La historia de amor que llevó a una tejedora a Níger
Lala de Dios es una artesana del textil y los telares desde hace cuatro décadas. Su profundo conocimiento y su experiencia como formadora para que nos se pierdan los saberes tradicionales que atesora, le llevaron a enrolarse en la cooperación internacional al desarrollo en África y Latinoamérica
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En Titulcia, un pueblo de 1.300 habitantes al sur de la Comunidad de Madrid, a Lala de Dios (La Coruña, 1949) la conocen como “la señora que sonríe mucho”. Allí tiene “una empresa pequeña con una gran aspiración: investigar las técnicas y el equipamiento tradicionales de la tejeduría artesanal, actualizarlas preservando su esencia y transmitirlas con rigor y eficacia”, tal como describe su página web. Fundó Índigo Textil junto a su marido, recientemente fallecido, hace exactamente 40 años. Ella, que no había aprendido a hacer labores en la escuela, como las demás niñas de la época, por un problema de visión, se ha convertido no solo en un referente nacional del tejido artesanal, sino también en cooperante internacional para el desarrollo.
La historia de De Dios es una de amor, aunque ella no pronuncie esa palabra en los días que visita Palma de Mallorca para participar en las charlas del encuentro de artesanos del textil del mundo XTANT. El relato de su vida, que concentra en una hora y media de entrevista y varias cenas, cafés y corrillos en la isla, destila pasión por los tejidos, el arte, por su trabajo como artesana y maestra, y por quien fue su compañero de viaje en lo personal y profesional, Enrique Moreno. Esta es su historia que va desde La Coruña hasta Carolina del Norte, desde Titulcia hasta Níger, desde Madrid a Chile.
De Dios estudió Bachillerato de magisterio y consiguió una beca para huérfanos de maestros, su padre falleció cuando ella tenía 13. Así fue como pudo trasladarse a Madrid en el 68 a continuar su formación universitaria. Cursó Filosofía y Letras y se alojaba en un colegio mayor en el que tenía que estar de vuelta a las nueve y media, recuerda. Se especializó en Historia del Arte porque quería dedicarse a “excavar en Egipto” y daba clases particulares para tener algunos ingresos. En un viaje a Formentera con amigas, se dio cuenta de que tenía que aprender inglés. “Era el idioma universal, con el francés solo hablabas con franceses y belgas”.
Cuando le comentó a su madre que quería mudarse a Londres a cuidar niños para dominar el idioma de Shakespeare, a esta le pareció una idea horrible. Pero la hija de una amiga vivía en Estados Unidos y se había casado con un chico de origen gallego. Tenían niños y querían que hablasen español. “Mi madre prefirió que me fuera todo un año para aprender inglés, pero con una familia católica, gallega. Con todas las referencias”. Sonríe. Hizo su primer vuelo “transoceánico y con trasbordo” y llegó a Raleigh, la capital de Carolina del Norte. “Fue una experiencia”, concluye esa etapa escueta.
A su regreso, terminó la carrera y daba clases de inglés en colegios privados. Lo lógico es que hubiera hecho oposiciones, pero mientras se lo pensaba, De Dios descubrió el tejido. Fue un flechazo. “Vi una exposición de tapices de casualidad”, comenta. “Eran muy atractivos, cálidos, con mucha textura. Parecían fácil de hacer”. Y ella, que llevaba tiempo barruntando “hacer algo con las manos”, buscó una escuela y se apuntó a clases para aprender a tejer en telares de bajo lizo, de pedales.
“Empecé a tejer y conocí a un chico que había estudiado Bellas Artes y fabricaba juguetes didácticos de madera. Había montado una tienda y le pedí que me hiciera un telar”. Se lo hizo. Con él se casaría después y compartiría el resto de su vida y profesión; con el telar montó un pequeño taller con un grupo de amigas en un bajo del barrio madrileño de Malasaña. “La gente nos veía y quería aprender. Nos pedían que les diéramos clases”. Aquello lo cambió todo.
“La gente que aprendía también quería comprar un telar. Al final, este chico que se convirtió mi pareja y mi marido, se dedicó a fabricar telares”. En 1981 establecieron su propia empresa con el nombre de un preciado tinte azul, el índigo. Vivieron años buenos en los que la artesanía estaba de moda: “Dábamos clases, fabricábamos telares, vendíamos también telas, participábamos en ferias...”. Dice que no sabe explicar cómo exactamente, pero acabaron participando en proyectos de cooperación al desarrollo. “Evaluaba proyectos en marcha que tenían que ver con el tejido”.
Esa labor empezó cuando la Fundación Cultural Española para el Fomento de la Artesanía conoció a De Dios en 1996. “Tenían muchos proyectos de cooperación sobre todo en Latinoamérica. Me llamaron, hablaron conmigo y fui”, describe. Su primer destino fue Argentina, al sur con los mapuches. Y luego al norte, casi en la frontera con Bolivia. “Ahí descubrí que Argentina tenía indígenas; cosa que los argentinos trataban de ocultar”, asegura. “Evaluaba qué tejidos hacían, con qué materia prima y equipamiento, y sus problemas de venta, pero también de desabastecimiento de materiales y pérdida de conocimiento. Y proponía soluciones”, explica. “Esto es muy típico, he hecho bastantes proyectos de este tipo. Otros han sido más de enseñar”. Para hacer esa clase de diagnóstico, esta gallega-madrileña tenía que entrevistarse con las artesanas, vendedoras, autoridades... Luego venía el papeleo.
Cualquier cosa que de dinero a las mujeres, hace progresar a las comunidades, porque está demostrado que ellas lo invierten en la familia, en la salud y la educación de sus hijos
“En Etiopía estuve tres meses; en 2009. Tenía que viajar por todo el país para conocer a los artesanos”, sigue. Un representante del Gobierno la acompañaba a todos lados para controlar su quehacer. Pero De Dios empezó a salirse del guion y hacer preguntas incómodas. “Necesitaba saber si recibían ayudas oficiales y cosas así. Es curioso porque en un país tan pobre, donde la gente vivía de lo que vendía ese día, y si no, no comían. Eso lo sabían ellos tanto como yo, y aun así a las autoridades les fastidiaba que mostrara la situación como era”. Al final, aquel funcionario y De Dios escribieron un informe conjunto. Y luego ella redactó “uno B, el bueno; solo para la Cooperación Española”. Vuelve a sonreír.
¿Cómo acaba una historiadora del arte, tejedora, en África como cooperante? De Dios asegura que muchos artesanos españoles se han dedicado, como ella, a esta labor internacional. Sobre todo, durante el Gobierno de Rodríguez Zapatero, cuando los fondos de ayuda al desarrollo aumentaron, también para este tipo de proyectos de apoyo a la artesanía local como medio de vida. Pero además, a ella, le gusta la política y el asociacionismo. “No me pregunté nunca cómo me había metido porque estaba haciendo lo que me gustaba. Además, la experiencia de viajar a esos países, conocer aquellas realidades muy duras...”.
Algunos de esos países los visitó también como empresaria. De hecho, antes de ir en misión para la Cooperación Española, ya había estado en Etiopía en 2004, con su esposo. Las Misioneras de la Caridad, la congregación fundada por santa Teresa de Calcuta, les habían comprado telares para hacer todos los hábitos, tejidos a mano, de las monjas en África. En Adis Abeba, convivieron con las religiosas para enseñarles el manejo de las máquinas. Allí presenció escenas muy duras, de gente muy pobre que recurría al socorro de las hermanas; pero también fue testigo de la solidaridad de los voluntarios de todas partes del mundo que acudían a ayudar en el orfanato. “Era un sitio increíble, sin jerarquías. Me preguntaba cómo podían funcionar”, reflexiona.
“A Marruecos fui con Naciones Unidas. Nos habían comprado equipamiento en el 2000 para una cooperativa de tejedoras, habíamos ido a montarlo y enseñarles a usarlo, y nos pidieron volver en 2010 para hacer evaluación de producto”, continúa. Ese modelo de apoyar con materiales, formación y mercado a grupos organizados para convertir una actividad tradicional en un medio de vida digno es, en su opinión, el más eficiente para mejorar la situación de las personas artesanas en los países en desarrollo. En la mayoría de los casos es, sin embargo, una labor poco o nada reconocida. De pobres.
Esa ironía de crear un rico patrimonio cultural que nadie valora hace que “en cuanto los países empiezan a industrializarse, se abandone la artesanía”, asegura De Dios. “En cuanto pueden trabajar en una fábrica, aunque sea 20 horas por casi nada, ese nada que les pagan es más seguro que estar en la calle a ver si les compra alguien”. Pero donde no hay otros medios de vida o donde la agricultura es pobre, es más barato crear empleo en oficios artesanos que en la industria, afirma. “Cualquier cosa que de dinero a las mujeres, hace progresar a las comunidades, porque está demostrado que ellas lo invierten en la familia, en la salud y la educación de sus hijos. Los hombres no”.
“También estuve en Níger, en un proyecto de Fundesarte. Sola. En el centro de Niamey está el Museo Nacional y tienen allí los tesoros del país, lo que incluye desde animales, plantas, recreaciones de chozas y un esqueleto de dinosario, y 300 artesanos que vendían sus productos allí”, cuenta. “Había peligro de terrorismo cierto por la cercanía con Malí. Y fue una pena porque no podía viajar”. Pero confiesa que pudo escaparse a ver jirafas en libertad. Y hacer su labor. “Fui como experta en textil, pero sobre todo, como especialista en asociacionismo”. Acompañada por un arquitecto, tenían que diseñar un mercado y una organización adecuados para la venta. Estaban organizados en una cooperativa, pero los 11 tejedores tradicionales que quedaban no vendían nada porque no había turismo y el cambio de costumbres de los clientes locales que trocaron los tejidos tradicionales por telas brillantes llegadas de India.
Lo que hace falta es que los consumidores nos mentalicemos de que no tenemos que comprarnos 30 prendas cada temporada
Pese a su defensa de la labor tradicional del tejido y su trabajo como cooperante, De Dios no esconde su desacuerdo con ciertos discursos que presentan a la artesanía como solución contra la explotación humana y la destrucción del planeta. “No es verdad que sea más sostenible”, afirma. “Por ejemplo, en Níger hay aldeas de ceramistas que usan leña para los hornos. Y han convertido en un desierto las zonas alrededor de los pueblos y ahora son las mujeres las que tienen que ir a buscarla a más de 30 kilómetros”.
Lo de que los tejedores tradicionales sean la respuesta a la insostenible industria textil es “una utopía”, añade. Tras un repaso detallado por la historia de la industrialización y la artesanía, llega al meollo de su razonamiento: los productos fabricados a mano son caros, para las élites. Con la pandemia, reconoce que se ha revitalizado la preocupación por la sostenibilidad; pero lo que hay que cambiar es el sistema. “Se están poniendo parches, buscandon formas de producción menos contaminantes, el tema del comercio justo... Imagino que llegará un momento en el que en ningún país se fabrique explotando a la gente. Pero lo que hace falta es que los consumidores nos mentalicemos de que no tenemos que comprarnos 30 prendas cada temporada. Si no consumimos de esa manera, el sistema cambiará”.
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