Mujeres en Sierra Leona: dar a luz y no morir en el intento
Sierra Leona tiene la mayor tasa de mortalidad materna en el planeta: por cada 100.000 nacimientos fallecen 1.360 madres. Esta es la historia de Saina Fofanah, una niña que sufrió abusos sexuales con 12 años y a la que hemos seguido hasta traer un bebé al mundo
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Saina Fofanah no debería haber pasado todo el día tendida en esa cama. A sus 13 años tendría que haber ido al colegio nada más levantarse. Después, podría haber jugado con sus amigas hasta que la caída de los últimos rayos del sol en cualquier calle o patio de Freetown, la capital de Sierra Leona, donde nació y donde vive, la hubiera empujado a casa. Y allí podría haber ayudado a poner la mesa, a cocinar arroz o pollo y a fregar los platos y las ollas antes de acostarse. Pero, en vez de eso, Saina Fofanah descansa en un hospital, pegada a un gotero de suero, con una herida en el bajo vientre de unos 12 centímetros cosida con una decena de puntos. Frente a ella, dormido, yace su bebé, que al nacer hace unas horas pesó dos kilos con cien gramos, midió 44 centímetros y vino al mundo porque a su madre le practicaron una cesárea. Con todo, Saina tiene suerte de estar aquí.
Sierra Leona, un país costero de algo menos de ocho millones de habitantes situado en el oeste del continente africano, a orillas del océano Atlántico, no es un buen sitio para convertirse en madre. De hecho, es el peor lugar del mundo; según Naciones Unidas, su tasa de mortalidad materna es la más alta del planeta. Aquí mueren 1.360 mujeres por cada 100.000 nacimientos de niños vivos. El Banco Mundial rebaja esta cifra a las 1.120 defunciones y coloca a Sierra Leona en tercera posición del ránking, solo superado por Sudán del Sur y Chad, dos estados sumergidos en sendos conflictos armados. En España, este guarismo apenas llega a los cinco fallecimientos. La crueldad de esta estadística se puede ver de otra manera: de cada siete mujeres que pierden la vida en este país africano, una lo hace a consecuencia directa del embarazo o del parto.
Las razones que explican esta catástrofe son múltiples y diversas. La guerra civil que finalizó en 2002 y asoló Sierra Leona durante más de una década dejó las infraestructuras y el sistema sanitario en la cuerda floja. La epidemia de ébola de 2014, que provocó unas 4.000 muertes en poco menos de dos años, terminó por devastarlo. Ahora, el país cuenta con algo más de 150 médicos profesionales. O, lo que es lo mismo, unos dos doctores por cada 100.000 habitantes, una de las densidades más bajas del mundo. Contextualizar esta escasez resulta más sencillo al comparar esta estadística con la de las naciones que se encuentran en la otra punta de esta lista: Noruega tiene 439 facultativos por cada 100.000 personas; Portugal, 443; Grecia, 626, y Cuba se va hasta los 752.
Además, la mayoría de la población sierraleonesa, hasta el 63%, vive en zonas no urbanas, donde esta carestía brilla con más fuerza, si cabe. De hecho, un amplio estudio arrojó que solo el 33% de los profesionales de la salud del país trabaja en centros sanitarios rurales. Dicho informe, en el que se recoge una encuesta con la participación de varias decenas de médicos sierraleoneses, dice también que el 61% de los doctores del país tenía la intención de dejar sus empleos por las malas condiciones y la escasa remuneración, además de por la incapacidad para acceder a derechos, beneficios y oportunidades de progresar y de promoción interna. Todo este deterioro en los servicios redunda en la falta de bienestar de los pacientes, pues apenas hay centros de salud decentemente equipados más allá de las grandes ciudades y las mujeres deben parir en sus propias casas.
La pobreza, ese enemigo implacable
Antes de dar a luz, Saina asistió a revisiones periódicas. Lo hizo en la misma clínica donde acaba de tener al bebé, el 34 Military Hospital, un hospital situado en Freetown y gestionado por el ejército. El último examen tuvo lugar tan solo un par de semanas antes de la noche en la que, tras sentir algunas molestias, acudió al centro de salud para que le practicaran la cesárea, hecho que ocurrió a la mañana siguiente.
La unidad para premamás se encuentra en la segunda planta de un edificio cuyas paredes internas están desconchadas, el techo luce humedades en cada compartimento y el agua de la intermitente temporada de lluvias se cuela por la puerta principal sin más resistencia que la de un felpudo desgastado. “Es la quinta vez que vengo, por eso me sé bien el camino”, afirmó la parturienta mientras enfilaba el pasillo en dirección a la consulta de su ginecólogo.
Una enfermera mandó a Saina a aguardar su turno en una habitación junto a otras seis embarazadas. A nadie pareció extrañar ver a una niña a punto de ser mamá. En Sierra Leona, el embarazo en la adolescencia es un problema demasiado cotidiano; el 28% de las jóvenes de entre 15 y 19 años tiene algún hijo o está esperándolo. De hecho, la media de edad de las mujeres del aquel cuarto no llegaba a los 18 años. En la puerta que da acceso a la sala donde esperaban Saina y las demás, un raído cartel en inglés y pegado con cinta aislante ofrecía la bienvenida con esta frase: “Queridos todos: sean amablemente informados de que, a partir del próximo lunes, 2 de noviembre de 2020, la tarifa por cada consulta será de 50.000 leones (cuatro euros) y tendrá que ser abonada en la sucursal que el Commercial Bank Station tiene en el hospital”. Y puede parecer una cantidad simbólica, pero no lo es en absoluto: casi el 53% de la población sierraleonesa debe vivir con menos de un euro y medio al día. Aquí, la pobreza es algo natural.
La sala de espera también rezuma humildad e incluso cierta informalidad; los bancos donde descansan las embarazadas son de madera y no tienen respaldo, un ventilador hace las funciones de un estropeado aparato de aire acondicionado y una vieja televisión supone el único divertimento para los presentes. Además, cada poco tiempo, vendedores ambulantes entran para intentar colocar productos de lo más variados: refrescos, arroz con la salsa de turno, chupachups, caramelos o bastoncillos para los oídos. Nadie respeta la obligatoriedad de llevar mascarilla en el hospital. Ni siquiera Juliet, una de las enfermeras que se encuentra al cuidado de Saina. Cuando la joven salió del ginecólogo aquel día, Juliet informó: “Va todo bien. El médico dice que el niño vendrá en dos o tres semanas como mucho. Su pelvis es muy pequeña todavía, así que lo mejor será hacerlo a través de una cesárea”.
— ¿Es algo común?
— Sí, aquí muchas adolescentes se quedan embarazadas. Lo que pasa es que algunas ni siquiera vienen al hospital. Dan a luz en su casa.
— ¿Por qué?
— Porque viven lejos y no pueden pagar el transporte, o porque no tienen dinero para las tasas hospitalarias, o porque no se fían…
— ¿Y este hospital, por ejemplo, tendría todo el material (medicamentos, utensilios…) para ayudarlas a parir?
— Bueno, depende del día. Algunas veces sí y otras veces, pues no.
Lo cierto es que una inmensa mayoría de las mujeres sierraleonesas no se pueden permitir pagar una cesárea en un hospital que cuente con suficientes garantías sanitarias. La operación por la que Saina se ha convertido en madre cuesta alrededor de dos millones de leones (algo más de 160 euros), y ha sido sufragada por Don Bosco Fambul, una ONG salesiana ubicada en este país que cuenta con diferentes programas, entre ellos uno que da refugio y apoyo psicológico y legal a niñas que han sido víctima de abusos sexuales o violaciones. Porque Saina no se quedó embarazada fruto de un amor adolescente. Saina Fofanah sufrió a un hombre que le triplicaba la edad, que abusó de ella y que hoy se encuentra huido de la justicia.
La cotidianidad de los abusos
Hace solo un año, Saina vivía con su padre y su madrastra en un populoso barrio de Freetown e intentaba llevar una vida normal. Ajena a los negocios de su progenitor, que menudeaba con droga, iba al colegio cada mañana, asistía a las clases y después volvía a su hogar a pasar las tardes con su familia. Hasta que un día sucedió algo extraño en el trayecto. Ella lo recuerda así: “Un hombre me paró y me preguntó mi nombre. Yo se lo dije y empezamos a charlar. Después me fui, pero, a la mañana siguiente, volví a encontrármelo. Y ya nos hicimos amigos”. Bajo la recompensa de regalos y dinero, aquel tipo la convenció para que lo acompañara a su casa. Y comenzaron los abusos, que se alargarían durante semanas y que derivarían, a la postre, en el embarazo de una niña de 12 años.
En 2018, se denunciaron en el país 8.500 casos de delitos de sexuales y, en 2019, el presidente declaró emergencia nacional por violación de niñas
El ordenamiento jurídico sierraleonés castiga, sobre el papel, este tipo de acciones de forma severa. Más aun en menores de edad, como es el caso. Los vigentes textos legales Child Right Act 2007 y Sexual Offence Act 12 prohíben de manera expresa el sexo con menores de 18 años sin excepciones, aunque sea consensuado, y establecen penas que pueden ir desde los 10 hasta los 15 años de prisión. También la nueva Sexual Offence Act 2019 impone un mínimo de 15 años de prisión a culpables de violación, castigo que puede extenderse, como ya ha ocurrido en una ocasión, a la cadena perpetua. Pero lo cierto es que la rigidez de la ley contrasta con la cotidianidad con la que se producen estos delitos y con la pasividad de un sistema que no persigue a los infractores con demasiado ahínco. Según informes de la policía local, en los cuatro primeros meses de este año se denunciaron 974 delitos de naturaleza sexual. No es una media demasiado alta; en 2018, el país registró unos 8.500 casos y, en febrero del 2019, tras una brutal violación a una pequeña de cinco años, el presidente Julius Maada Bio se vio en la obligación de declarar emergencia nacional en Sierra Leona “por violación de niñas”.
“Un día, mi madrastra me miró y me dijo: ‘tú estás embarazada’. Fuimos al hospital y el médico nos lo confirmó. Y, después, mi padre me llevó a la policía para denunciar y buscar al hombre, pero no lo encontramos. Su casa estaba vacía”, cuenta Saina. Y prosigue: “Mi padre se enfureció conmigo. Me dijo que no quería saber nada de mí, que cómo podía haber hecho eso. Yo tenía miedo porque todo era algo nuevo para mí”. Así, las autoridades condujeron a la niña al refugio de Don Bosco Fambul, donde ha esperado unos cinco meses a que Joseph, nombre que ha elegido para su hijo, viniera al mundo. “Cuando el bebé tenga unos dos meses, Saina se irá a vivir con su tía, que se ha mostrado ilusionada con la idea de cuidar de ella y del pequeño. Podrá ir al colegio, y el chico, cuando crezca, también, pero donde mejor están es con su familia”, dice Zainab, una de las trabajadoras sociales encargadas del bienestar de la joven.
A Saina le seduce la idea de regresar a la escuela. Dice que le gustaba estudiar agricultura, que era algo que entendía bien y que quiere convertirse en médico en un futuro no demasiado lejano. De momento, tendrá que recuperarse bien de la cesárea. Los médicos han dicho que deberá pasar unos diez días en la habitación de un hospital que es una radiografía de su país: las hormigas corretean a su gusto por algunas camas, los cortes de luz resultan constantes (incluso aquí, donde algunas de las máquinas que requieren electricidad pueden salvar vidas) y las cunas con las que mueven a los bebés de un sitio a otro tienen el hueco para ruedas debajo de las patas, pero no hay ni rastro de las ruedas, así que no queda más remedio que cargarlas y transportarlas al peso.
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