esta cartilla, reconocida por el Ministerio de Sanidad, se abre a las personas migrantes aunque carezcan de documentación en regla. “Si presentas el libro verde ya no te piden pasaporte ni ninguna otra identificación. Todos los médicos del sistema público lo conocen”.
La doctora, no obstante, recuerda que no hace falta un libro verde para acceder a los servicios de atención primaria porque son gratuitos para todos. “Esta es solo nuestra forma de llevar a la gente allí. Una vez que llegas a la atención médica secundaria y la terciaria, debes pagar”, relata.
Entre el choque de normas que confunde al personal médico, y los prejuicios de una parte de la población, la atención sanitaria para los migrantes y solicitantes de asilo difiere según la persona o el centro de salud con el que el paciente entre en contacto. Y mientras, Sudáfrica lucha con una escasez de recursos que complica brindar atención sanitaria suficiente a cualquier persona, sea nacional o extranjera. Con la irrupción de la covid-19, el problema se ha agudizado. “Ocurren cosas increíbles: por ejemplo, que un niño de siete años con una enfermedad hematológica no pueda recibir las transfusiones que necesita porque es una especialidad y, al ser ya mayor de cinco años, la atención no es gratuita, por lo que, si los padres no tienen recursos, se queda sin tratar. Pero esto no pasa solo con los migrantes, los sudafricanos también tienen que pagar por servicios especializados”, lamenta Samuels. “Al final, hay mucho sufrimiento”.
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