África ya no quiere que le enseñen a pescar

El sector del desarrollo en el continente sigue perpetuando inercias coloniales. Las ONG y universidades africanas se topan con escollos, formales o sutiles, en su acceso a financiación, que suele caer en manos occidentales. Se promueve una relación horizontal pero el Norte global tiene la última palabra

Una comerciante del norte de Kenia cierra un trato a finales de 2019.

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De cara al público, apenas queda rastro del yugo colonial. O del paternalismo condescendiente que se exhibía sin pudor hace años. Incluso pierde tirón la imagen del sabio que enseña a pescar en lugar de dar peces. Los proyectos de desarrollo en el África subsahariana viven tiempos de aparente simetría. Se estila la horizontalidad, el intercambio de saberes y destrezas, la colaboración en igualdad con socios locales, con gente de allí.

Pero esta supuesta armonía cooperativa, esos flujos recíprocos de tú a tú, suelen camuflar una sólida estructura de poder. Arraigadas jerarquías en las que el occidental se sitúa —a veces con carácter formal, aunque con frecuencia implícitamente— por encima del africano. En la adjudicación y puesta en marcha de los proyectos, sobrevuelan “mentalidades subyacentes”, explica Taskeen Adam, investigadora de la Universidad de Cambridge y associate manager de la empresa social Open Development & Education.

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Sudafricana de nacimiento, Adam dispara contra la propia idea de desarrollo internacional. En su opinión, esta presupone que “el Norte Global ha de decir al resto del mundo, sin distinciones, cómo debe desarrollarse”. Desde el epicentro académico anglosajón, la expresión se ha extendido y asumido como sinónimo de vía hacia el progreso. Las dos palabras encarnan una sinergia conceptual imbatible. Una suerte de pócima mágica para escapar de la pobreza.

“Muchos proyectos se decantan por graduados en Desarrollo Internacional de universidades occidentales, menospreciando la experiencia en el contexto y otros estudios no acreditados bajo ese nombre”, continúa Adam. Con el sello ID (International Development, en sus siglas en inglés) estampado en un diploma, se da por hecho que alguien puede trazar certeras estrategias para reducir el analfabetismo en Ghana. O galvanizar la agricultura de Mozambique. O digitalizar pequeños negocios de artesanía en Chad.

Algunos de mis colegas, muy cualificados, sufren una intimidación silenciosa. Llega alguien del Norte y automáticamente piensan ‘ya está, debe de estar mejor preparado’”, admite Winnie Mitullah, directora del Institute for Development Studies de la Universidad de Nairobi

La verticalidad impregna comportamientos por arriba. Logra que se sobrentienda quién posee la última palabra. También cohíbe un salto hacia delante desde abajo. Hasta en países pujantes del continente, como Kenia, subsisten herencias de mando, complejos que se pierden en la noche del imperialismo. “Algunos de mis colegas, muy cualificados, sufren una intimidación silenciosa, inherente, que ni siquiera sienten. Llega alguien del Norte y automáticamente piensan ‘ya está, debe de estar mejor preparado’”, admite Winnie Mitullah, directora del Institute for Development Studies de la Universidad de Nairobi.

La investigadora keniata recuerda una reunión reciente. Había que afinar los pormenores de un proyecto conjunto entre su Instituto y el Ministerio de Planificación y Desarrollo Nacional de Kenia. Una iniciativa en parte financiada con fondos extranjeros. Alguien indicó que Mitullah y su equipo empezarían a trabajar con un experto venido del Norte. “Al salir de la reunión, una compañera me dijo: ‘Winnie, quiero ver su currículo, que sea un experto no es suficiente’. El colonialismo es algo muy profundo, pero la gente empieza a mostrarse asertiva”, zanja.

El estigma de la arrogancia

Buena parte de la financiación para el desarrollo en África llega directamente a los gobiernos. Los donantes fijan los requisitos. Marcan tiempos, focalizan ámbitos de acción. Y envían un equipo foráneo bajo denominaciones algo asépticas, con un léxico que evoca modestia: consultores, asistentes técnicos... “He visto jóvenes que acababan de graduarse intentando guiar a profesionales africanos con 30 años de experiencia en la educación o salud de sus países”, se queja Mitullah.

Quienes denuncian las dinámicas de poder en el desarrollo africano —la preeminencia de escalones a priori, casi inamovibles— evitan caer en trampas maniqueas. No se trata de estigmatizar al occidental con el sambenito de la arrogancia ignorante. Ni de dar por sentado que la población local actúa siempre inspirada por la sabiduría contextual y la buena fe. “Sería un error asumir que los proyectos liderados por entidades del Sur van a ser siempre mejores. Dependerá del país, de quién esté al mando, de muchos factores”, apunta Marleen Dekker, profesora de Desarrollo Inclusivo en el African Studies Centre de la Universidad de Leiden, en Países Bajos.

Dekker es consciente de que su afirmación puede sonar “controvertida”. Pero para ella resulta fundamental mantener una visión ecuánime, caso a caso, “en los debates sobre descolonización”. Suscribe la máxima “soluciones africanas para problemas africanos”, a la que es “difícil oponerse, aunque sabiendo que este es un pilar que admite matices, en reconocimiento a la diversidad del continente”. Y pone como ejemplo un programa sobre control de natalidad que se intentó implantar, sin éxito, en Níger. “Las élites del país lo rechazaron por razones geopolíticas: a más población, más fuerza negociadora, más ayudas”.

“Las grandes organizaciones internacionales”, explica, se llevan el “grueso” del pastel bajo la “justificación clásica de su mayor capacidad operativa”, dice Carlos Oya, profesor de Economía Política del Desarrollo de la Universidad de Londres

Cuando los receptores de fondos son las ONGs, el predominio occidental resulta abrumador. Desde la School of Oriental and African Studies de la Universidad de Londres, Carlos Oya, profesor de Economía Política del Desarrollo, entiende que el sesgo no es tanto geográfico sino de tamaño. “Las grandes organizaciones internacionales”, explica, se llevan el “grueso” del pastel bajo la “justificación clásica de su mayor capacidad operativa”. Además, las ayudas quedan custodiadas por farragosos guardianes. Centinelas vestidos con el traje de la imparcialidad. “Generar solicitudes de subvención requiere tiempo y dinero, acceso a la información, mucho papeleo. Y una buena red de contactos, que entre las ONGs africanas suele ser, en general, muy limitada”, apunta Oya.

El investigador madrileño se pregunta por qué los donantes no “simplifican sus condiciones”. Libre de tanto laberinto burocrático, el dinero podría fluir sin intermediarios hacia manos africanas, dinamizando así tendencias de desarrollo puramente locales. “No lo hacen por cuestiones de diligencia debida [precauciones que se toman antes de asignar partidas], por su propia cultura burocrática... No creo que exista una discriminación consciente o activa”.

Sin tiempo para investigar

Dekker detecta otras razones que frenan el acceso a financiación desde entidades africanas. O que aumentan la ventaja de aquellas que provienen del Norte Global. Motivos en los que el lenguaje refleja patrones culturales, una manera de pensar. “Los solicitantes tienen que hablar el mismo idioma que los donantes, vender su idea, seleccionar las palabras adecuadas”, señala. Más allá de formalidades, saber moverse en el juego de las expectativas se antoja clave para ser el elegido. Cada vez más organizaciones africanas demuestran conocer sus reglas. Fundador y director ejecutivo de Tanzanian Children’s Fund, Peter Leon Mmassy viaja con frecuencia a EE UU con el fin de recaudar ayudas para su ONG, que da techo, comida, salud y educación a niños huérfanos.

Conscientes de tantos impedimentos, una lista creciente de donantes priorizan a instituciones y entidades con sede en África. Ya es práctica habitual entre los gobiernos de los países escandinavos. Y el International Development Research Center, dependiente del Gobierno de Canadá, estipula que han de liderar sus proyectos los investigadores asentados en África. El IDRC actúa con una fuerte convicción: solo el análisis riguroso y el despertar intelectual impulsado desde dentro permiten pisar firme hacia el progreso.

El International Development Research Center (IDRC) actúa con una fuerte convicción: solo el análisis riguroso y el despertar intelectual impulsado desde dentro permiten pisar firme hacia el progreso

Inyecciones monetarias como esta son puro oxígeno para la maltrecha actividad investigadora en las universidades subsaharianas. El profesor Carlos Oya narra una triste historia de decadencia y abandono. Tras la descolonización, muchos países mimaron especialmente su educación superior. Una apuesta estratégica para romper el ciclo de dependencia. “Las universidades de Dakar (Senegal), Makerere (Uganda) o Adís Abeba (Etiopía) se convirtieron en prestigiosos hubs regionales de conocimiento”, explica. Pero en los años 80 y 90 aterrizaron los “ajustes estructurales dictados por organismos internacionales como el FMI”, que impusieron sus preferencias educativas, enfatizando las etapas obligatorias. “Se vino a decir que la universidad era un lujo para algunos países”, continúa Oya.

Con una inversión paupérrima, muchos centros apenas alcanzan ahora para pagar exiguos salarios. Así que sus mejores académicos, en lugar de centrarse en la investigación para el desarrollo, complementan su sueldo en el sector privado. “Trabajos de consultoría para ONGs o agencias internacionales, los famosos think tank... Algunos compañeros llegan a las 80 horas semanales”, señala Mitullah, quien lanza una recomendación de lectura para entender mejor esta deriva: Scholars in the marketplace, de Mahmood Mandami. Oya confirma que, al contactar con colegas africanos para algún proyecto, casi nunca están disponibles. La profesora de la Universidad de Nairobi, por su parte, estalla de indignación: “Que la universidad en África no es una prioridad... ¿qué clase de razonamiento es ese?”.

Actitud mesiánica

Un estudio del economista zambiano Grieve Chelwa ilustra la escasa presencia de autores africanos en los artículos científicos sobre el continente. Apenas un cuarto de la literatura sobre los desafíos económicos de allí viene firmada por, al menos, un autor de una universidad subsahariana. Como Chelwa, Domilola Adebayo es uno de tantos estudiantes africanos que han completado sus estudios en el extranjero. Tras graduarse en Nigeria, hizo su doctorado gracias al programa Cambridge-Africa de la universidad británica. Ahora investiga sobre desarrollo socioeconómico en el Sur desde una perspectiva histórica.

Algunos donantes, relata, desestiman financiar ideas surgidas desde universidades africanas. “En ocasiones, por temor a que los fondos no se utilicen correctamente, lo que demuestra una pésima consideración del continente en su conjunto”, estima Adebayo

Adebayo conoce bien los privilegios que despliega el viaje académico al Norte: contactos, múltiples opciones de financiación, tiempo y sosiego para volcarse en el estudio. Advierte de los prejuicios que se ciernen sobre el académico de África no occidentalizado. Algunos donantes, relata, desestiman financiar ideas surgidas desde universidades africanas. “En ocasiones, por temor a que los fondos no se utilicen correctamente, lo que demuestra una pésima consideración del continente en su conjunto”, estima. Admite, no obstante, que el tándem investigación/desarrollo sobre asuntos africanos está virando, desde hace algunos años, hacia un mayor equilibrio Norte-Sur. Al menos en teoría.

Cuando se forma un consorcio entre un centro de Occidente y otro africano, la colaboración ha de ser, en principio, la norma. Pero “hay investigadores que siguen tratando a su socio local como un empleado. Y algunos africanos continúan identificando al occidental con el jefe”, reconoce Adebayo. Cuenta también casos de colegas nigerianos que vuelven a su país, “tras empaparse de teorías sobre desarrollo con perspectiva occidental, con una actitud mesiánica, como si poseyeran la verdad revelada”. Identidades híbridas que despiertan tanto rechazo como admiración. Y muestran la complejidad de un sector en el que lo cierto y lo inasible adquieren igual relevancia.

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