Claridad, cinismo y ruido

Tirar las normas a la basura podría verse como una opción de realismo extremo, pero hay demasiados cabos sueltos en lo relativo a la relación con Marruecos y el Sáhara y el juego de suma cero con Argelia

Un manifestante toma parte de una protesta en favor del Sáhara, el miércoles en Pamplona.Alvaro Barrientos (AP)

“España considera la propuesta marroquí de autonomía presentada en 2007 como la base más seria, creíble y realista para la resolución de este diferendo”. Pese al estruendo, los términos elegidos en la carta de Pedro Sánchez al rey Mohamed VI para apoyar la posición ofic...

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“España considera la propuesta marroquí de autonomía presentada en 2007 como la base más seria, creíble y realista para la resolución de este diferendo”. Pese al estruendo, los términos elegidos en la carta de Pedro Sánchez al rey Mohamed VI para apoyar la posición oficial de Rabat sobre el conflicto del Sáhara Occidental —reducido aquí a mera “cuestión” o “diferendo”— tienen bastante de déjà vu. Llevamos oyendo fórmulas parecidas desde que en 2007 Marruecos paseara su entonces flamante Plan de Autonomía, en una monumental campaña diplomática, por las capitales de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad y el llamado Grupo de Amigos del Sáhara Occidental en la ONU, y casi una treintena más de Estados árabes, latinoamericanos, europeos y africanos. Tamaño despliegue se explicaba por la necesidad de Rabat de recuperar la iniciativa y el favor de la comunidad internacional después de su sorprendente rechazo del Plan Baker II de la ONU en 2003. Esta era una propuesta de solución política mixta, que combinaba una fase transitoria (cuatro a cinco años) de reparto de poder entre una autoridad autónoma del Sáhara Occidental y el Estado marroquí con un referéndum final de autodeterminación (con la opción de la independencia incluida) bajo la batuta de la ONU. El detalle fundamental que hacía a este plan racionalmente favorable a los intereses de Rabat es que el electorado de la consulta definitiva prevista incluía, además de a los votantes saharauis previamente validados por la Comisión de Identificación de la Minurso [Misión de Naciones Unidas para el Referéndum del Sáhara Occidental], a todas las demás personas con residencia continua en el territorio anexionado, mayoritariamente marroquíes. Y aun así, en un giro de guion insospechado que lo situó como spoiler, Marruecos rompió la baraja.

El Plan de Autonomía que Rabat puso sobre la mesa tres años después como base alternativa para la negociación reproducía en gran medida el reparto de poder de la fase transitoria del Plan Baker II. La diferencia era que, aun haciendo vaga referencia a una “consulta refrendaria” entre las “poblaciones concernidas”, este documento asumía la autonomía bajo soberanía marroquí como estatus definitivo para el territorio, excluyendo implícitamente la opción de la independencia. “La energía de la iniciativa (…) no parecía verse correspondida por ningún avance aparente sobre la sustancia de la autonomía que pudiera convencer a la otra parte. Las líneas generales del plan de autonomía (…) sugerían que Rabat retendría el control total (…)”, concluyeron en privado, decepcionados, representantes diplomáticos en Rabat de Estados Unidos, Francia, Reino Unido, Alemania y España, que habían alentado activamente su redacción. Sin embargo, en las declaraciones públicas, la Administración de George W. Bush y el presidente francés Nicolas Sarkozy se apresuraron a calificar el plan como “una propuesta seria y creíble”. Los adjetivos pasaron de ahí a las resoluciones sobre el Sáhara Occidental del Consejo de Seguridad de la ONU, de las que Washington es penholder [encargado de redactar el borrador de las resoluciones]. El elogio protocolario, a partir de abril de 2007, de los “esfuerzos serios y creíbles de Marruecos” para avanzar hacia la resolución del conflicto, tuvo como correlato más trascendental el llamamiento a las partes a “entrar en negociaciones sin precondiciones”, dando por amortizados los planes de Baker para volver prácticamente a la casilla de salida.

Esta genealogía demuestra, en primer lugar, que el Plan de Autonomía marroquí surgió de forma reactiva y como rebaja del Plan Baker II, con el objetivo último de barrer del mapa mental de la diplomacia internacional la posibilidad de un referéndum organizado por la ONU y que incluyera la opción de la independencia —es decir, la autodeterminación propiamente dicha, que requiere elección—. El reparto de poder que esbozaba no era nuevo ni desdeñable como fórmula de autogobierno hipotética, pero esto era lo de menos al no mediar intención alguna de convencer a los saharauis y al Frente Polisario. Quince años después, dada la ausencia de avances para materializar la idea tanto en las negociaciones auspiciadas por la ONU como en la propia gobernanza marroquí del territorio anexionado, la autonomía se ha convertido en gran medida en un significante vacío. La segunda conclusión es que los actores occidentales clave, y España en particular, han sido partícipes de este proyecto incluso desde antes de que naciera. Al mismo tiempo, la mayor parte de ellos se han abstenido durante años de proclamar adhesiones entusiastas, ante el rechazo invariable del Polisario y la conveniencia de mantener cierta neutralidad por respeto al proceso conducido por la ONU.

¿Ha habido o no entonces un giro copernicano en la política de Madrid hacia el Sáhara Occidental? Sí y no. Si nos fijamos en el discurso oficial y las declaraciones de principios, la carta de Sánchez se desvía marcadamente de la tradicional posición española de “neutralidad activa” y apelación al “respeto a las resoluciones de la ONU para buscar una vía de solución”, al tomar abiertamente partido por la opción preferida por una de las partes del conflicto. Contradice así, en particular, la resistencia firme y medida a secundar la declaración de reconocimiento de la soberanía marroquí sobre el territorio con que la Administración de Donald Trump sacudió esta región hace poco más de un año. Es más, por el uso del superlativo, las palabras elegidas por el Gobierno español para valorar el Plan de Autonomía marroquí van mucho más lejos que el lenguaje diplomático relativamente inocuo empleado desde 2007 por Estados Unidos y Francia (“una propuesta seria y creíble”), y más recientemente por Alemania (“un esfuerzo serio y creíble […] y una buena base para alcanzar un acuerdo”). Se quedan solo por detrás del reconocimiento de soberanía de Trump.

Por otro lado, el giro no parece tal si consideramos la práctica diplomática, discreta pero constante desde al menos 2003, de intercesión española a favor de los intereses marroquíes sobre el Sáhara Occidental tanto en la ONU como en la UE —especialmente la intervención formal de Madrid en los juicios del Tribunal de Justicia de la UE sobre los acuerdos de comercio agrícola y pesca UE-Marruecos—. En este sentido, lo que la carta de Sánchez ha hecho no ha sido sino alinear palabras y hechos. El resultado puede entenderse como la “claridad” que sus interlocutores marroquíes han reclamado con insistencia al Gobierno español durante los últimos 15 meses de tensiones y crisis bilateral, o como un tránsito, siguiendo la distinción de Santiago Alba Rico, de la hipocresía al cinismo. Mientras que la hipocresía y el “doble lenguaje” que la caracteriza contribuyen a sostener a fin de cuentas el orden normativo establecido, el cinismo acaba con tal doblez, pero “no para ajustar nuestras prácticas a nuestros valores, sino al revés, para acomodar nuestros valores a nuestras prácticas”. Es un camino resbaladizo ya que, además del principio de autodeterminación, aquí entran en juego el propio multilateralismo y otras normas fundamentales del orden internacional basado en reglas, tan críticas en el contexto actual, como la no adquisición de territorio por la fuerza.

Tirar las normas a la basura podría verse como una opción de realismo extremo, de una política exterior guiada exclusivamente por la elección racional y los intereses nacionales más crudos. Sin embargo, con la limitada información de la que disponemos sobre las motivaciones de la carta de Sánchez, tampoco cuadra para los realistas lo que parece un cálculo con demasiados cabos sueltos en lo relativo a la relación triangular y el juego de suma cero con Argelia. Desde el punto de vista de la disuasión y los aspectos más hostiles de la política exterior reciente del propio Marruecos, no parecen aconsejables para España ni una concesión diferida ante maniobras coercitivas, como la crisis de Ceuta, ni otra preventiva ante hipotéticas amenazas a la soberanía e integridad territorial del Estado —que hasta ahora dábamos por descontada—. En lo que se refiere a la estabilidad regional general del Magreb y el Mediterráneo Occidental, una paz de los vencedores como la que supondría una autonomía sin elección real para los saharauis, y máxime en un contexto de autoritarismo creciente, tendría probablemente los pies de barro. Véase la situación actual de Estados federales poco democráticos como Myanmar o Etiopía.

Una opción final que sugieren las últimas declaraciones españolas de apoyo a una “solución mutuamente aceptable en el marco de Naciones Unidas” es que al final cambien poco las cosas porque, más allá de la hipocresía o el cinismo, lo que acabe prevaleciendo sea la confusión y el ruido.

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