Esa otra distancia social
Antes de la pandemia, y también ahora, ya existía una enorme grieta entre las personas que nunca se cierra suficientemente en términos económicos, sociales, culturales. Ninguna sociedad es funcional con abismales niveles de desigualdad
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Hace unos días, durante la Cumbre del G-7, los países miembros de este club de los más fornidos anunciaron que donarán 1.000 millones de vacunas a los países más pobres. Parecía un acto de generosidad suprema, pero la Organización Mundial de la Salud precisó que, en realidad, se necesitarían 11.000 millones de dosis para inmunizar a los ninguneados del planeta.
No es extraño ese enorme abismo que existe entre los que más y menos tienen en el mundo. E incluso en tiempos de pandemia se ha evidenciado de manera desgarradora, clamorosa. Según el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, hasta junio de este año un grupo de apenas 10 países habían acaparado el 75% de las vacunas contra la covid disponibles en este momento.
Algunos de ellos tienen asegurado un stock para vacunar varias veces a su población entera. Y aunque ya han comenzado a donar vacunas todo esto sugiere algo dramático: nos hemos pasado meses clamando por respetar la distancia social para salvarnos de la pandemia. Pero otra distancia social, la que lanza a un foso a los más olvidados, sigue tan profunda como siempre.
Como en el famoso cuento de Augusto Monterroso, cuando despertamos “todavía estaba allí”. Nunca se fue. Y más aún: se agudizó. Según Bloomberg, a fines del año pasado, las 20 fortunas más grandes del planeta se incrementaron en 24% con respecto al año anterior. Mientras, millones de personas luchaban por conseguir apenas un balón de oxígeno.
Según Bloomberg, a fines del año pasado, las 20 fortunas más grandes del planeta se incrementaron en 24%
Hablar de estos abismos puede sonar incómodo, sobre todo si uno está en la parte más alta del pastel social. Además, es cierto que históricamente son muy pocos los lugares donde se ha conseguido una equidad razonable (yo lo he visto en algunas comunidades amazónicas). Pero una cosa es asumir tal condición humana y otra pronunciarla hasta el más allá.
Ninguna sociedad es funcional con abismales niveles de desigualdad. La sociedad mundial tampoco, a juzgar por esa brecha casi sideral entre los que podrán inmunizarse y los que no. Cerrar tal brecha no es solo una cuestión de números y de políticas públicas, sino también de experiencia social, de cuán capaces somos de ver de cerca la magnitud del drama.
De vivirlo, a fin de que miles de ciudadanos no se nos vuelvan invisibles. En el Perú, por ejemplo, los meses más duros de la cuarentena no funcionaron bien, en parte porque miles de personas no tienen trabajo y son vendedores callejeros. Y porque un 40% de los ciudadanos más pobres simplemente no cuenta con una nevera en donde preservar sus alimentos.
Sin embargo, gran parte de los estratos más acomodados de la sociedad tardaron en enterarse y asimilarlo. La primera reacción fue maldecir la “irresponsabilidad” de los presuntos indisciplinados, cuando en realidad se trataba de una literal estrategia de supervivencia: tenían que escoger entre el riesgo de contagiarse o salir a vender para poder comer.
Hoy, tras una elección turbulenta que puso a un profesor rural desconectado de las élites en la presidencia, el racismo y el clasismo siguen estallando de manera turbada e insólita. Lo que comenzó con una sorpresa por el resultado el voto escondido de millones ciudadanos pobres por este candidato, ha devenido en una batalla campal digital, o callejera que aún continúa.
En el Perú, los meses más duros de la cuarentena no funcionaron bien, en parte porque miles de personas no tienen trabajo y son vendedores callejeros
Nuevamente el abismo, la distancia social, esa que no nos salva, sino que nos hiere. Esa que hace que América Latina sea la región más desigual del planeta (ocho de los 10 países más desiguales son latinoamericanos, según el Banco Mundial). Esa que provoca que, también en medio de una pandemia, los virus tengan más libertad en la cancha de los desheredados.
Hasta el Fondo Monetario Internacional lo sabe, desde tiempo atrás. Entiende que la desigualdad es un mal que nos daña a todos. Pero parece que son algunos ciudadanos los más contagiados por la indiferencia. Pueden ver cifras, pero no tienen ojos para sentirlo. Para entenderlo, como diría Blas Pascal, su corazón tendría que tener razones que la razón no entiende.
Porque las sociedades muy desiguales, como las latinoamericanas, más bien habilitan cápsulas. Compartimentos estancos donde puedes vivir sin enterarte del sufrimiento social ajeno y creyendo que tu mundo es el único mundo. Para paliarlo o proveer asomos momentáneos existen las campañas de caridad o el altruista sentimiento de Navidad.
Solo que a estas alturas de la historia ya resulta obvio que son nobles aunque insuficientes impulsos, que no van al meollo doliente del problema. Siempre, sin embargo, es posible cambiar un poco personal y socialmente. Aun cuando no todas las rutas conducen a la redención, tal como lo han demostrado experiencias desastrosas como las de Venezuela.
Hay formas más inteligentes, que implican no solo la creación de más impuestos sino, además, formas de acercamiento real entre los ciudadanos. Intentos que cierren la brecha económica, pero también la social, como lo hizo Nelson Mandela en Sudáfrica, cuando apeló a la devoción nacional por el rugby para evitar un estallido social tras el fin del apartheid.
No lo logró totalmente, por supuesto, pero algunas cápsulas de aislamiento al menos se disolvieron un poco. Porque amenguar esa otra distancia social no implica únicamente tomar conciencia y disponerse a colaborar con un óbolo. Como lo saben los trabajadores humanitarios y otros ciudadanos, también se logra con un abrazo real al desposeído. Por supuesto, cuando la saludable distancia física lo permita.
Ramiro Escobar la Cruz es un periodista y catedrático universitario peruano.
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